Recuerdos de mi infancia y mi adolescencia

 Dalila Alzugaray


Mi hermano querido, Ariel, me pida que escriba mis recuerdos de niña. Hace tiempo que me lo pide y yo he decidido hacerle el gusto porque veo que lo desea y necesita realmente. Así que con vulgares palabras veré cómo encaro, cómo narro, mi vida de niña de campo. Algunos dirán que "no era así", que "fue de otra manera", pero son mis recuerdos, sólo míos, y si en algo me equivoco, bueno...

Al empezar se hace un vacío en mi mente, y parece que no tengo ningún recuerdo. Porque hay que ver que son recuerdos que empiezan en la década del '20. Empiezo a desenvolver el ovillo, ese ovillo imaginario, y tiro la punta y aparece uno y sigo tirando y siguen apareciendo más recuerdos con una impresionante nitidez.



Nací en el año 1920 y el primer recuerdo que aparece: un patio lleno de sol, una niñita muy chiquitita (dos o tres años) que sentada en una sillita baja, con una palangana con agua al lado, trata de sacarse una venda de una rodilla lastimada... y está pegada! ¡duele! Mientras tanto se oyen los gritos de mis padres, mis hermanos...” Que se va la tarde! ¡Que nos vamos y te dejamos!”...Ya todos instalados en la volanta para ir al pueblo. De pronto veo a mi lado las piernas de mi hermano mayor, Ricardo, que se inclina y me dice: “Querés que te ayude?” Yo no lo acepté pero él en un descuido me arranca la venda, sale corriendo hacia la volanta y yo atrás llorando a gritos. No, no era un sulky; era una volanta con capota negra que mi padre manejaba desde un lugar llamado pescante y que era tirada por un caballo. Atrás iba mi madre y todos nosotros.

Todavía vivíamos en un encantador ranchito de paja y terrón con tres habitaciones con ventanas sin vidrios, las ventanas tenían sólo una hoja de madera y no recuerdo bien si rejas, las puertas eran de dos hojas cortadas horizontalmente. .Estaba el dormitorio de mis padres, en el medio el comedor y después el cuarto de los varones, que eran los mayores. En el cuarto de mis padres había dos camitas para los más chicos. No había cuarto de baño, para esos efectos utilizábamos escupideras que había que ir lejos a vaciar. El ranchito era de paredes encaladas por dentro y techo de dos aguas. Con los ojos de la imaginación veo venir a mi madre desde la cocina con una sopera con dos asitas y tapa, a servirnos a nosotros que ya estábamos sentados alrededor de la mesa redonda.

Primero nos servía a nosotros. La sopa en general era de fariña con mucho gusto a carne sabrosa. Cuando venía la sopa yo ya estaba con el brazo izquierdo atado al cuerpo porque yo era zurda y en ese tiempo, a principios de siglo, habla que ser diestro porque ser zurdo era un defecto muy grande. Y entonces yo me veía en la necesidad de comer con la mano derecha y así me acostumbré. Igual me quedó cierta facilidad con la mano y el pie izquierdo para algunas cosas. En ese tiempo éramos cuatro hermanos, los dos más chicos todavía no habían nacido.

El lugar donde vivíamos, la 6ª Sección del Depto. de Treinta y Tres, era muy pintoresco. El campo con sus lomas y hondonadas y regado todo por afluentes del arroyo La Balija. Y aunque estaba apartado del pueblo, igual llegaban los Reyes Magos. Un 5 de enero de noche pusimos los zapatos en la puerta. Mi hermano mayor, muy pícaro, se levantó al otro día de madrugada, desenvolvió los paquetes y como le gustó más lo que le habían dejado al hermano más chico, Enrique, cambió los lugares de los paquetes y se acostó otra vez. Al levantarse todo el mundo con el alborozo de ese día tan deseado se descubrió el cambio y tanto lo presionaron mis padres a Ricardo que tuvo que confesar su engaño y todo volvió a su verdadero lugar.

Mi madre tenía para ayudarla una chica muy buena, llamada Emilia, que ayudó a criarnos a nosotros. Pasando el tiempo mi padre tomó un peón, Rufino, y esos dos muchachos se enamoraron y se casaron en el juzgado de Cerro Chato. Tuvieron una hija y la llamaron Flor del Alba. La madre de Emilia era una mujer que vivía ambulante, a caballo siempre, no tenía casa y andaba de estancia en estancia. Se quedaba unos días, satisfacía sus necesidades de lavar ropa, alguna otra cosa, y también las necesidades de los peones y casi siempre se embarazaba. Como no podía criar su hijo, enseguida lo daba a los dueños de esas estancias que ella conocía y seguía su camino siempre con un pañuelo colorado en la cabeza. Por eso Emilia fue dada por su madre a mi abuela, la madre de mi madre, que la crió, y cuando mi mamá se casó Emilia se fue con ella a formar parte de nuestra familia. Era muy buena y querida por todos nosotros. Y siguen saliendo los recuerdos, los recuerdos que estaban allá, en algún rincón de mi memoria.


Mis hermanos mayores ya hacía tiempo que precisaban escuela; la más cercana era la de Cerro Chato y en aquel tiempo en que todavía no se había generalizado el automóvil, las distancias eran muy largas. Mi padre contrató a una señora, Doña Serapia, para que les diera clase a mis tres hermanos, yo todavía no estaba en edad escolar. Le dio una pieza a Doña Serapia que estaba retirada del Ranchito, y allí dormía y daba clase. Me acuerdo que mi hermano Ricardo, el mayor, era muy rebelde, no quería someterse a nada y menos a clases. Entonces, como venganza, le hacía a Doña Serapia bromas muy pesadas.


Mientras ellos estaban en clase, mi vida transcurría sola, curiosa, metida en todo lo de los mayores. Recuerdo el campo apretado de margaritas azules y flores de terutero. Era una belleza. También atrapaba mi atención en la noche, en verano, los bichitos de luz que se encendían y se apagaban y se concentraban, recuerdo, en las hondonadas del campo. Después supe que las hembras son las que llevan el farolito que prenden y apagan y que es un llamamiento de amor.

En verano, cuando la sequía castiga y el calor aprieta, se desea mucho la lluvia. Pero siempre llegaba el glorioso día que ¡llovía! Cuando amainaba nos daban permiso a los cuatro hermanos para ir a jugar al campo, nos decían que nos pusiéramos la ropa más vieja que encontráramos y que fuéramos. Me encargaban a mí a mis hermanos mayores y eso era ¡delicia!... Sentir bajo los pies el pasto blando y dejarnos mojar con enorme placer, y saltar y correr y meternos en las lagunas que la lluvia formaba y debajo de la cascadita cerca de la casa. Recuerdo el agua mansa sobre nuestros cuerpos... ¡Qué vida pura y natural! Volvíamos al anochecer. Nos daban la orden: “A cambiarse enseguida!” La cascadita de allí del campo, cerca de la casa, al saltar el agua entre las piedras alegremente hacía un ruido que la hacía parecer una gran cascada, pero no, era como llamando la atención que lo hacía. En la noche se convertía en un sordo rumor que yo lo sentía desde mi cama.

Una vez caímos los cuatro hermanos con sarampión. ¡Qué trabajo pasaron mis padres! Iban y venían, lavajes, termómetros, agua de borraja para bajar la fiebre, agua de orejones para tomar. Nos hacían pasar hambre, era la costumbre en los tratamientos de aquella época. Nos levantábamos tan débiles... Nos daban té con leche de desayuno, sin pan ni galletas ni nada, y cuando ya se había ido la fiebre, dos días después nos daban un churrasquito a media mañana que sabía a gloria. Después nos mantenían quietos hasta el mediodía cuando tomábamos sopa y alguna verdura. Y entonces ¡a acostarse temprano! ¡Cuidado con el sereno!

Recuerdo a mi madre trajinando todo el día con Emilia, parecía muy dispuesta y alegre. Un día por semana, había que amasar. Ese día mi padre no iba al campo para quedarse a ayudar porque era mucho trabajo. Yo siempre miraba todo: primero prendían el horno, es decir, hacían fuego en el horno, y cerraban la puerta. Esperaban un rato, lo abrían, lo barrían bien, rápido, y ponían los panes que ya estaban prontos y cerraban la puerta, otra vez rápido. Después esperaban un rato, abrían el horno y allí estaban los panes dorados, hermosos. Los sacaban con una pala larga y ponían los bizcochos dulces de levadura, que eran exquisitos.

La cocina del ranchito era grande, había espacio y daba mucho calor. Mi madre o Emilia no sólo preparaban sopas y pucheros, como ya conté, también hacían guisos de porotos cariocas con arroz y carne y guisos de carne con arroz y verduras. El churrasco y las milanesas no las conocíamos, las pastas no recuerdos haberlas probado salvo rara vez, y si comíamos se hacían caseras, con muchísimo trabajo. En el menú también había chorizo cortado en rodajas, mondongo, siempre con arroz, bifes a la sartén con cebolla y huevos, guiso de charque, etc. Mi madre también hacía una comida llamada “humitas”, pero daba mucho trabajo y se reservaba, como los tallarines caseros, para los días festivos.

Tiempo después yo hice “humitas” teniendo ya hijos chicos. Encontré la receta en una revista, era igual a la que mi madre hacía. Se cocinaban choclos tiernos, mazamorra y cuajada de cardo, se le sacaban las chalas y se apartaban bien limpias. Se sacaban los granos de los choclos raspando con un cuchillo, y se separaban en un plato. Esos granos se mezclaban con cebollita, gustos, algún huevo, y con lo que hubiera aparte se hacía una salsita. Se rellenaban las chalas, se recortaban un poco, se envolvían y se ataban con una tira de chala. Después la salsita por arriba... y a la mesa.

En invierno recuerdo la faena del cerdo. Como era mucho trabajo empezaban muy temprano y aprovechaban los días mas fríos del invierno, las heladas más grandes, porque no existían las heladeras y había que evitar que se perdiera la carne, porque ademas del cerdo mataban una vaca para entreverar la carne para hacer los chorizos. Las heladas eran inmensas, me acuerdo que quedaba todo blanco y en los rincones donde no llegaba el sol no se derretía en todo el día. La mañana que se empezaba la faena del cerdo, muy temprano, en la madrugada, yo me despertaba con los chillidos del animal sacrificado. La sangre la recogían para hacer morcillas, saladas y dulces con nueces y otras cosas ricas adentro. Además hadan chorizos, tocino, queso de cerdo, espinazo salado, charque con la carne de vaca, chorizo seso que se comía crudo después de estar mucho fiempo en un ambiente de calor de fuego y humo. Los chorizos se llenaban utilizando embudos hechos con guampas de animales.

Se usaba mucho regalar un chorizo a los vecinos más cercanos, sobre todo si habían venido a ayudar, porque todos los brazos eran pocos para esa faena. Mi madre también hacía el queso y la manteca. Yo era flaquita y oía decir a mis padres que comía poco y entonces mi padre me daba a media mañana un huevito pasado por agua, me enseñó a comerlo con la cáscara. Nos compraba los casilleros de Malta Montevideana para tomar con huevos batidos en la tarde.

En casa todos los días había arroz: mondongo con arroz, pollo con arroz, porotos con arroz a la usanza del Brasil. Mi madre era muy buena cocinera y cocinaba estilo brasileño porque ella era hija de brasileros. Por ejemplo, los guisos fueran de lo que fueran llevaban duraznos que estuvieran verdones, y a los guisos de porotos a último momento le ponía gajos de naranja. Recuerdo que a mí me gustaban mucho. Cerca del ranchito estaba la quinta de verduras que mi padre cuidaba junto con el peón. Las comidas eran muy variadas porque había verduras para variar con la carne. Se cultivaban porotos manteca, habas, arvejas, zapallos, papas, boniatos, repollos, coles. Las acelgas nacían solas y los zapallos también. También plantaban sandías y zanahorias.

El ovillo sigue desenvolviéndose y tirando el hilo aparecen más recuerdos y en mi memoria aparecen nítidamente escenas de la vida de mi hogar. Unas vecinas llegan de visita, se forma rueda de mate dulce acompañado de pan casero y queso también casero. Mi padre aparece disfrazado de mujer con unos pechos enormes que hacen reír a todos. Al irse, después de una visita muy alegre, mi madre les regala un pan casero. Eran los vecinos más cercanos, Santos Ifrán se llamaba el padre. Llegaban, según la época, con bolsas de fruta de la quinta de árboles frutales que ellos mismos cultivaban. Recuerdo los duraznos, ya no tienen los duraznos el mismo gusto. Al morder un durazno con cáscara se sentía en los labios esa pelusita particular de esa fruta y el jugo dulce que llenaba la boca hasta encontrar el carozo. Yo a veces plantaba en la tierra la pepita que está adentro del carozo, la regaba y creía que iba a nacer un árbol de duraznos.

Al costado del ranchito había un membrillar. Cuando los membrillos estaban maduros los arrancaban y mi madre hacía el dulce de membrillo. En el patio hacían un fuego y colocaban una olla grande de hierro de tres patas, allí se ponían los membrillos cortados y sin semilla, y el azúcar, y había que revolver y revolver con pala de madera durante horas, turnándose todos los de la casa porque era un trabajo muy pesado y muy próximo al fuego. Así todos compartían el trabajo, mis padres, el peón, Emilia... Cuando estaba a punto se dejaba se dejaba enfriar un poco y se ponía en latas rectangulares que ya estaban preparadas para recibir el exquisito dulce. Después que se enfriaba bien, se tapaban y se llevaban para la despensa. Ese dulce era una delicia, con alguna que otra semillita porque era imposible quitarle todas. Duraba más o menos un año.

Tampoco en mi casa se compraban velas, ni jabón: se hacían allí. Yo veía todo eso desde mi puesto de observación. No sé los ingredientes que llevaban las velas o el jabón pero recuerdo claramente los veleros para poner esa mezcla, con un pabilo en el medio, que se dejaba endurecer. Y el jabón también, se hacía un fuego y se ponía allí en una olla grande. Después de estar la solución pronta se volcaba en un recipiente grande y cuando estaba frío se cortaba en trozos como para lavar.

Todos estos recuerdos son mis vivencias de niña, de niña que no llegaba a los seis años. Todo con el tiempo cambió, hasta el cariño se demuestra de otra manera. Yo no recuerdo un beso o un abrazo de mi madre o de mi padre, pero sentía afecto a mi alrededor y cuidados y protección. Pero sé lo que pasaba, las personas sentían el pudor de demostrar el amor con besos o abrazos, eso por suerte se ha superado en gran parte. Es tan bueno abrazar y que nos abracen, es tan importante sentir nuestro cuerpo apretado al cuerpo de un ser querido, tan reconfortante.

Yo tenía una amiga, Carmen, que después fue mi maestra en la escuela, en preparatorios. Cuando íbamos a Cerro Chato, de la escuela me iba a su casa y ella me subía en una mesa y me pedía que dijera los versos que yo sabía. Yo los recitaba muy contenta y ella me premiaba con mimos y caramelos. Pasando el tiempo fue Gladis la que subida en una mesa o silla, también a los cuatro años, recitaba, sin equivocarse en una letra, el poema de Ruben Darío que empieza “Margarita está linda la mar...” Y cuando terminaba, muy formal decía: “Ruben Darío, nicaragüense”.

Mis padres no acostumbraban a festejar la Navidad, seguramente esa falta de costumbre vendría de sus antepasados, porque abuela Paz tampoco la festejaba. Mi madre solamente esos días, muy graciosa, cantaba este verso: “Esta noche es Nochebuena / noche de parar la oreja / y mirar por los rincones / a ver si duerme la vieja”. O este otro: “Esta noche es Nochebuena / y mañana es Navidad / saca la bota, María / que me voy a emborrachar”.

¡Qué importante el día de la foto!... Mi madre nos hizo rulos de papel a Irma y a mi, nos pusimos los vestidos nuevos y zapatos nuevos, y Ricardo y Enrique, bañados y con el pelo recién cortado eran como de película. Mis tres hermanos eran unos preciosos niños pero yo era la fea del grupo. Me lo decían mis padres a menudo: que yo era fea pero que eso no tenía importancia, lo importante era ser buena. El problema era que quién sabe si me casaba, pero eso nunca me preocupó. Pasando el tiempo supe quererme mucho a mí misma y nunca tuve problemas en ese sentido.

Tiro de la punta del ovillo, que se desenvuelve y sale mi madre cantando “La Loca del Bequeló”. Me quedaba quieta y atenta para oírla, me gustaba mucho: “En la enramada de un rancho viejo / nido de gauchos cerca del Yí...” Según la opinión de una sensibilidad de cuatro años más o menos, lo cantaba con mucho sentimiento.



Retrato de mi madre. Físicamente era de regular altura, gordita, cara redondita, ojos castaños, la nariz de los da Costa, cabello lacio; primero moño, después fue de las primeras que en Cerro Chato se cortó melena. Cuando usaba melena se peinaba todo el pelo para atrás, sujeto con una peineta de carey. La ropa que usaba era más o menos como la que usamos ahora, el largo bajando la rodilla, escote regular, manga corta o sin manga. Para salir siempre usaba collares o cadenas, pulseras, de todo. Su manera de ser: alegre, sociable, conversadora, trabajadora, movediza. Creo que era el motor de mi casa, quería mejorar, comprar cosas, comprarnos ropa a nosotros, salir, pasear.


Lo veo a mi padre llegar acalorado del campo, en verano, a tomar un vaso de agua fresca, no sin antes ponerle al vaso unas gotas de un líquido que había en un frasco y que él llamaba “esencia”. Era para que no hiciera mal el agua si la tomaba sudando. Mi padre era rezongón, rezongaba a todos y por todo, también a mi madre. Esta se quedaba completamente callada según la costumbre de esa época y recuerdo que yo sentía mucha pena y lo sentía como una injusticia. Recuerdo a Rufino, el peón, traer el barril de agua de la cachimba que estaba en un bajo muy cerca de la casa, al paso del caballo, muy lento. Era un repecho y el caballo, ya viejo, apenas podía con el barril. Se llamaba “cachimba” a un pozo con brocal y por adentro forrado con material, construído en un lugar del campo donde manaba agua pura y dulce que se depositaba en su mayor parte en el pozo.

Lo que comíamos a menudo, sobre todo en la noche, eran orejones con arroz, los orejones también hechos en casa. La Malta Montevideana mi padre la compraba por casilleros para que nosotros la tomáramos con yemas batidas con azúcar, en la tarde. Eran huevitos todavía tibios, me parece que los siento en mi mano cuando los iba a buscar a los nidos de las gallinas. Tengo un recuerdo muy tierno de mi padre, se levantaba en la madrugada a ordeñar, después que el ternerito mamaba se ordeñaba la leche necesaria para el día y después sacaban lo último de la ubre, lo que se llamaba “apoyo” y que era lo más rico, tibiecito y espumoso mi papá me llevaba a la cama. Me despertaba y me decía: “Tomá esta leche y seguí durmiendo que es muy temprano”. Es cierto, mi papá nos mimaba y nos cuidaba, pero creyó que siempre éramos chicos. Entre mi padre y mi madre estoy segura que había un amor muy grande, yo sentí en mi primera infancia mucha seguridad y tranquilidad en mi casa bajo el cuidado de ellos.

Pasado un tiempo fue perentoria la necesidad de escuela, tal vez en el año ‘25, y nos mudamos para Cerro Chato. Mi padre le compró la casa a su hermano Ramón, el mayor, y la hizo pintar y arreglar. Era una casa con un buen frente y con un balcón, y al costado una baranda con abundantes macetas con plantas. Esa baranda daba a un jardín hecho por mi madre, allí había un arbusto cuya flor se llamaba “flor de nieve”. Otro, “flor de ángel”, y una planta grande llamada “floripón” que era de la forma de una campana, con la parte más ancha para abajo, colgando de la rama. Nunca más vi “floripón” en ninguna parte. Había rosales, enredaderas de madreselvas… Aprendí que cuando florece la madreselva, si arrancamos una flor podemos absorber el jugo dulce de su cáliz. Después firaba la flor, ¡pobrecita flor!, había servido solamente para que una niña inocente sintiera en los labios su dulzura, enseguida la tirara... y a otra.

En el jardín había dalias, alelíes, enredaderas de nácar, un jazminero, además del precioso y perfumado jazmín del país y tantas otras plantas que no recuerdo. Al costado estaba el parral de uva brasilera que era una delicia en verano por su sombra y por los racimos que colgaban tentadores. Al lado, el aljibe, con su tapa y su balde colgando, que era para el gasto de toda la casa. Veo a mi madre arreglando la nueva casa y a mi padre secundándola en todo, ayudando en la cocina y en lo que fuera. Compraron algunos muebles, y una máquina de lavar, a manija, que pusieron en el galpón. Mi padre se encargaba del lavado de la ropa.

La casa tenía un buen frente con la puerta de entrada, el balcón, y al frente mismo dos hermosos plátanos, admirables árboles que hoy todavía están y que han resistido las tempestades más fuertes del invierno, los vientos huracanados y los rigores del verano.

Muchos años después, un día yo estaba en Cerro Chato, era otoño, la estación que me gusta más, y pedí que me llevaran a ver la antigua casa de la familia donde nacen tantos recuerdos... Cuando el auto en que íbamos enfrentó y la vi, se me apretó el corazón. Cuando volví a la casa de Irma me brotaron estos versos:

Los plátanos inmóviles
en la tarde soleada
permanecen erguidos
viendo pasar el tiempo.
Debajo de su sombra
se entretejieron sueños
latieron esperanzas
de amor y juventud.
Más tarde pasa el tiempo
la vida mutilando
cruel y devastando
como una tempestad.
Y ellos siguen allí
hermosos y fuertes
a pesar de la vida
del tiempo y de la muerte.


La escuela de Cerro Chato era de primer grado pero con muy buena directora y maestras. Había sólo hasta tercer año pero tercero valía como sexto: era muy intenso el estudio. Enseguida pusieron a mis tres hermanos mayores en la escuela. Yo entré a la escuela al año siguiente, con seis años, pero en el invierno que tenía cinco años me enfermé y el médico diagnosticó tos ferina, lo que hoy se conoce como ‘tos convulsa”. El médico mandó cama por dos meses. En ese tiempo era el Dr. Somma: recuerdo su cabeza de abundante pelo canoso, cuando me auscultaba a veces me asustaba. Allí en la cama me trajeron revistas y libros, mi padre me consiguió el Libro 10 de Lectura. “¿Quieres leer?”... Y aprendí preguntando el sonido de las letras y formando palabras. Yo la pasaba muy bien en la cama leyendo y escribiendo.

Habiendo aprendido a leer y a escribir, mi papá, para premiarme, le encargó a mi abuela en Montevideo una muñeca para mí y de paso otra para Irma. La abuela las mandó en una caja grande por ferrocarril: un bebé de celuloide para mi y para Irma una muñeca de porcelana grande. Fue un gran acontecimiento para nosotras este regalo. A mi bebé le puse “Esteban Nilo Real de Azúa Tocavent”. A Irma y a mí nos gustaba leer “Sociales” de los diarios y les pusimos apellidos de la alta sociedad. Yo cuidaba mucho a mi bebé, al que le puse de apodo “Coco”. Pero alguien tuvo que meter una mano atrevida con una idea diabólica y le hizo agujeros al muñeco en las palmas de las manos, en las plantas de los pies, en la nariz, y no me acuerdo si en algún lugar más. Fue mi hermano Ricardo, dijo que lo había hecho “para que respirara”.

Pero había que bautizar esos niños, entonces invitamos a nuestra prima Quina. Se quedó a dormir una noche y después que todos se fueron a acostar bautizamos los muñecos y festejamos con galletitas, caramelos, fruta abrillantada, pasas y nueces que hablamos comprado esa tarde con nuestros ahorros. No me acuerdo pero me imagino que Quina habrá sido la madrina. Ese bebé de celuloide, “Coco”, era de tan buena calidad que jugó Silvia con él y después Anita, y luego ya muy deteriorado lo guardé muchos años.

La mudanza para Cerro Chato fue muy importante, una gran mejora. Al año siguiente empecé la escuela con mi amiga Carmen de maestra. La mujer más dulce y buena, creo, que he conocido. Ella era estudiante de magisterio y daba Preparatorios, casi todo el horario de clase me lo pasaba en la falda de ella. Allí en esa clase conocí mi primer amor. Era un rubio pecoso de ojos celestes. No se acababa nuestra preciosa relación en la escuela. Cuando había bailes en el Club se acostumbraba ir toda la familia. Yo con mi mejor vestido estaba allí, al lado de mi madre, y venía él muy resuelto y me decía: “¿Bailás?” Yo salía con él a la pista y bailábamos toda la noche. Hacia la mitad de la noche me preguntaba si quería tomar algo y yo aceptaba, pasábamos a la cantina y pedíamos Malta Montevideana y galletitas y él le decía al mozo lo más resuelto “que pusiera eso en la cuenta de papá”. Volvíamos a bailar hasta que uno de los dos tenía que irse.

Los bailes que se usaban en aquella época eran la maxixa, el tango, el vals, el pasodoble. Enseguida todos estos bailes quedaron opacados por el charleston. No hay duda que se puede amar a cualquier edad. ¡Qué época más linda de mi vida! Mi corazón inocente, todavía no lo había tocado el dolor, yo creo que ninguna contrariedad había sentido. Muy pronto la vida me separó de aquel amigo que se casó muy joven en Santa Clara y hoy es cabeza de una extensa familia. Pero yo lo seguía queriendo...

Más o menos por esa época, una mañana de invierno en Cerro Chato yo estaba todavía en la cama y siento un alboroto fuera de lo normal. “Nieve, cayó nieve!” Me levanté rápido y miré a través de los vidrios hacia el jardín: me quedé extasiada, todo estaba blanco, como en los cuentos. Quería salir con la ropa de dormir y hubo una discusión entre mis padres, si me dejaban salir o no. Pero yo pedí, rogué, me abrigaron bien y me dejaron salir a tocar la nieve. A través de los ojos del recuerdo, vívido, veo una niñita agachadita, llenándose las manos de nieve y admirando esa maravilla.

En el primer año de escuela a la maestra Carmen se le ocurrió que cantáramos una vidalita para la fiesta de fin de curso. El problema era que no había música en la escuela, pero muy cerca vivía una viejita llamada Doña Polonia que sacó de apuros a Carmen con su acordeón y fue muy pintoresco el coro de la vidalita. Al año siguiente bailamos una mazurka y tuve suerte: me tocó “él” por compañero. La escuela llenó muchas de mis necesidades y no había nada que me gustara más que ir a la escuela.

Cuando yo tenía cinco años en la casa de Cerro Chato nació una nueva hermanita, Gladis, una beba hermosa y gorda que llenó de alegría nuestra casa. El parto fue con el Dr. Stephens. Otra nena en casa, una hermanita más chica que yo. Cambió un poco mi vida, me hice más independiente y tuve más responsabilidades. Por ejemplo, tenía que ayudar más en las tareas de la casa. Me ponían un banquito al lado de la cocina económica y yo lavaba las tazas del desayuno, enjuagaba y secaba lo más bien. Hacía mandados. También los varones tenían sus obligaciones en el hogar, como tenderse las camas y ayudar en lo que fuera. El fregado de la plancha de la cocina era tarea de Ricardo porque había que tener fuerza, se fregaba con un ladrillo y daba trabajo. Irma lavaba platos y cacerolas.

Tengo presente en la memoria un día en que mi madre fue a lavarle a Ricardo el guardapolvo de la escuela y encontró en los bolsillos varios gatitos recién nacidos y muertos. Me acuerdo que en casa habla una gata blanca que se embarazaba muy a menudo y mis padres no querían tantos gatos. Le dijeron a Ricardo que los dejara abandonados, lejos, pero él, que era muy cruel, prefirió matarlos y guardarlos en los bolsillos. A menudo venían quejas de la Directora de la escuela por la conducta de Ricardo. Era muy rebelde, no quería cumplir con sus deberes escolares, se peleaba a trompadas con los compañeros y contestaba de malas maneras a sus maestras. A mi padre lo mandaban buscar a menudo para hablar con la Directora.

Una vez vino con la noticia que había sido expulsado de la escuela. Mi padre no perdió tiempo y enseguida marchó a hablar con la Directora, que le dijo que sólo ella tenía derecho a expulsar a un alumno y como él estaba en la clase de Claudia y Claudia lo había expulsado, podía seguir asistiendo a las clases. Todo empezó por un billetito de amor que Ricardo le escribió a su novia, Clara, y que fue interceptado por el camino llegando a manos de la maestra Claudia. Después no sé cómo fue la cuestión, creo que Ricardo se rebeló y se negó a darle el papel a la maestra y le contestaba altanero. Cuando digo que mi hermano era cruel pienso que él era como todas las personas, de distintas maneras. Yo recibí de él mucha ternura que no me olvido, creo que todas las personas somos contradictorias en los sentimientos.

Cuando estábamos en Cerro Chato y Gladis era chiquita, de brazos, mi madre cayó enferma y el Dr. Stephens no daba con el diagnóstico de lo que tenía, que al final resultó ser una enfermedad llamada “carbunclo” que proviene de las vacas y es contagiosa. Tuvieron que aislarla, y nosotros la veíamos a través de los vidrios. Pero ¿qué hacíamos con Gladis que estaba a pecho y era tan chiquita? Todo se solucionó cuando una santa señora amiga y vecina de mi madre se ofreció para cuidarla todo el tiempo que fuera necesario, asegurando que Gladis iba a marchar muy bien con mamaderas de café con leche. Y así fue. Era una familia con varios hijos y todos se enchochecieron con Gladis, que era una beba preciosa. Llevaron la cuna y todo lo que era del uso de ella y nosotras íbamos a cada rato a verla.

El jefe de esa familia era administrador de rentas y lo habían trasladado hacía poco para Cerro Chato, era buena gente. Ella era muy gorda y se llamaba doña lldefonsa, su casa quedaba enfrente a la estación. Recuerdo que cada tarde doña lidefonsa bañaba a Gladis, la ponía bien bonita y se la enseñaba a través de los vidrios a mi madre. El Dr. Stephens decía que los niños más hermosos que él había ayudado a nacer eran Gladis e Imazul Fernández, los dos el mismo año. Pasadas unas semanas mi madre se puso bien y ya todos nos reunimos de nuevo.

El primer año de la escuela lo hice con la Sra. Ismenia, el segundo con Chola y el tercero con Claudia, de la que conservo su recuerdo. Era una muchacha de 30 ó 40 años, bastante gorda, que mientras hablaba en la clase o nos ponía un trabajo escrito tenía la costumbre de frotarse las manos con crema Hinds, mirando siempre por la ventana hacia fuera, para la derecha, donde trabajaba el novio en un taller. Cuando se casó nos eligió a mi y a una prima mía para que le lleváramos la cola del vestido al entrar a la iglesia. Nosotras íbamos también con vestido largo blanco y coronitas en la cabeza. No era una novia linda.

Cuando vivíamos todavía en el ranchito sucedió algo muy cómico. En el ranchito había un jardín, después un alambrado y después estaba el campo, y era muy común que hubiera avestruces en el campo, caminando, mirando para los dos lados, como hacen, con curiosidad. Yo estaba allí, cerca del alambrado y ellos pasaban y pasaban con su paso lento. De pronto veo un avestruz que traía colgando del ano algo que parecía un trapo; llamo a mi madre, ella llama a mi padre, y descubren que como había ropa tendida en el alambrado el avestruz habla elegido para comer un calcetín de mi padre. Como tienen la particularidad de que no mastican, el avestruz habla tragado entero el calcetín y éste salió por donde debía salir. Todo les convenía para comer, hasta la ropa.

Yo cuento que mi madre trajinaba todo el día con Emilia, pero en las tardes hacía otra clase de trabajo. Cosía en la máquina toda la ropa de la familia, y con la lana de las ovejas hacía hebras largas trabajándolas con los dedos y tejía frazadas y mantas para toda la familia. Tejía en un telar rústico que le había hecho mi padre. Tampoco se necesitaba colchonero en casa, ella hacía los colchones. Cuando la recuerdo me parece mentira que hubiera una persona tan trabajadora.


Yo ya tenía nueve años cuando nació un nuevo hermanito, Ariel, que era un bebé hermoso y que nos dejó a todos embobados, sobre todo a mi padre. Ya estábamos en Cerro Chato y con la escuela la vida transcurría muy agradable, pero eso no duró mucho, negros nubarrones se cernían sobre nuestra casa. Antes quiero recordar que mi padre era muy autoritario, todos teníamos que hacer lo que él decía, sin chistar ni hablar, incluso mi madre.


Empezaron los viajes misteriosos a Montevideo. Mi padre, mi madre, tal vez con Ariel, que era muy chiquito. Volvían, yo oía palabras como “operación”, “fibroma”, eso dos o tres veces. El médico visitaba mi casa a menudo a ver a mi madre que en ese tiempo todavía no hacía cama. Cuando yo estaba haciendo un tercer año precioso, con diez años, decidió mi padre que nos marcháramos para el campo porque él no podía con los gastos. Pero ya no fuimos al ranchito, había un galpón muy grande de paredes de piedra que se pudo dividir en tres habitaciones. Hicieron baño y cocina y nos mudamos con mi mamá enferma para ahí. Ya estaba en cama. Yo tuve que dejar mi querida escuela, mis maestros y compañeros, sentía un pesar muy grande y no nos explicaron nada, solamente lo que digo más arriba. Fue el primer gran disgusto de mi vida.

La casa quedó habitable, pintada y arreglada. Las paredes eran de piedra como se ve en algunos pueblitos de España. Las ventanas con vidrios, los pisos de ladrillo. Pero yo tenía que dejar la escuela en un tercer año precioso que estaba haciendo, tuve que dejar mi querida escuela y parecía que a nadie le importaba, sólo a mi. Y claro que a nadie le importaba, después me di cuenta, todo giraba alrededor de mi madre que estaba enferma. El doctor visitaba a mi mamá periódicamente, cuando mi madre sabía que iba en la mañana me decía: “Dalila, hacé los bizcochitos”. Y yo iba, muy seriecita, juntaba los ingredientes y los hacía en la despensa, una pieza retirada de la casa. Todas las medidas eran con pIatillos, un platillo de azúcar, tres platillos de harina, etc.

Yo trabajaba concienzudamente un rato y los cortaba con un cortapastas muy rústico que había, redonditos, y los llevaba a la cocina para que Irma me los horneara porque yo me podía quemar.

El doctor comía a dos carrillos y después se llenaba los bolsillos con los bizcochos. Yo creo que le gustaban mucho, porque un día me pidió la receta para llevársela a su señora. Era una mañana de verano, lo recuerdo bien porque en el campo son preciosas las mañanas. Todo resplandecía, vino el doctor y de paso trajo las vacunas que en esa época se les daba a los niños. Me la dio a mí, y a Gladis, y buscamos y llamamos a Ariel y no estaba en ninguna parte. No aparecía, hasta que a mí se me ocurrió ir otra vez al galpón y descubrí dos piececitos descalzos que asomaban por detrás de unos cueros colgados que allí había. Estaba temblando, se había escondido por miedo a las vacunas, pero igual se las dieron.

La mujer del Dr. Stephens era una belleza: rubia, la cabeza llena de bucles, ojos azules, unos dientes como perlas, una figura toda completa. A veces acompañaba a su marido a casa cuando él iba a visitar a mi madre y decía con voz cantarina: “Si yo supiera que si encargo un bebé sería como estos niños tan preciosos, yo encargaría!” Yo pensaba: “Lo dice por Gladis o Ariel, porque yo soy fea”. Y después de todo era verdad. Nunca tuvieron hijos y en casa se comentaba que ella no encargaba por miedo a que salieran parecidos al marido, el doctor, que ése sí era feo.

Tengo el recuerdo de mi hermanito Ariel muy nítido: bien rubio, ojos negros, muy blanco. Era como los ángeles del cielo, pensaba yo. Mi madre le había hecho un traje de terciopelo azul con cuello de encaje blanco que le quedaba precioso. Y además era muy bueno. Cuando él nació yo tenía nueve años y no tenía nada claro de dónde venían los niños, me habían dicho que “del cielo”. La tarde que nació en la casa de Cerro Chato con la ayuda del Dr. Stephens, que era médico partero, mi padre mandó a una muchacha que trabajaba en casa que me sacara a mí a caminar al campito de atrás de la casa. Yo le pregunté a la chica de dónde venían los niños porque algo rondaba por mi cabeza, me dijo que estaban en la barriga de la mamá. Y ahí se quedó. Cuando le pregunté por dónde salen, ella me contestó que por la boca. Yo no me lo creí. Cuando volvimos ya había nacido Ariel, un bebé precioso como son todos los bebés. Bien peladito.

Me dijo mi padre que fuera a conocer a mi hermanito. Yo entré cohibida, me acerqué a la cama donde estaba mi madre y lo tenía acurrucadito al lado de ella, bien abrigadito. Le di un beso de bienvenida. Mi padre estaba loco con él, se le veía en el rostro, además lo observé los días que siguieron. Se ocupaba de todo, que tuviera lo mejor, etc. Cuando nacían sus hijos y después sus nietos, mi padre corría a comprar un jabón “Reuter”, que según él era el mejor para los bebés. Era un jabón con un aroma delicioso.

Cuando estábamos en Cerro Chato, sería a comienzos de la enfermedad de mi madre, yo me daba cuenta que mi mamá estaba muy apurada porque Irma se hiciera señorita. Era una preciosa muchacha de trece o catorce años, tal vez quince, muy desarrollada. Ella le hacía los vestidos a la moda para los bailes del Club, la moda era la pollera cortona, las faldas con volados, el talle a la cadera, escote regular y sin mangas. Las medias color carne, casi blancas, de seda pero gruesas, y zapatos de tacón ancho escotados. Pobre mi madre, la vestía a Irma toda moderna y bonita y quería que fuera al Club, que bailara con muchachos, pero Irma se negaba, no estaba para eso. Lo que a otra le hubiera encantado a ella no la hacía feliz, ni arreglarse ni bailar, más feliz la hacía quedarse leyendo en casa.

Mi padre se metía en todo cuando le probaban el vestido, y rezongaba. Prohibió que se le hiciera vestidos sin mangas, que era un escándalo, hubo muchas discusiones por esa razón. Irma tenía otros gustos, no quería bailes ni vestidos de señorita y ¡pobre! la obligaban. También había discusiones cuando mandaban a Enrique a acompañar a Irma a algún lado, no quería de ninguna manera, pero allí no había “no quiero”. Mi padre era el jefe de familia y se acabó, no se podía hablar ni opinar.

Mi hermano Ricardo era muy cariñoso conmigo. Cuando salió de la escuela, con catorce o quince años, mi padre seguramente no sabía qué hacer con él, yo oí que le había ofrecido aprender un oficio o algo para defenderse en la vida, y que se negó. Entonces lo empleó en una tienda que existía en aquel tiempo, “Cibils y Díaz”, para el mostrador. Allí estuvo un tiempo, recuerdo que se hizo allí en la tienda la rifa de una muñeca, la sacó él y enseguida me la regaló. Siempre en mi casa se acostumbró que los varones tuvieran obligaciones en casa, como teníamos nosotras. Por ejemplo, hacer su cama, ayudar en la limpieza de la cocina, picar leña, etc.

Una vez Ricardo se rebeló y apenas comió se fue a jugar al fútbol, yo tuve que ir a buscarlo. Otra vez Enrique se iba a la escuela temprano sin haber hecho la cama y también me tocó a mí ir a buscarlo cuando ya iba por la vía. Volvió y la hizo, rezongando, porque “era trabajo de mujer”. En ese tiempo había en Cerro Chato un diario, “Plus Ultra”. En la escuela la maestra de sexto mandó un trabajo sobre no me acuerdo qué tema patriótico, el mejor trabajo fue el de Enrique y fue publicado en el diario. Fue muy felicitado.

Todo esto que estoy contando era cuando Ariel era chiquito, antes de irnos para afuera la segunda vez, años del 25 al 30. Una mañana fría de otoño o invierno llegó a casa una señora desconocida ofreciendo un saco de cibelina, precioso, de mi medida. Mi mamá se enloqueció cuando me lo pusieron, me quedaba pintado. Mi padre no quería gastar, pero ella pudo convencerlo. Cuando más tiro de la punta del ovillo, más me acuerdo de la manera de ser de mi madre: pudo convencer a mi padre de que me comprara el tapado de cibelina blanco, que era un primor y que me enamoró. Además, me hacía falta, no tenía. Ahora siento que mi madre era todo para nosotros y se daba toda por nosotros.

Recuerdo que mi madre era muy compinche de los hermanos de mi padre y también oí decir en casa de mi abuela que era la nuera que más querían mi abuela y las cuñadas de ella. Además mi madre sabía cocinar fino y hacía postres de toda clase. En casa había casi todos los días, de postre, mazamorra sola o con leche, que nos gustaba mucho. Por su parte mi padre hacía cuajada del cardo de la flor azul, él la iba a buscar a la flor del cardo que florecía en verano y era preciosa, toda como una felpilla. El hacía ese trabajo, no dejaba a nadie hacerlo, sólo él sabía cuál era la flor adecuada. Antes preparaba una fuente grande con leche cruda y hacía un envoltorio en una servilleta bien limpia, la mojaba en la leche y los exprimía con las manos en la leche. Eso se repetía varias veces. Se dejaba en un lugar fresco unas horas y se cuajaba. La servia de postre en plato hondo y le poníamos azúcar por arriba, resultaba riquísima y no era nada ácida.

Sigo recordando cuando nos fuimos de nuevo al campo, ya con mi madre enferma. El ranchito no me acuerdo haberlo visto, seguramente mi padre la habrá mandado deshacer porque ya estaría mal, tanto tiempo deshabitado. Mi madre llegó a la casa reformada en el auto que entonces teníamos, un Overland, y creo que habrá ido derecho a la cama. Yo la cuidaba, le alcanzaba todo lo que me pedía. Mi padre la metió en la cocina a Irma, bajo su dirección. Qué cocinera, la cabeza llena de sueños, todos los días se le quemaba la comida... ¡quince años! Desde luego ella no estaba en la cocina con las ollas y demás enseres, ella estaba viajando, soñando...

Yo en ese tiempo, con diez años, creía que ya era grande. Enrique fue en las vacaciones y me enseñaba a jugar al fútbol, yo me ponía unos pantalones suyos y jugaba. Me encantaba ponerme pantalones, después del partido yo iba a ver a mi mamá, por si precisaba algo, y ella me preguntaba a veces qué había estado haciendo. “Jugando al fútbol con Enrique”. Y ella me dijo una vez: “No me gusta que te pongas pantalones”. Por mi cabeza pasaban ideas como que “tanto tiempo enferma, tanto en cama, que raro, qué tendrá mi mamá...” Y de repente el revuelo: “Prepárense que nos vamos para Montevideo”.

Estos recuerdos saltan, quiero decir que hay lagunas, me acuerdo de mi madrecita en una camilla en la estación de Cerro Chato y todos los amigos que iban a saludarla y a desearle suerte. El tren demoraba, estaba rodeada de gente y yo solita cerca de ella, con la cabeza toda confusión, curiosidad y pena. Subieron a mi madre al furgón, mi padre con ella y Ariel y Gladis, Irma fue después, y a mi me hicieron ocupar un asiento en el coche de primera, según recuerdo, sola, encargada al guarda. Sé que hice un viaje muy triste, llorando de a ratos, no podía explicarme nada, tampoco me animaba a preguntar. Ocho horas viajando a la Estación Central, donde esperaba una ambulancia del Sanatorio Uruguay para que de allí fuera ya internada.

Volviendo un poco atrás dejo a mi madre internada y recuerdo que en Cerro Chato, en invierno, a mis padres les gustaba leer, en la cama, bien abrigados, novelas como “Los Miserables” y “Los Goces de la Familia” de Carlota Braeme. Leían por turno, un poco uno y un poco el otro. Recuerdo que yo tendría diez años y encontré en un altillo, en casa, dos tomos de “Los Miserables” cubiertos de polvo y bastante deshojados. Los leí con fruición, no veía el momento en el día de poder subir al altillo para leer un rato esa maravilla que me estaba prohibida. Yo en ese tiempo, no sé por qué razón, dormía a los pies de mis padres, bien acurrucadita allí y oía algo de la lectura de esas novelas, aunque enseguida me dormía. Leían a la luz de una lámpara de alcohol carburado que daba una luz preciosa, muy blanca. Era un lujo esa lámpara, sólo para grandes ocasiones, normalmente alumbrábamos con velas y faroles a querosén, hasta que pusieron la luz eléctrica en Cerro Chato, creo que en el año 1929.

Tiempo atrás hicieron la instalación en todo el pueblo, calles y casas. Y después de muchos preparativos llegó el gran día, el de la inauguración de la luz. Se abrieron las llaves de todas las casas, a Lala lbargoyen la nombraron “Miss Luz” y ella fue la que abrió la llave general en la usina eléctrica que estaba cerca de lo de Lestido. Para ese día fueron de Montevideo altas autoridades y en el momento que se prendió la luz fue un estruendo de cohetes y salvas impresionante. Después toda la fiesta terminó en un gran baile en el Club, en el que Lala fue muy agasajada. Desde entonces todas las noches a las ocho en la usina provocaban una guiñada en la corriente para que la gente pusiera en hora los relojes.

Se arreglaban los relojes y la vida transcurría antes y después de “la guiñada”. El horario de la luz era, por ejemplo, desde las seis de la tarde en invierno hasta la una de la madrugada, más o menos, y en verano se prendería más tarde. Con el tiempo se fue prendiendo más temprano y apagando más tarde, hasta que hubo luz todo el día y toda la noche. Cerca de casa, en Cerro Chato, después que nos mudamos por segunda vez en el año ‘34, había una familia que tenía radio y la señora nos invitaba a oír los radioteatros de Buenos Aires porque se oía mejor de la Argentina. Eran dramones de misterio, de la compañía de Carlos Norton, por Radio Stentor. Nos encantaban, y corríamos en la noche por las calles llenas de barro para ver cómo iba la novela.


Para mí fue muy fuerte aquella etapa de mi vida cuando me sacaron de mi querida escuela, mi madre enferma, el viaje a Montevideo, imprevisto y misterioso. Esa escena está clavada en mi retina, ella, mi mamá, en la estación en una camilla rodeada de gente amiga, y el viaje mío, sin saber nada, presintiendo algo muy malo, llorando sentada en un rincón del coche del tren. Mi padre iba a cada rato a verme, estaba un ratito y volvía. Creo que el Dr. Stephens también viajó con nosotros, él acostumbraba a acompañar a los enfermos cuando los mandaba a Montevideo. Después, días de incertidumbre y de miedo.


Tío Ponciano me llevó para su casa. Era un matrimonio sin hijos y me mimaron y me quisieron mucho. Yo no sé cuanto tiempo pasó, pienso que dos meses, más o menos. Tío Ponciano, y a veces tía Isolina, me llevaban a ver a mi madre todos los días. Mi padre, Irma, Gladis y Ariel quedaron en casa de mi abuela, Ariel era el encanto de todos. Ricardo afuera, encargado de la casa y del campo junto con un matrimonio que eran puesteros. Tendría diecinueve o veinte años. Al poco tiempo lo mandaron buscar a ver a mi madre pero tuvo que volver otra vez para afuera. Enrique seguía en lo de tío Pedro, para esa época yo pienso que estaba en Facultad. Yo presentía algo muy malo, pero nunca se me ocurrió que iba a pasar lo que pasó.

Una tarde yo estaba en el sanatorio, por los corredores, con Elsa, y me fueron a buscar porque mi mamá me llamaba. Pensándolo y tratando de recordar creo que entonces ella ya estaba muy grave. Era una angustia que flotaba en el ambiente y yo la recibía en mi corazón sin saber verdaderamente nada. Y me hicieron ir porque ella pidió que yo le lavara los pies, fue decir eso ella y yo me di cuenta que las enfermeras la querían y le hacían todos los gustos. Trajeron una palangana con agua y todo lo necesario para el lavado de los pies, desde luego siguió acostada y yo le lavé los pies lo mejor que pude, sin derramar agua, aunque era difícil. Se los sequé bien, y después me dijeron: “Dale un beso que ya te vas”. Ella quedó muy conforme y dijo que las enfermeras se los lavaban muy mal. Yo intuí en ese momento que estaba muy grave, también oí la palabra “delirando”, yo sabía lo que significaba esa palabra. Yo salí de la pieza llorando. También oí decir en otro momento que mi padre estaba pagando inútilmente unas aplicaciones de radioterapia para que ella tuviera esperanzas, que viera que algo se le hacía.

Mi madre estaba internada en el Sanatorio Uruguay, en la calle que entonces se llamaba Médanos, tenía cuarenta y ocho años. Yo me daba cuenta que algo muy serio ocurría, pero nunca pasó por mi cabeza el triste final. Una vez lo encontré a mi padre llorando en la azotea de la casa de mi abuela, estaba con su hermana Maruja y hablaban. Yo ni al ver eso presumí lo que iba a pasar, tampoco me dijeron que estaba grave. Después fue lo terrible, lo inevitable. Me lo dijo tía Isolina, tan buena que fue conmigo.

Se oyeron unos ruidos como que arrastraban muebles, y el grito de Irma: “Yo la quería ver por última vez!”. Ya la sacaban, no había tiempo, y allí quedamos ella y yo solas, creo, sollozando, mientras toda la gente salía a acompañar.

Después todos a lo de mi abuela, donde nos juntamos todos los familiares, mis hermanitos Gladis y Ariel habían quedado allí y yo al rato me fui con mi tío Ponciano a su casa. Tan buenos que fueron conmigo tío Ponciano y tía Isolina, no los olvido, y cómo me consolaban cuando me lo tuvieron que decir. Ah, tíos queridos, con qué gusto me hubiera quedado con ellos. Tío Ponciano le pidió a mi padre que me dejara con ellos, no me consultaron pero yo quería quedarme. Hubiera tenido escuela, liceo, todo, hubiera hecho una carrera. jY eran tan buenos!

Las hermanas de mi padre le pidieron que dejara con ellas a Ariel y Gladis, Irma se animó a hablar y pidió que no dejara a ninguno, que ella prometía cuidar a Ariel. Pero, aunque nos duela a todos, Ariel quedó separado de su núcleo familiar. Gladis estuvo un tiempo, pidió para volver y volvió. Volvimos en un tren nocturno, yo me descompuse por algo que comí, y llegamos a Cerro Chato entre las luces de una madrugada neblinosa de principios de diciembre de 1931. Allí nos esperaba un auto de alquiler que nos llevó hasta el ranchito, al que seguimos llamando “ranchito” aunque era una casa de piedra. Pero siempre fue “el ranchito”.

Y ahí se formó entre nosotras, las hijas, un silencio doloroso. No pudimos nombrarla más, no pudimos hablar más de ella. Si nos hablaban contestábamos con evasivas, a la primera palabra cambiábamos de conversación, también cuando estábamos solas. Era muy violenta, muy rara, muy dolorosa, esa situación. Ricardo quería hablar y lo cortábamos, veíamos a nuestro padre tan hosco, extraño, parecía loco. Cuando nos íbamos a acostar todas las noches nos mandaba que rezáramos, arrodilladas, y no podíamos escapar de eso. “Recen por su madre!” ...la orden estaba allí, noche a noche. Pero también tenía sus momentos de flaqueza, a veces estábamos todos en la mesa y él no aparecía: Irma lo iba a buscar, atrás iba yo, y lo encontrábamos llorando en un rincón del galpón. Durante mucho fiempo tomó remedios para los nervios, no dormía, fue un golpe tremendo para todos pero él perdió su compañera, que quería, estoy segura, era el eje de su vida.

Nosotras éramos como barco sin timón, yo ya había hecho dormir muy adentro mi escuela y mis compañeros y maestras que quería tanto. Mi conciencia se cubrió y ya no pensaba ni deseaba nada, la vida era eso, nada más... campo, arreglar la casa, las horas perdidas sin hacer nada. Empecé a enseñarle a Gladis el primer año guiada por algún libro y mis cuadernos anteriores. Para las dos fue un placer, ella parecía que lo sabía todo, no daba trabajo y al final las dos estábamos en lo nuestro. Yo por mi cuenta la bañaba y lavaba su ropa interior, como lo hacía conmigo lo hacía con ella.

Pero necesitábamos consejos, ayuda, apoyo, que sólo una madre puede dar. Mi padre rezongando decía siempre: “Yo no puedo ser padre y madre a la vez”. Pero ese bloqueo persistía y yo me daba cuenta que cada vez era más difícil hablar de ella, la madrecita, hablar, nombrarla. Ni entre nosotras, las tres hermanas, la nombrábamos jamás. Me gustaría que me explicaran esto, qué pasó. Yo tenía una idea verdadera de la muerte, pero ahora pienso: Gladis, ¿qué pasaría por su cabecita? Nadie le decía nada, nadie le explicaba, ni siquiera nosotras, las hermanas mayores... y ella creció así, sola, huérfana, con mil interrogantes. Nunca nos dimos un abrazo estrecho, llorando, nunca. Estábamos bloqueadas. Varias veces oí a mi padre rezongar a Irma porque para él ella no sentía la muerte de su madre, no hablaba nunca de ella ni la sentía llorar jamás. Irma nunca le contestó una palabra. Seguramente ni ella se lo podía explicar.

También hubo una idea: ponernos en un colegio, pupilas, yo hubiera preferido eso, o quedarme con tío Ponciano. Volver allá, no. Ir para afuera otra vez fue horrible, no teníamos nada, sólo un padre. Yo no digo que fuera malo, pero no nos comprendía absolutamente en nada, sólo buscaba cuidarnos y protegernos y tenernos cerca suyo, pero en eso creo que había mucho de egoísmo. Hay que separarse de los hijos cuando hay necesidad y los padres embromarse, quedarse solos, mirar el bien de los hijos, no el de los padres. Dejo esa situación suspendida, tres niñas solas, sin tener un paseo, una conversación con su madre, un consejo, sin tener algo muy importante: educación.

El “ranchito” era una construcción de terrón, las paredes y el techo de paja a dos aguas. Tenía, como ya he dicho, tres habitaciones con ventanas sin vidrios, sólo una hoja de madera. Si había que poner alguna estufa se usaba un brasero: un aparato redondo de hierro cóncavo y con dos agarraderas para poder trasladarlo de un lado a otro. En la mitad, más o menos, del hueco del brasero, había un enrejillado también de hierro, donde se ponían las brasas. Cuando se iban terminando se agregaban más de la cocina a leña. La cocina era grande, retirada de la casa; un caminito de losas grandes iba desde la puerta de la cocina hasta la puerta del comedor, que era la única entrada del rancho.

En sus primeras vacaciones Enrique nos llevó de regalo un libro de poesías de distintos autores y un damero. Iba con la boca llena de la poesía de Lorca, que me fascinó. Enrique perdió un año por el gasto de vivir en Montevideo y vivió con nosotros, también Ricardo estaba en esa época trabajando allá en casa. Yo tenía ya doce o trece años, y estaba efervescente, la adolescencia que se despertaba. Quise salir a caballo, mi papá me dijo que sí, que me iba a dar un caballo que se llamaba “Oreja caída” y que cuando quisiera me lo ensillaban y que saliera por el campo. Era un desahogo para mí, yo lo sentía así, y yo iba al galope recitando los poemas de Delmira Agustini, de Alfonsina Storni, Juana de lbarbourou...

No salíamos, rara vez venía alguien a casa y menos visitas de gente de mi edad. Cuando alguna vez tuve un muchacho cerca enseguida me enamoraba. Estábamos suscriptas a “Mundo Uruguayo” y “Para Ti”. El día que sabíamos que venía alguien del pueblo y que nos traía esos tesoros era día de fiesta. Yo colaboraba en la página “Mundo Infantil” de “Mundo Uruguayo” y un día me gané un premio: iun libro! Me lo mandaron por correo, pero no me sentí feliz porque ese trabajo, justamente ése, me lo había hecho Irma.

Yo le seguía enseñando a Gladis y a la vez repasaba yo. Después repartíamos el tiempo en las tareas obligatorias de la casa, y yo en andar a caballo, Irma en esconderse a leer en el último rincón. Muchas veces oí rezongar a mi padre cuando la encontraba leyendo alguna revista vieja. Yo le daba clases a Gladis ayudada con libros de texto que teníamos. Y así tratábamos inconscientemente de llenar el inmenso vacío que había dejado mi madre.

Estando en el campo, pasados ya dos años de la pérdida de mi madre, mi padre dijo que ya era tiempo de sacarnos el luto y de salir un poco. Empezamos a ir a menudo al pueblo en el auto y pasábamos la tarde en la casa de unas amigas, las Correa, donde había una muchacha, Tona, que era soltera. Vivía con su madre y una hermana, Chola, maestra de escuela. La madre era de edad y estaba siempre sentada en un sillón, nunca la vi caminar. Eran muy buenas con nosotras, recuerdo que Tona era muy alegre.

Más adelante, más o menos por el año ‘34, cuando ya nos habíamos mudado para Cerro Chato por segunda vez, un día se rompieron las normas en mi casa. Hacía dos años que mi padre estaba solo, era joven, tendría cincuenta años, y un día vino hasta nosotros todo alterado y bastante enojado. Traía una carta en la mano, que había recibido recién. Nos contó que le había escrito a Tona una carta de declaración de amor y que la carta que tenía en la mano era de la hermana de Tona, quien había respondido la carta enviada a su hermana como si ésta no estuviera posibilitada de hacerlo, prácticamente tratándola como una menor o una discapacitada. Mi padre estaba enojadísimo, y con razón. Llamó a Núñez, el vecino de al lado, que era su amigo, y le mostró la carta; entre los dos la contestaron.

La carta de la hermana de Tona era ofensiva y la razón que ponía era el atrevimiento, según ella, de mi padre, de proponerle matrimonio a su hermana cuando había sido amiga íntima de mi madre. Otra oportunidad que se perdió para que nosotros mejoráramos la vida, porque Tona era muy buena y la queríamos mucho. Después lo supimos: esta mujer ya le había corrido un novio a Tona, al parecer pretendía esclavizar a Tona para que cuidara siempre a su madre y ella liberarse de esa obligación y así disfrutar de su sueldo de maestra y sus vacaciones. Ella pronto encontró novio y se casó, y Tona quedó para siempre soltera y cuidó a su madre hasta que murió.

Allá afuera en el ranchito era muy triste la tardecita, los animales balaban buscando las vacas a sus hijos chicos, o viceversa. Las ovejas, si era tiempo de parición también llamaban a sus corderitos para protegerlos del frío. Se venía la noche, encendíamos las velas y el farol de querosén, la luz casi no alcanzaba para leer o escribir. Era un ambiente triste, deprimente, sólo podíamos esperar comer algo e irnos a acostar porque no había nada para hacer. Todos los días lo mismo. Nosotras estábamos tan acostumbradas a callarnos, a no pedir nada, era increíble. Un día mi padre nos dijo que había pensado si no nos gustaría mudarnos para Cerro Chato, que la casa del pueblo se había desalquilado y que sería conveniente que Gladis fuera a la escuela. Gladis tendría entonces siete años. Pero estábamos enseñadas que si sentíamos alegría por algo no podíamos demostrarlo, porque nos rezongaba, y tampoco si algo no nos gustaba, por supuesto.

Así que aceptamos con mucha timidez, disimulando nuestra alegría, irnos para Cerro Chato. Hizo pintar la casa, la arregló algo, y nos fuimos de mudanza. Ya en Cerro Chato empezamos a frecuentar amigos de antes y venían visitas a casa. Nosotras también salíamos a caminar con amigas y a visitarlas en sus casas. Ibamos a los bailes del Club, con mi padre primero y después que él comprobó que no armábamos ningún escándalo, acompañadas por alguna señora amiga. Teníamos de vecinos a la familia Núñez, que fueron grandes amigos. Allí había chicos de toda edad y yo me hice muy amiga de la hija mayor, a la que apodábamos “Negrita”.

Gladis enseguida empezó la escuela, con lo que yo le había enseñado entró en segundo año. De mi nadie se acordó. Yo dije a unas amigas que no me presentaba a la escuela porque era una grandota y que me pondrían con mucha suerte en cuarto año. Esto llegó a oídos de la Directora, quien me mandó decir que fuera tranquila que me iba a poner en sexto año con mis antiguas compañeras, que en ese momento empezaban sexto. Yo creí enloquecer de alegría, me preparé y fui. La maestra de sexto era la propia Directora, madre de Rola, me senté con Rola en el primer banco. La Directora le dijo a ella que me ayudara, y a mí que le preguntara ante cualquier dificultad.

El primer trabajo fue un dictado de “Ariel”, de Rodó, y saqué “ste”, cero falta. Después en Matemáticas tuve algunas lagunas que un poco Rola y otro poco su madre me ayudaron a solucionar. En Lenguaje no necesitaba ayuda, y en las otras materias tampoco. Yo estallaba de alegría por dentro, ir otra vez a mi escuela y estar con mis compañeros... Acercándose fin de año, ia Sra. Ismenia, mi maestra, nos dijo que preguntáramos en nuestras casas qué probabilidades había para seguir estudiando en Montevideo. Ella, por su parte, había elegido cuatro alumnos que según ella tenían mucha capacidad y para quienes la situación económica tampoco era desfavorable, entre esos cuatro estaba yo.

Y allí te yergues tú, maestra mía,
como una reina severa y bondadosa.
Sobre tus hombros pesaban dos reinados:
reina de tu hogar y de tu escuela.
Yo te sentía tierna y bondadosa;
me envolvían el calor de tus palabras
y todavía siento como un tibio rescoldo
en un rincón del corazón.


Yo me animé y le hablé a mi padre, me contestó que lo pensaría. Como no se resolvía, fue mi maestra a hablarle hasta que lo convenció y entonces empezaron las clases particulares que ella nos daba para prepararnos para el examen de ingreso. Con mi maestra hicimos la solicitud al lnstituto Normal de Señoritas, y fui aceptada. Rola iba a hacer el liceo en Treinta y Tres en casa de su abuela. Yo vivía entre nubes, quería ser maestra. Pero otra vez nubarrones negros me envolvieron y se desató la tormenta.

Enrique había ido a pasar las vacaciones a Cerro Chato. Un día yo volvía de las clases con mis libros y cuadernos, y mi padre me esperó al lado del aljibe por donde yo iba a pasar. Me dijo que había hablado con Enrique que conocía el ambiente de estudios en Montevideo, que le había contado del proyecto que había conmigo para saber su parecer y que Enrique le había contestado que mejor no me mandara porque había una inmoralidad muy grande entre la juventud, que las chicas y los muchachos salían abrazados de los liceos. Entonces él había resuelto que no iría a Montevideo a estudiar.

Conservo como grabada con fuego esa conversación, ese momento. Los dos de pie al lado del aljibe, yo con los libros en las manos... Quedé como de piedra, muda. No pude contestar una palabra, defenderme, algo. Se me apretó la garganta y no pude hablar. Entré a mi cuarto, que compartía con mis hermanas, y me tiré en la cama a llorar, a descargar la angustia que me apretaba el pecho. Nadie me vio llorar días y días, me escondía a llorar para que no me vieran. Nadie me preguntó nada, nadie me consoló, no me hablaron nada. ¿Cómo yo no dejaba ver en mi cara, en mis ojos, todo lo que estaba viviendo? Yo no creo que dejara traslucir nada.

Vienen a mi memoria estas líneas que escribí hace fiempo:

Ay, angustia te siento venir
y tengo miedo;
miedo de tus garras
que estrujan mi corazón.
Es tanta la congoja
Que a tí me entrego
ay, angustia, compañera
Y enemiga
raíz y esencia de mi vida
desde niña me acompañaste
pero no sabía tu nombre.


Pasaron los días y yo sufriendo y sin hablar con nadie, un día fui a ver a mi maestra y le expliqué lo ocurrido. Al fin podía hablar con alguien, nunca mejor que con ella que me comprendía y que consoló mi corazón con sólo escucharme. En mi casa no se habló más del asunto, yo nunca hablé con mi hermano ni le reproché lo que había hecho pero desde entonces mi relación como hermana fue fría e indiferente. Hablábamos alguna palabra que otra alguna vez, yo evitaba su presencia. Quedé herida para siempre y pienso que por mis pocos años yo no me animé a pelear la situación, estábamos bajo el mando de un padre autoritario y no tuve coraje. Me tenía dominada.

Recuerdo que pasando varios años Gladis terminó sexto con las mejores notas y se quedó en casa vegetando. Cuando eso tenía trece años, pasaron tres años y ella tenía una amiga que también quería estudiar y como en Cerro Chato no había liceo decidieron conseguir los libros, estudiar libre y dar examen en el Liceo de Nico Pérez, que era el más cercano. Yo la vi a mi hermana tan ilusionada que enseguida le di todo mi apoyo, hicieron primer año sin ningún problema y yo las acompañé a dar los exámenes a Nico Pérez. Salvaron todo con buena nota. Pero en todos los casos viene el lado oscuro, la compañera de Gladis empezó a sentir fuertes dolores de cabeza al fijar los ojos en los libros, y tuvo que dejar de estudiar. La madre la llevó a Montevideo, vio los mejores médicos y diagnosticaron que no tenía arreglo, que era una cuestión congénita muscular. No podía estudiar.

Yo vi cómo quedó Gladis. Porque sola ella no iba a estudiar, no estaba acostumbrada, se le fue el ánimo. Yo no pude ver aquéllo y entonces lo que no pude hacer por mí lo hice por Gladis. Busqué una oportunidad, le hablé a mi padre y le puse en claro, por si no lo sabía, que Gladis había dejado de estudiar porque sola no podía. Le pregunté si él iba a permitir eso. Le recordé lo que había pasado conmigo, y le dije que yo no iba a permitir que pasara lo mismo con Gladis, que ella era muy inteligente para quedarse sin hacer nada. Mientras hablaba, la angustia, tan vieja, volvió y lloré mucho mientras le hablaba. No le hablé suave y bajito, le hablé fuerte, mucho, y le expuse razones. En un momento que yo quedé un poco callada él me dijo que estaba pensando si en Nico Pérez no habría alguna casa de familia para poner a Gladis a pensión para que pudiera hacer el liceo allá, reglamentada. Yo aprobé la idea, empezamos a averiguar y enseguida encontramos.

De esa discusión, esa pelea entre mi padre y yo, no dije nada a nadie de tanto que me dolía y removía recuerdos. Gladis nunca se enteró que fui yo su defensora y quien luchó para que ella estudiara, porque tampoco quería que me lo agradeciera y se sintiera obligada conmigo.

Pero yo tenía que hacer algo, no podía vivir aquella vida aplastada en Cerro Chato, necesitaba mi independencia económica y allí no había empleos. Entonces me recomendaron una academia para estudiar por correspondencia, un amigo me prestó una máquina de escribir y yo recibía las clases de contabilidad y máquina, las hacía y mandaba enseguida. Tenía buenas notas y mi padre se avino a pagar las clases. Pero un día, antes de eso, me había preguntado qué me parecía la idea de ir a Montevideo a aprender corte y confección y quedarme en la casa de la abuela. Esto sería por el año ‘35, yo tendría quince años. ¿No era lo mismo que estudiar magisterio y estar en la casa de la abuela? Pero el golpe había sido tan grande y brutal que me mató las ganas de estudiar completamente y quedé anulada. Ya había guardado en el fondo de mi ser los recuerdos de aquellos días felices ¡tan pocos!... cuando tenía una ilusión viva dentro de mí. Inconscientemente tapé todo lo que me podía recordar unas semanas o meses muy felices. Y entonces me fui a Montevideo y aprendí lo que mi padre quiso que aprendiera, y en la casa de mi abuela conquisté una amiga más: mi prima Elsa. Estuve dos años consecutivos, por lo menos salí un poco de Cerro Chato.


Retrato de mi abuela Paz. Era una abuela distinta a otras abuelas, no irradiaba cariño a su alrededor como yo había soñado. Era autoritaria, tenía el don de mandar. No era alta pero tampoco baja, de vientre prominente. Tenía ojos celestes y pelo canoso pero se adivinaba que había sido rubia. Estaba siempre sentada en un sillón y desde allí daba las órdenes, a los nietos. No creo que nos inspirara cariño sino temor. Tenía la generosidad de invitar a comer a los hijos o nietos que aparecieran cerca de la hora del almuerzo o de la cena, la mesa se llenaba, se almorzaba o cenaba siempre con tres platos y fruta. Ella tomaba vino tinto y todos teníamos que tomar vino, si no quedábamos mal con ella.

Era casada con mi abuelo Ramón y quedó viuda muy joven con catorce hijos a su cuidado, casi todos varones. Los supo manejar, todos fueron personas de bien, trabajaron, se casaron y casi todos tuvieron hijos. Un recuerdo vívido de mi abuela: cuando iba de Cerro Chato para la estancia lo hacía en un auto de alquiler, entonces nos llevaba una caja enorme de masas de la confitería “La Americana”, que saboreábamos con fruición. Dirigía la estancia desde Montevideo, los negocios, todo. Recuerdo que en Montevideo nos daba siempre el dinero a mi prima Elsa y a mí para ir al cine.

Me parece mentira que mi cabeza todavía recuerde hechos tan lejanos y pueda hilvanar fechas y hechos que quedarán para la posteridad. Mi hermanito Ariel fue creciendo y la cabecita pelada se fue llenando de rulos rubios. Esa cabecita ensortijada era preciosa, parecía un ángel. Cuando mi madre aún vivía, una vez vino, de paso, Sara, una morena que trabajó muchos años en casa de mi abuela. Era casada, tenía una nenita morena como ella y de la misma edad de Ariel. Mi madre vistió a Ariel con un trajecito de terciopelo con cuello de encaje y les sacaron una foto en el frente de la casa, bajo los plátanos, a él y a la negrita juntos. Era muy linda por el contraste, él tan rubio y ella tan negrita. El cabello de mi hermano era casi blanco, me acuerdo que abuela Paz contaba que mi padre tenía cuando chiquito también el pelo casi blanco, tanto que la gente preguntaba si era albino.

Abuela Paz era una mujer de mucho carácter. A mí, por embromar, cuando era chiquita me decía “Vieja Paz”, porque decía que era la nieta que más se le parecía, y porque me gustaba el vino, como a ella. Abuela Paz se casó a los dieciséis años, mi abuelo tenía más de treinta. Fue siempre muy sana y murió de edad avanzada, habiendo comido y bebido a gusto y capricho toda su vida, nada le hacía mal. A Montevideo llegó desde Nico Pérez, donde había vivido hasta entonces, a vivir en una casa enorme, como eran las casas antiguamente. Techos altos y muchas aberturas, claraboyas, pisos de mosaicos y sin pensar en estufas para el invierno, que en esas épocas, principios del siglo, no se usaba. Mi abuela tenía una anécdota, que nos contaba a mi prima Elsa y a mí. Cuando ella era joven Montevideo era una aldea, y el centro era la Unión. Allí, en las casas de las familias ricas era que se hacían las fiestas de lujo, se bailaba el minué, etc. Y decía ella que Paz Gadea brillaba en los salones...

En estos recuerdos no menciono a mi abuela Joaquina, la madre de mi madre, porque no la conocí, ella murió en la época que yo nací, más o menos. Pero por lo que he oído decir a mis hermanos mayores era muy buena y pacífica. A sus hijos también los caracterizaba esa cualidad… y la paciencia. Y eran muy amigos de leer y escribir.

Un hermano de mi padre, Juan, murió joven dejando una familia de cuatro hijos, todos chicos. Como no había pasado por el Registro Civil, por esa razón mi padre no nos dejó nunca ir a su casa, en cambio tanto mi tío como mis primos sí venían a la nuestra, comían con nosotros, se quedaban a dormir. Uno de esos primos, Numa, pasaba incluso temporadas en casa, lo queríamos mucho, era muy bueno y muy compinche nuestro. Vive aún (1). Pero me queda el remordimiento de esa gran injusticia que cometimos con esa familia, aunque la responsabilidad, en realidad, no era nuestra. Cuando crecieron seguramente se dieron cuenta porque dejaron de ir a casa, aunque no en el caso de Numa.

Lo mismo me pasó con una compañerita de escuela, yo la quería tanto y ella a mí. En las vacaciones yo pedía para ir a jugar con ella y mi padre nunca me dejó, por ese motivo de que los padres no eran casados. Las vueltas de la vida depararon que acá en Montevideo fuimos después vecinas muchos años, ella ya casada con un excelente hombre; tenían una preciosa hija. El cariño cuando es verdadero perdura a través de los años, en este caso pudimos vivir una íntima y preciosa amistad hasta que la muerte se los llevó a los dos.

Los carnavales de Cerro Chato eran famosos en los alrededores. Yo tenía seis o siete años y recuerdo que mucho tiempo antes de la fecha la gente ya iba pensando en disfrazarse de esto o de aquello. Se formaba una comisión de fiesta que organizaba el carnaval en la calle, es decir, los corsos con todos los vehículos adornados sin escatimar papelitos y serpentinas. Como es de suponer, el punto álgido del corso era la vereda del Club y todo su entorno. La gente que no iba en los autos estaba parada en las aceras jugando con papelitos con los de los autos y se formaban entramados fuertes con las serpentinas y con los papelitos, se formaba como un colchón. Se usaba en aquel tiempo la “voituret”, un auto descapotado. Una persona iba manejando y el resto de pie, disfrazados casi todos, tirando serpentinas. El corso daba vuelta antes de la iglesia y volvía a pasar frente a la vereda del Club, que estaba atestada de gente. Recuerdo que yo me divertía mucho.

Iba toda mi familia en el auto adornado, Gladis y yo disfrazadas. Gladis de rosa, y yo de holandesa. Mi madre y mi tía Daria habían hecho los trajes para el baile infantil anual y al que no podíamos faltar. De Irma no recuerdo si iba disfrazada o no. Diez o doce años después, cuando yo ya era una jovencita, la costumbre de los corsos no había cambiado pero de allí ya entrábamos al baile del Club, que eran muy animados y divertidos. Ya habían aparecido los pomos de éter y se formaba cada batalla... Con las primeras luces del alba volvíamos llenas de papelitos, en el pelo, en la ropa, cuando nos desvestíamos para acostarnos quedaba el montón en el piso.

En el transcurso del baile aparecían, de a dos o de a tres, máscaras irreconocibles, hombres vestidos de mujer, vestidos de mamarrachos, con caretas... Por ejemplo, algunos muchachos amigos iban un rato al baile vestidos normalmente, desaparecían a eso de las doce y volvían disfrazados, con careta o con una media en la cabeza... ¡quién los iba a reconocer si hacía un momento los habíamos visto allí con un traje común y corriente! También hacíamos comparsas y entrábamos cuando el baile estaba en su apogeo, bailando todos tomados de la cintura y cantando canciones inventadas por nosotros con la música de alguna canción moderna. Siempre había alguien encargado de avisarle a la orquesta el momento de entrar la comparsa. Llenábamos el salón bailando y cantando, vestidos todos iguales.

En uno de esos carnavales, con la barra de amigos que yo integraba hicimos una comparsa que llamamos “Los Mensajeros”. La primera parte del tema musical decía:

“Mensajeros, somos todos mensajeros, mensajeros somos todos del amor...”

Tenía una música que hasta ahora la recuerdo. Era muy curioso ésto del carnaval de Cerro Chato, era famoso, venían de lejos para verlo y gozarlo. El pueblo de día estaba tranquilo, como durmiendo, y cuando llegaba la noche se despertaba. El duende de la alegría, la broma y las risas, se ponía sus zapatillas rojas y corría, animaba y saltaba entre nosotros para contagiarnos su alegría.

Recuerdo también cuando pasaba el ferrocarril, después el “motocar”, cuando ir a la estación a la hora de la llegada del tren era un paseo obligado. Nos reuníamos con las amigas y allí estábamos, al firme, en la estación, un ratito antes de la llegada. Nos encontrábamos con otra gente y era un rato de esparcimiento.

Tren que pasando dejas
ilusiones y alegrías,
tren que vivoreando vas
seguro sobre las vías;
un día quiero que quedes
detenido en mi estación,
no te vayas tan ligero
que sufre mi corazón.


¡Qué bonito era el tiempo de las serenatas! Ya no en carnaval, después de un baile común que terminaba, por ejemplo, a las doce, nos acompañaban los amigos a casa... “iHasta mañana, hasta mañana!” Entrábamos, nos acostábamos, y cuando ya nos habíamos dormido era precioso despertarse con la música de un vals en la ventana de rejas. Si era verano, la ventana estaba abierta. Era como un sueño feliz, entre las nubes del sueño, un vals con violín y bandoneón, a veces una voz varonil se elevaba en la noche cantando el estribillo. En el grupo de nuestros amigos había quienes tocaban violín, bandoneón, guitarra, acordeón a piano... Pero no iban todos los músicos la misma vez, a veces unos, a veces otros. A veces cantaban dos canciones. Cuando terminaban salíamos a la ventana a agradecer calurosamente. Muchas veces la serenata tenía otra intención: demostrarle a Fulana o Zutana una simpatía o interés amoroso. Para que eso quedara claro al terminar se dedicaba: “Dedicado a Fulana…”

Mi padre tenía un sistema: si en el carnaval había tres bailes, por ejemplo domingo, jueves y domingo, teníamos permiso para ir a dos, tres era mucho... “¿Ustedes no se cansan de bailar?” Recuerdo un carnaval, yo tenía permiso para ir el primer y último domingo. Irma ya estaba casada y Gladis posiblemente en Nico Pérez, sé que yo estaba sola. Yo ya tenía mi vestido de disfraz planchado y pensaba: “Es imposible que no me deje ir si le pido un permiso especial”. Unas amigas, las de Fuentes, me mandaron decir, a falta de teléfono, que me iban a buscar, dando por supuesto que yo iba. Voy humildemente a pedir permiso y mi padre me contesta que no, drásticamente. Yo no me achiqué esa vez y decidí que iba a ir de cualquier manera. Esperé que mi padre se acostara, se durmiera y yo me encerré en mi cuarto como si fuera a acostarme. Me vestí, me arreglé y pasé a la pieza del frente para no hacer barullo.

Salté por el balcón cuando vi los focos del auto que venía a buscarme, subí, marchamos y me divertí como nunca. Era un baile de terminar temprano, cuando me trajeron volví a saltar el balcón, pasé a mi cuarto y me acosté en silencio. Mi padre nunca se enteró.

Con esa familia Fuentes éramos muy amigos, habla varias chicas de nuestra edad. Para ellas era un gusto muy grande a la salida de los bailes llevar a dos o tres amigas a dormir a su casa. Sacaban los colchones de las camas, agregaban algún otro y hacíamos cama redonda en el suelo mientras comentábamos el baile y las conquistas antes de dormir. Al otro día, tarde, entraba Doña Braulia, la madre, con una bandeja enorme de buñuelos o tortas fritas y el mate, y nos despertaba. Y entonces sí que hablábamos. Ella preguntaba: “¿Y a vos cómo te fue con Fulano, bailaste mucho con él?” Y las hijas y nosotras no le podíamos ocultar nada. ¡Aquella santa Doña Braulia sabía cómo hacernos hablar! Nos quedábamos a almorzar y después nos llevaban a casa.


Agradezco a mi hermano Ariel por el impulso que me dio, y a Enrique por su ayuda con la computadora y fotos y su apoyo total.

Montevideo, mayo de 1999.

No hay comentarios: