Memorias de un siglo / III Los escenarios

 III Los escenarios



Las casas

Es evidente que los arquitectos de fines del siglo XIX y principios del XX no tenían la más mínima preocupación por la funcionalidad de la vivienda, ni tampoco por la adecuada distribución de los espacios, de la luz y de la ventilación. En esas casas, me tocó vivir, de niño y de joven, con la abuela, las tías y mi prima Elsa.

Todas se disponían dejando el comedor como separador de dos áreas: la de recepción o social, y la de la vida diaria. Al costado del comedor corría un pasillo, que unía los dos sectores. Los arquitectos de la época repetían esta fórmula con muy pocas variantes. Los dormitorios con proporciones colosales: 4 x 4, aproximadamente; todos en línea, comunicados entre sí por puertas. Generalmente sin ventana al exterior, sin luz, sin aire. Los techos altísimos, casi de cuatro metros. Para sacar las telarañas que inevitablemente se tejían en la oscuridad de las alturas había que emplear larguísimos plumeros, cuyos mangos se acoplaban en sectores para permitir su ascenso hasta el techo. La ornamentación -de yeso, en forma de molduras- sobrecargaba puertas, techos y paredes. El “altillo” era infaltable. A veces, por su amplitud, una habitación proclive a ser utilizada como pieza de costura y labores; otras, por su estrechez, un oscuro zaquizamí donde apenas entraba la cama de la “sirvienta” que así se denominaba a los seres humanos que colaboraban en el “mantenimiento” -diríamos hoy- del hogar.

El altillo, por otra parte, tenía la ventaja de tener luz y aire, porque por ahí se accedía a la azotea. Y además era la única habitación a escala humana, dos metros de altura, porque estaba siempre edificado sobre la cocina y baño de servicio, que también tenían esa altura. Los pisos de los dormitorios, de pinotea; los patios, corredores, comedor: de baldosones, o monolítico hecho en obra. En el comedor cubriendo el piso, el infaltable linóleo, que se lustraba cuidadosamente con cera, al igual que los pisos de tablas.

Probablemente la casa más antigua que me tocó vivir fue la de la calle Marcelino Sosa 2379, que en la actualidad se mantiene sin variantes respecto a la que yo conocí hace sesenta años (ya en ese entonces la casa podía calificarse de antigua). La instalación eléctrica era toda exterior, de cable trenzado sostenido a lo largo de paredes y techos por aisladores de cerámica blanca, semejantes a pequeños carreteles, clavados en el espesor del revoque. Los techos de bovedillas de ladrillos sostenidos por hierros paralelos con forma de letra “T” invertida. Cuando se construyó no se conocía aún el hormigón armado o por lo menos no se usaba todavía en nuestro país. La construcción se apoyaba en las paredes y los techos en el principio de la resistencia de la bóveda, ni más ni menos como los romanos de los primeros siglos de la era cristiana hacían sus casas y acueductos. Felizmente, como se habían inventado las claraboyas, se había dejado de lado el “compluvium” de griegos y romanos (en realidad se mantenía estructuralmente, pero cubierto por las mencionadas cubiertas deslizables).

Para mantener limpios esos caserones había que faginar duro de la mañana a la noche. Los pisos de baldosas se lavaban diariamente a cepillo y jabón (no existían los detergentes). Las mujeres los fregaban de rodillas, apoyándolas en una especie de cajas acolchadas, de madera, con dos tirantes debajo, a modo de patines, que se deslizaban por el piso mojado. Se vendían en los comercios con el nombre de “rodilleros” y en todas las casas había por lo menos un par de ellos.

En las cocinas -o en las despensas, si las había- colgaba del techo la “fiambrera”, gran caja cuadrada con piso de madera y paredes de fina malla de alambre para que circulara el aire. Allí se guardaban los alimentos sobrantes al resguardo de moscas, cucarachas y ratones. En invierno, con suerte, podían llegar al día siguiente en condiciones aptas para el consumo. La comida que se hacía había que tratar de comerla en el día, el resto, si era verano, botarla, a veces. Era la única solución. Las heladeritas a hielo de la época sólo servían para refrescar alguna bebida, siempre que se pusiera la botella en contacto con el hielo o sobre éste. En la casa de este relato, no había instalación de gas por cañería (servicio que por otra parte ya existía y era brindado por una compañía inglesa: Compañía del Gas). Se guisaba con una cocina a querosén, a mecha, con tres hornallas y horno, marca FLORENCE.

Los primus eran infaltables, así como las carreras aguja en mano para destapar el oído apenas las señales de obstrucción se manifestaban: llamas de 20 ó 30 centímetros de altura, humo negro, olor a querosén y el ruido sordo que producía la boquilla tapada, especie de bramido alarmante que lanzaban aquellas fierecillas de bronce cuando se atascaban.

Resulta difícil ubicarnos en una época donde el plástico no existía. Madera, bronce, hierro, aluminio y latón eran los materiales más comunes.

En toda casa los “hules”, especie de mantel o cubierta impermeable que se ponía sobre las mesas. Era una especie de tela barnizada al aceite. Los primeros llegaron de Francia y se conocieron como “toile huilée”. Los linóleos eran también telas sometidas a parecido tratamiento, más consistentes y gruesas, con la que se recubrían pisos y se confeccionaban camineros. Un material de amplia utilización era el latón; de latón estampado eran la mayor parte de los envases y los juguetes. Otros materiales comunes en esa época pre-sintéticos, eran el carey (cepillos, peines, armazones de anteojos, empuñaduras). Se extraía de la caparazón de una tortuga y era de precio accesible. Los parabrisas de los primeros automóviles eran de “mica”, mineral traslúcido subproducto de la extracción del granito. Eran también de mica los “lentes” protectores del éter de los pomitos con que se jugaba en el carnaval. Y el celuloide, sustancia fabricada con alcanfor y algodón pólvora, que era fácilmente moldeable, pero también altamente inflamable. De celuloide eran las muñecas y también las películas de cine.

Y olvidaba la “bakelita”: resina sintética (abuelita de los plásticos) creo que obtenida por un belga de apellido Bakeland, o algo parecido. De bakelita, como era mala conductora del calor, se empezaron a fabricar mangos para las cacerolas, planchas y sartenes. Y hasta muebles para radio receptores, comenzando a sustituirse la madera.

La higiene

Fregar ollas, sartenes y platos era tarea engorrosa. Para desgrasar: agua hirviendo y soda cáustica, porque no existían, como señalé, detergentes ni jabones en polvo. Y mucho refregar con viruta de acero y pulidor para recuperar la normalidad de las superficies.

Para el cepillado de los dientes todavía, aunque reducida, se mantenía la costumbre de usar creosota en polvo. Ya habían aparecido las primeras pastas dentales. El baño era labor compleja. Se llevaba un primus al baño y se ponía una gran olla a calentar. Se hacía luego la mezcla con agua fría en la bañera y en invierno se dejaba encendido el primus para entibiar el ambiente. El primus era utilizado también en los días muy fríos como estufa, poniendo uno o dos ladrillos encima, para radiar el calor.

Culinarias

La sal de cocina que se usaba era preferentemente sal gruesa marina. Se guardaba en depósitos semicirculares de chapa esmaltada y tapa de madera adosados a la pared. El ruido de la cuchilla sobre el mármol, transformando en fina la sal gruesa, se escuchaba todas las mañanas en las cocinas. La cuchilla se apretaba y deslizaba de plano repetidas veces hasta obtener un fino polvillo.

Las pastas generalmente se hacían en la noche del sábado y se dejaban aerear hasta la mañana del domingo. En toda cocina existía la “rabiolera”, adminículo con ruedas dentadas, marcadora de cuadraditos en las planchas de la masa previamente rellenada.

Las máquinas manuales de picar carne también marcaban presencia, pues las carnicerías no ofrecían ese servicio. Bastante tenían con el corte a puro serrucho y músculo, de costillas y caderas, labor que les insumía un buen rato de atención a cada cliente.

La carne, en puchero, a la sartén, al horno o guisada, era infaltable en el almuerzo y en la cena. Se usaban formidables cantidades de huevos en repostería (un flan de 12 ó 15 huevos no era excepcional) Claro que no se conocía el colesterol ni sus efectos.

Se acostumbraba fritar con grasa de cerdo, la que se usaba generosamente, quizás por la misma razón que apuntaba en el párrafo anterior.

La “cena” era rigurosa y tan formal como el almuerzo. Se empezaba nuevamente a cocinar al final de la tarde y antes de las nueve de la noche se tendía la mesa y empezaba el desfile de viandas. Y otra vez sopa, el puchero que había quedado del mediodía y para los hambrientos alguna otra fritura, tipo de preparación que gozaba del voto mayoritario. Y el infaltable vino clarete o tinto de la bodega “El Dragón” que se compraba todos los meses en damajuanas de diez litros y se escanciaba obligatoriamente en las copas de todos los que decidieran sentarse a la mesa que presidía la abuela Paz.

Muchas veces la comida se iniciaba luego que el Comandante bautizara la sopa de rojo, con un chorro generoso de la botella. Al final de la comida la operación a veces era otra: la abuela se comía con fruición un par de trozos de pan, luego de empaparlos en vino. Cumplida esa instancia, sabíamos que el acto se cerraba.

El vino era un líquido de variados usos en mi casa. Hasta hoy -con la mirada horrorizada de mis hijos- disfruto del dulce de membrillo macerado y hecho una pasta blanda con vino.

Cuando se trataba de faenar un gallo o una gallina entrada en años provectos, se la tomaba por el cuello, se le habría el pico y con un embudo se enviaban a su interior considerables dosis de vino “El Dragón”. Para mí, era todo un espectáculo ver las evoluciones de un gallo ebrio. El pobre se resbalaba, se daba contra las paredes y descontrolado su erotismo, intentaba perseguir a cuanto bulto con plumas se le acercaba. No sospechaba que la “farra” finalizaría con el cuello atornillándose en el aire.

Omití explicar las razones de provocar tal “curda” en el gallo. Parece que con ello se lograba tiernizar la carne, que de todas maneras sólo se utilizaba para croquetas y milanesas luego de pasarlas por la máquina picadora.

La “sala” de baño

Casi salones, donde a veces los artefactos distaban más de un metro uno de otro. La pieza de gran destaque era la bañera de hierro esmaltado, sotenida por cuatro grandes patas reproduciendo las de una fiera salvaje (la parte de la garra, para ser preciso). La cisterna también merece comentario aparte. Se colocaba a unos tres metros encima del water, fijada a la pared. Se construía en hierro colado, invariablemente pintada de gris. Para expulsar el agua se tiraba de una larguísima cadena, que bajaba de la cisterna y que terminaba en una artística argolla. Los rezagos del lenguaje hacen que todavía hoy hablemos de “tirar la cadena” cuando en realidad estamos accionando o haciendo presión en una válvula o botón. En general en las casas grandes, con muchas habitaciones, se contaba también con un baño “de servicio”. Pero tal baño no pasaba nunca de ser un pequeñísimo cubículo con solamente un water y una canilla cerca del suelo. A veces sin aislación. Sólo con una puerta de madera, que en lugar de vidrios tenía una especie de persiana siempre abierta, muchas veces al exterior. Las casas de la época no escapaban a la filosofía de la época y al concepto de clase social superior -el patrón- y clase social inferior -el empleado-.

El amoblamiento

Las camas -por lo menos las que yo recuerdo- eran generalmente de metal. Hierro niquelado y bronce moldeado con adornos de flores y guardas. Los colchones de lana -no existía polifón ni nada parecido- se apoyaban en lo que se denominaba “colchón elástico”, armazón rectangular de alambre en forma de red, tensada en sus extremos por una buena cantidad de resortes de acero. Los colchones de lana eran poco elásticos y necesitaban apoyarse en una estructura menos rígida que las actuales parrillas de madera.

Tal vez fueran más térmicos, más abrigados en invierno especialmente, que los actuales de sintético, pero tenían el inconveniente de su gran peso y su precaria elasticidad. Periódicamente había que llamar al “colchonero”, oficio muy considerado entonces (los había en todos los barrios) que se instalaba por varios días en una casa. Operaban en el fondo; en caso de no haberlo, era común verlos trabajar en la vereda. Montaban una gran máquina de cardar lana, abrían los colchones, pasaban su contenido por la antedicha máquina provista de un gran balancín armado de agudas púas, que en sus idas y venidas, destrababa o separaba los anudamientos del textil. Luego se volvían a rellenar las fundas de “cotín”, que así recuerdo que llamaban a la tela de los colchones. Luego se “capitoneaban” y ahí ya los teníamos de nuevo tensos, elásticos, cero kilómetro (por un par de años a lo sumo). Igual por supuesto se procedía con todas las almohadas y almohadones de la casa, todos rellenos también de tana.

Muebles que caracterizaron una época

Una habitación singular era “el comedor”. Porque nunca comíamos allí. Salvo en rarísima oportunidad, en alguna ceremonia o cena muy especial. Era quizás la habitación mas amplia de la casa. En la mesa central podían acomodarse fácilmente doce o catorce personas. Con la posiblidad de agrandar la mesa mediante un agregado extra que siempre se incluía en el juego. Y los restantes muebles, todos rémoras de viejas costumbres sin vigencia. El “cristalero”, por ejemplo. Mueble alto casi enteramente de cristal, donde se alojaban justamente los cristales, era un signo de status de la época, amontonar allí cristales de todo tipo, vasos, vasitos, copas, botellones: todos en perfectas filas, como una guarnición de blandengues. Cada dos o tres semanas se dedicaba una jornada a “repasar” unidad por unidad, con una franela, todo ese vidrierío inútil que “debía” siempre estar brillante, sin una mota de polvo. Otro mueble tan antediluviano como el cristalero era el “trinchante”. La parte superior era de mármol. Allí supuestamente se “trincharían” las carnes, las aves, las “viandas” al decir de la época. Y el otro monstruo “prehistórico”, el tercero y último, era el “aparador”. Aparentemente tendría que haber sido el más útil, porque allí supuestamente se guardarían manteles, servilletas, carpetas y paños para el servicio (repasadores). Pero tampoco era de gran utilidad, porque allí se depositaba la mantelería para las ocasiones en que el “comedor” funcionaba, y eso en mi casa era acontecimiento histórico.

Recuerdo también con precisión los cuadros que colgaban de las paredes del comedor. Eran los únicos óleos, los únicos cuadros que se colgaban en mi casa. Todos de pésimo gusto. Naturalezas muertas, palomas y perdices degolladas en fuentes con tomates o zanahorias!!!

Martín Pescador

Al tibio sol del invierno, o en la primera fresca del atardecer en verano, las veredas se colmaban de niños en pequeños grupos, en grupos más numerosos organizados en juegos de equipo, o simplemente de a dos o de a tres, sentados en un portal contándose los sucesos vividos en el día. Esa imagen de la calle y el griterío multicolor de la gurisada son cosas que ya no se ven. Creo que por varias razones. La primera: que hay menos niños. Segundo: que los que hay todavía, gran parte concurren a los clubes para practicar deportes. Otros se han adaptado a vivir varias horas al día frente al televisor (y ahora en la computadora). A los padres en buena medida los satisface, porque pueden ausentarse a sus ocupaciones sabiendo que los hijos no están en la calle, la que se ha convertido en un espacio de alto riesgo. Pero la desaparición del “grupo” de niños en la vereda ha implicado también la desaparición de todo un folklore de juegos, canciones, danzas. En las veredas era habitual encontrar dibujadas con tiza las clásicas rayuelas, que las niñas saltaban de la mañana a la noche. Por generaciones se mantuvieron incambiados numerosos juegos: Martín Pescador, Gran Bonete, los variados saltos a la cuerda, las distintas “manchas”, el juego de la estatua, etc. etc. Por generaciones se transmitieron oralmente canciones que atravesaron los siglos en los labios de las niñas. El “Mambrú se fue a la guerra”, deformación del nombre del general McBorought, un escocés que peleó en España contra los moros y que recoge el romancero español. De golpe se borró todo. La TV, instrumento clave de la “globalización”, no los incluye.

También cabe acotar para las generaciones del siglo XXI, que en una época se usaron frases o expresiones generalmente rimadas que “condensaban” un conocimiento o un saber especial sobre un tema. Se llamaban “refranes” y a ellos recurrían las personas -muchas veces las más simples o menos ilustradas- para definir una situación o manifestar un juicio, apoyados en expresiones consolidadas por la tradición. Pero o no existen refranes en el país sajón, o están prescriptos de las seriales que nos envían. Así se decretó su extinción para todo aquel que tenga en la TV su entretenimiento básico. Y si hay un Alzugaraycito que a mediados del siglo XXI le interese este tema puede remitirse a un autor español, Miguel de Cervantes Saavedra. ¿Nunca lo has oído nombrar? Bueno, es comprensible. No jugaba al fútbol, ni al basebol, ni saltaba acrobáticamente tocando un instrumento electrónico. Escribía, nada más, el pobre. En un libro que tal vez, con suerte, puedas encontrar, hay un personaje, Sancho, que se expresa siempre recurriendo a “refranes”. Ahí tendrás un enorme repertorio disponible. Piénsalo entonces y si te decides, hazlo hoy mismo porque... ”no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, y ve temprano, porque “al que madruga Dios lo ayuda”, y si no tienes quien bien te acompañe, ve solo porque “mas vale andar solo que mal acompañado”. Es un consejo que te doy porque “el diablo sabe más por viejo que por diablo”.

La gañota

Cuando jugamos en la vereda teníamos “gritos” que eran absolutamente respetados por todos los jugadores. En la “arrimadita” -jugando con figuritas- alguien podía cantar “¡último!” y se ganaba el derecho indiscutido de “arrimar” en último término. Podían venir después los gritos de “¡tercero!”, si eran cuatro, o “¡segundo!”, si eran tres. Pero si alguien gritaba “¡último taquito de oro!” ganaba sin discusión el derecho de ser último en jugar mientras se desarrollara la partida.

En la misma forma todos los juegos estaban signados por gritos o frases con valor de indiscutible sentencia legal. Cuando se tiraban al aire las figuritas, el tirador gritaba “¡Cartón!” o “¡Figurita!” y se ganaba las que cayeran del lado por él elegido. Pero cabía la opción de que estando las figuritas en el aire podía gritarse (cantarse) “¡Cartón (o figurita) más todas!” Y así el que cantaba se llevaba todas, si la mayoría coincidía con su opción. O las perdía todas, en el caso contrario. Y cosa similar ocurría en los otros juegos: si en el chante y cuarta, al tirar la bolita con el pulgar estando la mano apoyada en la otra con los dedos abiertos sobre el suelo, sacábamos indebida ventaja abandonando la verticalidad e inclinando la mano de apoyo hacia delante, el otro jugador podía gritar “¡gañota!” y anular así con este oportuno grito toda la jugada.

Lo curioso era que estas normas de derecho no escritas regían sin excepción en todos los barrios, incluso en los más alejados del centro de la ciudad. Extraño fenómeno digno de un estudio sociológico. El escritor argentino Alejandro Dolina, en su libro El Ángel Gris, relata también los “gritos” con valor reglamentario, que recuerda de sus juegos infantiles. Lo llamativo es que gran parte de ellos coincidían, curiosamente, con los que se oían en las veredas montevideanas.

Existía también una variada serie de “rituales” de valor inapelable. Si se hacía una transacción (un canje de bolitas por figuritas, por ejemplo) uno de los actores (generalmente el que se sentía beneficiado) podía arrancarse un pelo, o hacer la mímica correspondiente, y soplarlo luego. Al grito de “¡soplo pelito!” el negocio no podía revertirse, ni invalidarse por ninguna circunstancia (equivalía a poner la firma en un documento)

Kilómetro 293

Verdaderos muros ciclópeos eran las paredes de las distintas edificaciones de la estancia de la abuela, en el “kilómetro 293 de la vía a Melo” (que así era la dirección que utilizábamos para enviar cartas y encomiendas).

Grandes piedras, de varios kilos de peso cada una, totalmente irregulares, cortadas a pico de las afloraciones rocosas cercanas, unidas entre sí por una indefinible primitiva argamasa, tal vez barro tipo greda, solamente. Se mantenían fundamentalmente por su propio peso, acomodándose una sobre otra. Las cubría después una espesa capa de revoque, muy espesa. Porque se necesitaban por lo menos diez centímetros de espesor para cubrir y ocultar las irregularidades de la piedra. El resultado eran muy gruesas paredes, de no menos de cincuenta centímetros de ancho. Las ventanas comenzaban ya a medio metro del suelo. La parte inferior del vano, por su anchura, era utilizado como asiento adicional -sofá, mesa, según las circunstancias- apoyo de mate, caldera, azucarero y plato con “masitas” (1) que las señoras disfrutaban con vista al jardín o al horizonte verde y azul de islas (2) y serranías.

Las habitaciones eran también “estancias” en todo sentido. Medida usual: seis por seis metros, superficie donde hoy casi se proyecta un departamento. Y no me equivoco de las medidas, porque en los dormitorios era usual colocar cuatro o cinco camas dispuestas a lo largo de las paredes y quedaban todas distanciadas entre sí.

A escasos metros del suelo, a veces casi rozando las cabezas, las paredes sustentaban poderosas vigas de lapacho, de donde partían luego las apoyaturas también de madera que sostenían el techo quinchado a dos aguas.

La edificación principal se extendía en dos líneas de habitaciones paralelas, separadas por un extenso jardín totalmente cercado. En una línea al frente, una enorme cocina y un comedor de grandes dimensiones. En el lado opuesto, cerrando el cuadrilátero, dos colosales dormitorios, un comedor central y un cuarto edificado en planta alta, más un baño agregado al dormitorio de la abuela ya en épocas del ladrillo y el portland. En uno de los costados del jardín (el patio, como se le llama a esos espacios en el interior) el aljibe, con su noria vertical de vasitos metálicos. Accionando a mano una gran manivela giraban los engranajes de la noria con chirriar de viejas y resecas cadenas. Los vasitos unidos en larga fila, se hundían en la profundidad de la alberca, subían luego unos tres metros y al bajar, e invertirse, dejaban caer el agua en una especie de embudo que, al recogerla, la transformaba luego en un chorro continuo y burbujeante en la cañería.

Era la noria para mi una pequeña y renovada maravilla, a mitad de camino entre lo artesanal y lo tecnológico. Al costado del casco principal -al frente, pared común con el comedor- las habitaciones del personal, con la cocina que funcionaba en este caso también como “comedor de la peonada”. Más allá el “garaje” de la volanta, los galpones, el depósito de la lana, el quinchado donde se faenaban las reses para el consumo, el galpón de la esquila, los chiqueros, gallineros, baños de ovinos, bretes, corrales. Se cuenta que el Palacio de Versalles en Francia tenía cientos de habitaciones pero un solo baño (y sin puerta). En la estancia de la abuela recuerdo sólo el que ella mandó construir junto a su dormitorio (aunque tenía también acceso desde el exterior). Pero así era la costumbre, igual que la francesa. Con la diferencia que de Luis XIV nos separaban creo, cerca de tres siglos.

Un momento o circunstancia propio de aquellos tiempos: al anochecer, servida la cena, tal vez un rato de sobremesa y luego toda la familia, más los huéspedes si los había, se aprontaban para el cruce del oscuro “patio”. Quinqués, veleros, faroles a kerosén, se llevaban ya encendidos y se distribuían luego del cruce en los distintos dormitorios. Había que acostarse con aquella penumbrosa iluminación, y a hora temprana, porque la siguiente jornada comenzaba con la clarinada de los gallos anunciando la aurora.

A unos doscientos metros de “las casas” pasaba el ferrocarril, línea Montevideo-Melo. A esa altura el camino -“camino nacional” que corría paralelo a la vía, hacia el norte- se cruzaba del lado izquierdo al lado derecho de la vía. Se originaba así un paso “a nivel” donde el tren se detenía si había pasajeros para el kilómetro 293. Al detenerse el ferrocarril, mi tío Ramón (3), padre de la prima Elsa, parado en la puerta de la cocina, haciendo visera con la mano derecha, anunciaba con anticipación: “Bajaron cinco; tres vienen hacia acá, pongan un cubierto más en la mesa... dos van a comer con la peonada...”

La vista excepcional del tío, aguzada por lejanías y cerrazones, hacía que se cumplieran siempre sus anuncios.
El ferrocarril de los ingleses tenía una puntualidad casi matemática. Hacía sonar su pitazo unos cientos de metros antes de llegar al paso nivel. Eran entonces las 13 y 5 minutos.
A las 13 y 15 el cucharón iniciaba sus navegaciones en la humeante sopera.

No al helicóptero

Durante todo el año, el Comandante viajaba periódicamente al kilómetro 293. En la época del ferrocarril británico, antes y durante la guerra; con posterioridad a los ingleses, en el ferrocarril nacionalizado, y finalmente en los servicios de motocar. LLegó el momento, por los años, que se hizo confeccionar una especie de plataforma de madera con escalerilla y barandas, en virtud de que la inexistencia de andén en el paso a nivel le dificultaba el ascenso y el descenso. Y también llegó el momento, ya pasados sus ochenta años, en que su peso excesivo y la debilidad de sus músculos le impidieron totalmente los extenuantes viajes hasta la vieja y querida casona de su juventud. Cuando llegaron los primeros helicópteros al Uruguay, mis tíos Pedro y Daniel gestionaron la posibilidad de que uno de ellos -mediante la paga correspondiente- pudiera llevar y traer al Comandante desde y hacia la estancia, en un viaje de pocos minutos. Su buena intención, darle la sorpresa a “mamá”, iba contra toda la lógica. El Comandante no había sido consultado, y eso, tenían que saberlo de memoria, iba a provocar un rotundo ¡N000! y una fruncida de nariz capaz de erizar el pellejo al más mentao.

En realidad fue un poco triste para todos. El humor del Comandante se puso a tono con el gris y negro habitual de sus vestidos. Era evidente que otra etapa se cerraba en su vida. Estableció definitivamente su cuartel general en el patio trasero de la casa de la calle Rocha. Su trono, en el sillón hamaca de mimbre lustrado. Su cetro -signo de poder-, el monedero que su diestra asía con fuerza desde la temprana mañana hasta bien entrada la noche.

Las provisiones

Al igual que ahora, las familias se aprovisionaban a diario y también mensualmente, pero no había súper ni minimercados, lo que a nuestra mirada de hoy parecería una desventaja. Pero en cambio existía el reparto día a día y puerta a puerta, que se cumplía con regularidad y eficacia. Todas las mañanas llegaba el verdulero con su carro y su balanza romana. Frutas y vegetales se adquirían allí, en la puerta. Hasta el atado de alfalfa para las gallinas, que hoy sería imposible de encontrar en el supermercado.

Otro carro mas grande, tirado por dos caballos, era infaltable en las mañanas, especialmente en verano. El hielero, que cortaba las largas barras golpeando con un martillo una herramienta de grandes y aguzados dientes. En la puerta de calle dejaba los kilos correspondientes a las monedas que desde temprano se depositaban en el umbral.

También el pan era distribuido puerta a puerta. Todas las panaderías poseían verdaderas flotas de “jardineras” (carros livianos) que recorrían las casas dejando el pan y los bizcochos del día.

La carne también se recibía a domicilio. Eso sí, había que encargarla la tarde anterior, dadas las variantes en cantidad y especie que caracteriza ese consumo. ¿Y la leche? En la etapa de los tambos, marchábamos con la olla al tambero para que la llenara casi al pie de la vaca. En Marsella y San Fructuoso se encontraba el tambo del vasco Aguirre. Un larguísimo local con las vacas en bretes perpendiculares a la pared. Yo siempre me instalaba para la espera en un largo banco de madera junto al mostrador. Esperando de Elsa o Convención el convite de un vaso do leche recién ordeñada, que se servía con plantillas, las que se sacaban de un gran frasco de vidrio. Cuando CONAPROLE sustituyó a los tambos también impuso el reparto casa por casa. Se dejaban las botellas vacías, y junto a ellas el dinero. Todo en el umbral. Si el dinero no era el justo, el cambio quedaba también en el umbral. No registro ningún recuerdo en el sentido de que alguien hubiera robado las monedas que allí quedaban, a veces por horas. Los puestos de periódicos muchas veces se atendían solos: eran autoservicio. Pero también eran autocajas, pues el cliente de pronto dejaba un billete y sacaba de la lata el cambio corespondiente. El azúcar, el arroz, la harina, la sal y tantos otros rubros se vendían sueltos, en los almacenes. Se podía comprar un cuarto o medio kilo de azúcar (no tenía marca comercial). El almacenero lo sacaba de una gran bolsa o de una barrica, tomaba un papel de estraza y rápidamente hacía un envoltorio, asiéndolo por los extremos y girándolo en el aire.

También, como señalaba más arriba, se hacía un pedido mensual. Venía el camión de lo de Gatti, gran almacén mayorista de Blandengues y José L. Terra, y se bajaban las bolsas de harina, azúcar, los baldes de yerba, los embutidos y envasados del mes. Yo nunca me perdía ese gran desembarco. Porque al final, en la última subida de la escalera, llegaba la bolsa de la “yapa”. Que era tan inevitable como hoy el IVA. Lo entregaba el comerciante, como una obligación. En la bolsa venían chocolates, galletitas, caramelos, de los que había logrado asumir desde un principio derecho de propiedad.

Un detalle que habla de una época a la vez holgada económicamente pero austera en sus costumbres: la tela blanca de las bolsas de azúcar era al parecer de buena calidad, y en muchos hogares no se desperdiciaba tan generoso paño. Las señoras cortaban de allí ropa interior, especialmente calzoncillos para los maridos, teniendo la precaución de eliminar el letrero azul de “AZÚCAR”, para que el azar de las tijeras no lo fuese a ubicar en lugares inconciliables con la moral y las buenas costumbres.

Nuestra majestad: la radio

Un pesadísimo mueble lustrado en color guindo, más alto que una mesa, erguido en cuatro patas torneadas, dispuesto en un lugar estratégico de la casa. Por supuesto, existía un solo receptor en cada vivienda, que por su tamaño y peso no se movía nunca del sitio asignado. En casa de la abuela, por muchos años, nos acompañó una enorme Zenith de pie, con el dial en forma de disco vertical, del cual sólo asomaba un pequeño sector al exterior por una especie de ranura. Se cambiaba de estación apoyando el pulgar o el índice sobre el disco, haciéndolo girar hacia arriba o hacia abajo.

Existían ya Radio Carve (que tiene exactamente mi edad) y creo que también El Espectador. Las demás tenían otros nombres, algunos bastante estrafalarios como la CX42, radio ACREILAM, o sea el nombre de su dueño el famoso Malmierca… escrito al revés. La Universal actual creo que se llamaba FADA radio. La CX32, radio Águila. La Sarandí emitía con el nombre de Radio Jackson, propiedad de la Iglesia Católica. La CX26 aún no propiedad del SODRE, era Radio Uruguay. La recuerdo muy bien porque su antena emisora estaba a pocas cuadras de mi casa (en Millán y San Martín aproximadamente). Y era todo un problema, porque se superponía a las recepciones de las demás estaciones. Aunque para nosotros, los gurises, tenía la gran ventaja de captarse claramente en las primitivas radios “a galena” que fabricábamos con una piedra galena, una rudimentaria bovina y quizás -creo- algún condensador. En realidad fueron las primeras radios portátiles, pues no necesitaban energía eléctrica para funcionar. Bastaba con la mágica piedrita, de la que aún hoy no tengo claro que función energética cumplía..

La vida en los hogares giraba en torno a la radio, como ahora se hace con el televisor. En la radio, de la mañana a la noche se sucedían comedias, una tras otra. Se hacía el silencio en torno al receptor para escuchar las “novelas” que ponían en el “aire” los actores de la compañia Becco Lacaneau, Humberto Nazzari, Isolina Núñez, y muchas otras cuyos nombres no acuden a mi en este momento. Entre comedia y comedia, todos discutían sobre hechos y vidas de los personajes, como si fueran seres reales. En eso -basta escuchar hoy a dos adictos del teleteatro- las cosas no han variado substancialmente. Grandes figuras, como la del capocómico Eduardo Depauli, fueron estrellas absolutas en las décadas del cuarenta y cincuenta. Famoso por sus cambios de voz encarnó memorables personajes de los que recuerdo “Toto Cortafierro” “Jacinto Contreras” “Atanasildo Masilla” y el que le dio más fama: “Candelario”, que incluso fue llevada al incipiente cine uruguayo que iniciaba así una larguísima infancia.

Por la noche las radios competían con los programas de fonoplatea -en vivo y en directo- dado que no se tenían procedimientos de grabación. La fonoplatea era un estudio auditorio -con entrada gratuita- en el cual se presentaban cantantes, orquestas, humoristas, programas de variedades. No todas las emisoras lo tenían, pero sí las más importantes, como Carve, con su fonoplatea en un punto clave de la ciudad, 18 de Julio y Ejido. Próximo adonde ahora se encuentra La Pasiva, metros más o menos (más tarde se mudaría enfrente, a un amplio salón del Palacio Díaz).

En cuanto a música grabada en discos sólo existían los pesados 78 revoluciones, con una sola grabación de escasos tres minutos por cara. En la estancia del Comandante, donde no existía electricidad, eran artículos muy estimados las victrolas o gramófonos (a cuerda) única forma de hacer audibles las rígidas placas circulares. Se utilizaban púas de bronce, metal blando para no dañar demasiado la pasta, pero que al gastarse rápidamente había que cambiarlas cada dos o tres pasadas por los discos. Imposible olvidar la especial distorsión que en la música producía el debilitamiento de la “cuerda”. Entonces dos o tres brazos se estiraban enseguida para girar la manivela y recobrar así el ritmo de la melodía. ¿Y el control de volumen? Muy simple, se abrían, entornaban o cerraban las puertecitas de madera por donde salía el sonido.

La música era en el campo un fenómeno esporádico, que promovía toda una explosión de alegría.

Estando en verano en la estancia y anunciada la llegada de la abuela, todos la esperaban ansiosos porque sabían que en el equipaje llegarían también las últimas grabaciones de moda. Desempacaba el Comandante y todos corrían a la victrola y de inmediato se ponían a bailar. Si no había caballeros, lo hacían damas con damas. Eran épocas en que todavía la abuela conservaba momentos de buen humor. Hasta la recuerdo bailando.

En aquel entonces había surgido una orquesta que centraba la atención de todos: ¡FRANCISCO CANARO! Y Doña Paz venía cargada con los últimos tangos, milongas, valses, danzones y pasodobles, que eran los ritmos que la muchachada prefería.

Nos llama la atención hoy que alguna música tropical tenga estribillos elementales y reiterativos. Pero lo mismo sucedía seis o siete décadas atrás. Recuerdo un danzón de moda de aquella época que de principio a final repetía sólo esta frase: “Cómo pica, pica, pica, el hermoso bigotillo de Tomás, cómo rasca, rasca, rasca, el hermoso bigotillo de Tomás…” Y así toda la canción, describiendo la especial sensación que Tomás producía con su bigotillo en los delicados rostros femeninos. Suponemos -no somos maliciosos- que el autor de la letra sólo pensaba en delicadas y sensibles mejillas.

Enfermedades y medicina

Poco o nada constituía la farmacopea disponible a principios de los años treinta. Los tratamientos incluían interminables dietas, quemantes cataplasmas en el pecho, alarmantes ventosas (lo eran para lo niños dado el fuego de alcohol rondando las espaldas) e interminables baños de pies, en los cuales se iba agregando gradualmente agua caliente hasta hacerlos casi insoportables. Si era solamente un resfrío fuerte: dieta, cama, aspirina y aceite gomenolado en gotas para las fosas nasales. Si el problema era de garganta: desagradables “toques” con glicerina fenicada. Si el asunto era de tipo digestivo: dieta, tisanas y láudano (opio). Estreñimiento: había que tragar asquerosas ciruelas hervidas y su caldo. Si esto no alcanzaba, bueno, aprontarse para las odiadas peras de goma y las consabidas “lavativas”.

Descompostura: té de cáscara de granada, dieta y tal vez láudano nuevamente. Tos: jarabe de guaco y anacahuita. Con alegría me enteraba de que tendría que tomar jarabe LIPTOL, exquisita poción antitusígena que fabricaba entonces Laboratorio Lavoisier. De las ventosas y las cataplasmas no me salvaba nunca. Eran la panacea para todos los males del aparato respiratorio. Creo que para los mayores no había muchos cambios. Tal vez más variedad de tisanas y las repelentes sanguijuelas, animalejos vivos chupasangre que se aplicaban para bajar la presión a los hipertensos. También los adultos podían tragar unos obleones enormes que se rellenaban de piramidón, como febrífugo y analgésico. No olvidemos las purgas (el infaltable Pagliano del que no podía salvarme cada primavera). También era habitual en mi casa el uso de fricciones. Supongo que soluciones de salicilatos y olorosos aceites balsámicos que se vendian con el nombre de Frisal y Untisal, los más conocidos.

La contrapartida de estar en cama, quedarse quieto y no molestar demasiado, era el cambio del agua por jugo de uva. Entiéndase bien, jugo de uva sin alcohol. Su nombre comercial era Mostina y la recibíamos como dioses griegos al néctar y la ambrosía. Y el mate de leche, como ya lo señalé antes, era autorizado también como una especie de premio al buen enfermo.

Y como no existían vacunas, salvo la de la viruela, para prevenir las infecciones y afecciones invernales se compraban tabletas de formol, que se repartían en la familia y se llevaban toda la estación, distribuidas en los bolsillos. Puede parecer de otro mundo, pero podíamos vivir en ese entonces sin psicofármacos (salvo el bromuro que comenzaba a usarse por algunos médicos), sin antibióticos, sin ¡antidepresivos!... créase o no. No había aparecido aún el actuamente ya olvidado sulfatiazol, y si había heridas, raspones infectados, agua y jabón, y a lo sumo Líquido Carrell o licor de Hoffman (alcohol y éter, mitad y mitad). Para las quemaduras era santo remedio la pomada de árnica y para las gargantas rojas, los gargarismos de agua salada con un buen chorro de limón.

Al que nace barrigón

Nadie se salvaba al nacer de que lo convirtieran en una especie de pequeña momia, donde brazos, cuerpo y piernas quedaban envueltos en una larga y ancha venda que impedía toda movilidad. Luego del aseo, entre mamada y mamada, el bebé era colocado en una especie de cápsula de tela, de los pies al cuello, apretada al máximo. No tengo claro cuál era el fin o el principio teórico en que se basaba la confección de ese bebé-matambre. Es probable que se temiera que piernas y bracitos del recién nacido pudieran deformarse si se les dejaba en lilbertad. Y el encapsulado no duraba unos días, era de rutina extenderlo por cinco o seis meses por lo menos.

Lo cierto es que, en lo que me concierne, así como a todos los adultos nacidos hasta promediar el siglo XX, fuimos encorsetados sin remedio apenas pisamos el umbral de esta vida, aprendiendo así, desde el vamos, a soportar una realidad de prohibiciones y represiones.

Luego de mayores, nos fajamos el cuello con la insoslayable y obligatoria corbata. Sin corbata y sin saco no estaba permitido entrar a una función de cine, ni a una confitería, ni al teatro por supuesto. Ni siquiera a la ruleta del Parque Hotel, donde para no rechazar al candidato al desplume, tenían una sección de préstamo de corbatas para los que por negligencia u olvido no la trajeran anudada al cuello al entrar. A ninguno le llamaba la atención el superlativo énfasis que se ponía en llevar el cuello anudado. Quizás porque desde la escuela jardinera nos ataban el cuello con un moño azul. Y en el liceo, apenas a los doce años, ya se imponía como obligatorios el saco y la corbata.

Sin corbata creo que sólo se podía ir al boliche, al fútbol, al prostíbulo y a la cama.

Sin embargo, para el género femenino la cosa era mucho más complicada, o comprimida, como vamos a ver. La moda imponía un cuerpo liso, sin barriguita, ¡sin glúteos! Como si se portara bajo el vestido una tabla atrás y otra adelante. Y en verdad eran casi como tablas aquellas fajas (corsets) de gruesas telas, enrejadas de ballenas de metal forrado, resguardando las colas de la observación pecaminosa y de manotazos al descuido.

Largos, larguísimos ratos, pasaban las mujeres de mi casa tironeándose las respectivas fajas acordonadas, que traían a mi memoria la cincha del recado de mi petizo tordillo.

Fue un importante adelanto, no cabe duda, cuando esas pesadas y complicadas estructuras fueron sustituídas por cilindros de apretada y flexible goma. Pero que, de tan apretadas, para poder entrar en ellas había que organizar una operación colectiva. Por supuesto que yo nunca presencié un operativo de esta índole, pero muchas veces no pude dejar de escuchar los ayes de dolor que provocaba la goma al doblarse sobre sí misma, pellizcando zonas de impoluta y velada presencia. Los chasquidos de las fajas de goma están vivos aún en mis oídos, vaya a saber qué fantasía infantil reforzó esas vivencias auditivas

Don José el barbero

Los comercios, los negocios, han estado siempre en relación con las pautas culturales de la época. Así como hoy proliferan los “shopping”, los cines con servicio de maíz soplado y refrescos para digerir junto con la película, en épocas de mi juventud cuando recién habían aparecido las “hojitas” de afeitar (muchos siguieron largo tiempo fieles a las navajas) la tarea de rasurarse era ardua y no desprovista de cortes y sangrados. Eso llevó a que las “barberías” -que eran a la vez peluquerías- se multiplicaran, en el centro y en los barrios. Trabajaban a lleno total, con clientes en lista de espera, especialmente los días viernes y los sábados. Muchos eran clientes de servicio completo: pelo y barba. Pero también existía el “recorte” y el sacado de la “pelusa”, atención más rápida y de menor precio.

En Blandenques, pasando el bar El Lucero, estaba la peluquería y barbería de José, un señor israelita, morocho, de grandes bigotes, que más parecía un fígaro italiano que un típico vecino de Villa Muñoz. Yo esperaba mi turno sin premura alguna porque José ponía grandes pilas de revistas -buena parte de historietas- a disposición de los parroquianos. Cuando José sacudía con fuerza la sábana -y los restos de cabello de mi antecesor- y me indicaba que era mi turno, me llevaba alguna para el sillón para intentar la difícil empresa de leerla y al mismo tiempo obedecer los giros de cabeza ordenados por el maestro tijerero. A los pequeños José nos colocaba una tabla forrada en pantasote apoyada en los brazos del sillón. Desde esa plataforma disfrutaba de la experiencia del cortado, el peine, los perfumes nebulizados (frascos con perilla de goma), el suave talco en el cuello esparcido por una enorme brocha, el peinado final. “¿Ponemos gomina?” -era la última pregunta. “Sí, por supuesto” -contestaba siempre, alargando unos minutos la disfrutable peinada. Dice Neruda: “Las peluquerías me hacen llorar a gritos”... Para mi en cambio fueron siempre intensas experiencias sensoriales, muy placenteras por cierto y que nunca me hicieron llorar, y menos a gritos.

Sombrero obligatorio

El otro negocio que prosperaba entonces y que curiosamente también tenía que ver con la cabeza, eran las sombrererías, tanto de hombres como de mujeres. Especialmente de éstas últimas, porque una dama que se distinguiera por su elegancia albergaba en su ropería una verdadera batería de redondas cajas con la más variada oferta de cubrecabezas. Los había de todas formas, colores y materiales. Los aditamentos iban desde pinchos, flores, racimos de uva u otras frutas, plumas,cintas, broches, etc. etc. Los había para el diario, para la gala, para la misa, para el día y para la noche. Los sombreros eran personales, eran “creaciones” de los modelistas sombrereros y se hacían a gusto del consumidor, por lo cual era imposible se encontraran dos mujeres con modelos iguales.

Los sombreros se encargaban, se proyectaban, se probaban múltiples veces y se ajustaban en sucesivas visitas de la cliente a la sombrerería. Por supuesto que era la norma estar con la cabeza cubierta y a veces con la cara cubierta por un velo. Tal era el hábito del sombrero que cuando llegó el cine sonoro y los letreros al pie de la pantalla, el cubrecabezas femenino, a veces de proporciones descomunales, promovió conflictos con los espectadores que estaban sentados detrás. Ahí nació la disposición municipal de “prohibido presenciar la película con el sombrero puesto” que hasta no hace muchos años se podía leer al pie de los programas.

Los caballeros en los años ‘30 usaban generalmente sombrero de fieltro, el gacho que popularizó Gardel, rancho de paja en verano (un sobrero de paja amarilla, rígido y plano en la parte superior), o la “galerita”, alas redondas, subidas ligeramente a los costados. El sombrero “panamá” también tuvo su cuarto de hora, fresco, liviano y cómodo. Hoy vuelve a verse (en la cabeza del presidente) en razón del agujero en aumento de la capa de ozono.

El taparse la cabeza era la norma entonces. Era obligatoria la gorra reglamentaria para guardas, conductores e inspectores de tranvías y autobuses. La reglamentación municipal prescribía gorras de visera también para los choferes de taxis y hasta para los mozos de cordel en las estaciones ferroviarias. También se cubrían de obligatorias gorras desde los barrenderos hasta los vendedores callejeros de mercaderías comestibles. Y el uso del sombrero conllevaba para los caballeros normas de saludo en la vía pública que iban desde sacarse el sombrero y llevarlo veinte o más centímetros hacia arriba, hasta sacarlo o tocarlo apenas con el extremo de los dedos. La amplitud del gesto estaba en relación con el vínculo o el sentimiento de admiración (en caso de tratarse de una dama). Y para cerrar: era considerado de mal gusto y “baja educación” el hecho de que el hombre estuviera con el sombrero puesto bajo techo. No así para la dama, la que incluso estaba obligada a utilizarlo en el interior de las iglesias católicas, norma que actualmente ha sido derogada.

Una pregunta final: ¿cuántos de los que esto leen han advertido que la palabra sombrero viene de sombra, como cajero de caja, o monedero de moneda? Si, todos se dirán, “claro, es obvio”… ¿?

Viejo barrio que se fue

Marcelino Sosa y Blandegues era el centro de operaciones. Allí se encontraba el almacén y bar de los hermanos Severino y Enrique, negocio que ambos, por una puerta interior comunicante, cumplían alternativamente, ya sea con el pedido de un kilo de yerba o una grappa con limón. El bar daba hacia Blandengues, el almacén a Marcelino Sosa. Cien metros más afuera esta calle se interrumpía con el muro de la Estación Goes de tranvías, lo que determinaba una muy escasa circulación de vehículos y un campo ideal para partidos de fútbol, básquet (el cesto eran los balcones), frontón de pelota, picados, paleta y el juego que pudiera ocurrírsenos. Las pelotas variaban según el ritmo de nuestras economías: una colecta para llegar a los 25 centésimos, valor de una de goma. En caso contrario, de papel de diario, atado fuertemente con las peludas piolas que los canillitas abandonaban al deshacer los paquetes de diarios. Si conseguíamos una media, bueno, rellenándola con trapos, tensándola al máximo y cosiéndola con aguja e hilo lográbamos darle consistencia y dureza, como para que rebotara en el pavimento.

La primera convocatoria no iba más allá de las nueve o diez de la mañana. En las puertas bloqueadas a la calle Blandengues, del bar de los antedichos hermanos, nos dábamos cita diez, doce o más gurises que vivían casi todos en un radio no mayor de 200 metros. Los “juegos” se sucedían por “épocas” y en forma espontánea. Por supuesto que la “época de la cometa” estaba signada por el almanaque y la primavera, pero las otras obedecían a una misteriosa consigna que recorría toda la ciudad. Ocurría que un día alguien decía: “¡Saben, empezó la época del balero!” Y brotaban de inmediato de cajones, altillos y roperos los nobles baleros de pesadas bochas y veteadas maderas. No sé de dónde partía la orden inicial, pero en pocos días en todo Montevideo, en cada esquina, portal o baldío, un enjambre de gurises se entretenía en orbitar sus planetitas de madera. Y así, se sucedían la “época” del yo-yo”, del trompo, del balero y la corneta. La “bolita” no tenía épocas, se jugaba todo el año, igual que a las figuritas y al chante y cuarta con piedras, pedazos de baldosa o lo que hubiera a mano.

Lo que imperaba siempre era la creatividad y la solución de los problemas por el “colectivo” de los chicos. Cuando la lluvia o el mal tiempo impedían los juegos al aire libre, imperaban en los zaguanes las damas, el ajedrez, el futbolito de clavos o la lectura de historietas. Ahora los niños juegan en los clubes, no están en la calle. Si, están más protegidos y acompañados por adultos, pero se limitó la espontaneidad, todo se encuentra previsto y ordenado, desde los juegos hasta los horarios y los reglamentos. La función de “leader” que estuvo asumida en otras épocas por uno de los gurises, la cumple ahora un profesor de Educación Física. Los conflictos los resuelve ahora ese mismo profesor, si hay sanciones corren por su cuenta o por los directivos del club. Cuando niño, las infracciones al código de conducta se sancionaban colectivamente. Lo peor era el cese de la comunicación: en los muros aparecía de pronto la temida leyenda “boicot a fulano” y ese fulano tenía que asumir su ostracismo durante un período que podía ir de días a semanas.

A quemar el Judas

La vida en la casa del comandante Paz era dura y austera. Salvo una estufa eléctrica que la abuela encendía un rato por las noches en su dormitorio, no recuerdo que nadie más apelara a aparatos de este tipo para entibiar en invierno tan heladas y ventiladas casas. A lo sumo algún primus con un ladrillo encima, ése era el recurso autorizado contra el frío. ¿Ventiladores? De eso sí que estoy seguro: nunca existió artefacto de esa naturaleza en la casa. Pero lo curioso es que nadie que yo pueda recordar se quejaba del frío o del calor. Para el calor del verano, la abuela sujetaba todo el día una pantalla de hoja de palma en su mano derecha y a su vaivén proyectaba espaciadamente aire en su rostro. Razonándolo, tiene su lógica. La familia venía del campo, de una casa sin energía eléctrica. Se necesitaban una o dos generaciones más para sentir como necesarias las estufas y los ventiladores.

La austeridad no sólo pasaba por ese lado. Por ejemplo, los cumpleaños no iban mucho más allá de un “que tengas un feliz cumpleaños”. Nada variaba, el día era como todos los otros, no se hacían obsequios, por cierto que nones de tortas, velas o canciones. A lo sumo con el buenas noches, se acompañaba “que termines bien el día”.

La cosa cambió en la familia con la llegada de Walter, el primer hijo de la tía Maruja y Oscar Schiaffarino. El papá supongo venía de una familia más “fiestera”, o más normal, simplemente. En los aniversarios del primogénito, tío Oscar tiraba la casa por la ventana. Tiraba la del Comandante, porque él vivía en un pequeño apartamento en el Reducto y para las fiestas se le cedía la casa de la calle General Flores.

Pero ésto fue la excepción, la única excepción.

Sucedía algo parecido con las fiestas de calendario. La navidad y el día de fin de año o año nuevo, eran iguales a los otros. No lo tengo claro, pero en buena medida, esta manera de ser, era bastante común en las casas de los amigos del barrio. Por cierto que nadie esperaba despierto el año nuevo, salvo que fuera una noche de excepcional calor, y en casos así se acostumbraba que toda la familia sacara sillones y mesa a la vereda previamente mojada y refrescada. Y tal vez, si el calor era insoportable, se escucharían las doce campanadas del 31. Pero con seguridad eso no motivaría mayores comentarios. En ese entonces no se conocía Papá NoeI y creo que tampoco los arbolitos de Navidad.

La única celebración del verano era la quema del Judas, y eso era así porque éramos los niños los que nos encargábamos un mes antes de organizar colectas, rifas y “pechazos” de todo tipo para recaudar fondos para la noche del 24. El Judas se colgaba de un alambre atado de dos árboles de veredas opuestas, se hacía una gran fogata debajo y se terminaba con fuegos artificiales que comprábamos en Primucci, en Arenal Grande y Justicia. Pero ninguno de nosotros tenía la más mínima noción del porqué del Judas, del sentido de la Noche Buena o de la Navidad. Hoy pienso que la influencia laicista de don José Batlle y Ordóñez era en ese entonces muy fresca y muy fuerte. El diario El Día escribía “dios”, así, con minúscula. Por ley se había cambiado el nombre de la Navidad, por “día de las familias”, el seis de enero era “el día de los niños”, el ocho de diciembre “día de las playas” (aunque éste creo que se mantiene aún vigente en el imaginario colectivo). Esa era por ejemplo la designación que podíamos leer en los almanaques y la que estaba en boca de la gente (salvo quizás la de fe católica manifiesta). En casa de la abuela se decían “católicos” y las expresiones “¡Virgen santísima!” o “¡Santa Bárbara bendita!” se oían a cada rato. La Iglesia existía en los grandes momentos: bautismo, primera comunión y casamiento. Después todo el mundo prescindía de ella sin preocupaciones. En casa de Doña Paz nadie iba a misa por ejemplo, no había crucifijos en las paredes, ni cuadros con motivos religiosos, ni rosarios, ni misales. La oración no existía y nadie pisaba una iglesia si no era para asistir a una ceremonia social.

En lo que a mi respecta me hicieron concurrir a los siete u ocho años a recibir instrucción para la primera comunión a la Iglesia de Concepción Arenal y Guaviyú. Tengo un buen recuerdo de los partidos de fútbol en la cancha de la Iglesia y del chocolate que nos tomábamos después de la misa. Una vez cumplida (la primera comunión) nunca más se me ocurrió asistir a misa, ni nadie en mi casa ni siquiera me lo sugirió.

Oficios y oficiantes

Cuando en estos relatos hago referencia al “barrio” hablo de las tres cuadras que sobre Marcelino Sosa median entre Marcelino Berthelot y la Estación Goes, entonces “Estación de La Comercial” (empresa de tranways). Y además una cuadra a cada lado de las calles que atraviesan esa recta.

En ese pequeño sector de andanzas infantiles prosperaba un buen número de pequeñas industrias, más algunos talleres artesanales, que desplegaban ante nosotros inesperadas maravillas.

El más humilde, el del zapatero “remendero”, como se le llamaba en ese entonces, Don Nicola. Un italiano que nunca supimos su verdadera estatura porque siempre lo conocimos sentado en una silla petiza, en su taller, la boca arracimada de clavos y un gesto siempre amable. Cuando terminaba el «que tu que ti que taque”, Don Giuseppe, perdón, Don Nicola, consumidos los clavos, recuperaba el habla, un español en ciernes que nunca pudo desembretarse de su italiano del sur. Sus “prego mochachos” y sus “bene, bene” resuenan todavía en mis oídos.

Justo en la esquina de Blandengues y Marcelino Sosa funcionaba “la imprenta”. No nos permitían entrar al local, pero desde la puerta nos hipnotizaba la velocidad del operario que sobre una plancha y con una pequeña pinza en su mano iba sacando de cajoncitos horizontales -uno por letra- las correspondientes al texto a imprimir.

Pero nos maravillaba la rapidez con que armaba los textos escribiendo al revés (al imprimirse se invertía).

Frente por frente, la “escobería” o fábrica de escobas, también de suelas para zuecos de madera, comunes entonces. Alguna vez supimos salir, generalmente en equipo, a solicitar en el vecindario palos de escobas viejas y latas de aceite vacías. En la escobería nos pagaban por palo o por lata, un moneda de un vintén (dos centésimos). Los palos los pulían y volvían a sus vaivenes barredores, con las latas se confeccionaban los conitos que cubrían el extremo superior de la paja. Esta tarea pudo aportarnos en alguna oportunidad el “circulante” necesario para una garufa de cine y bizcochos, sábado por la tarde.

Pero el lugar que tenía un especialísimo encanto era el taller del italiano D’ Isabella, padre de varios gurises amigos de la barra. Entrar y que el buen señor nos permitiera sentarnos calladitos, era un raro privilegio que se daba muy de vez en cuando. D ‘Isabella había llegado de Italia con un oficio que aquí no era muy común: arreglar instrumentos de viento. El taller que ocupaba una de las habitaciones delanteras de su casa, también frente a la imprenta, estaba repleto hasta por las paredes de extrañas estructuras de pulido bronce curvado, que hoy identificamos como tubas, cornos, saxos, trompetas, trombones... Lo bueno era que los clientes de D‘Isabella que llegaban a retirar sus instrumentos los probaban. Y aquellos sonidos, escalas, trozos de canciones, melodías esbozadas, eran para nuestros oídos una experiencia muy poco común.

La Panadería de Pombo en Blandengues, un señor gordo, afable y grandote, que se mezclaba a veces con nosotros en nuestros picados futboleros en plena calle. Pombo era un amigo más. Cuántas veces en medio de un partido de fútbol, un “¡araca la cana!” o “¡la cana!” y muchos nos escondíamos en la panadería del gordo Pombo. El local hacía una gran “L”, se pasaba por el sitio donde se amasaba el pan en la trastienda, los hornos, las caballerizas, el depósito de los carros (jardineras) y los arneses y se salía finalmente por la calle Rocha. Cuando la policía solicitaba “permiso para entrar” el gordo se hacía el distraído, dejaba pasar unos segundos, dándonos así tiempo para tomar distancia de los “botones” y la “perrera”, que así denominábamos al vehículo en que a la corta o a la larga nadie se salvaba de ser transportado a la comisaría para una estadía de varias horas en un destemplado y aburrido patio interior.

A pocos metros, en Aramburú y Marcelino Sosa, un curiosísimo negocio o comercio o instituto de enseñanza. El garage de Cernuschi, un señor que dominaba no se cuántos idiomas. Allí se guardaban autos y se enseñaba inglés, francés, italiano. Años más tarde -ya tenía yo unos 25 ó 26 años- hube de rendir examen para locutor en el SODRE, y fue Cernuschi quien me introdujo en el complicado laberinto de la fonética alemana. Sólo fonética, por suerte, porque lo único que exigían en el SODRE era pronunciar correctamente los nombres de los compositores y/o directores de apellido alemán. De nada me sirvió Cernuschi y su tedesco, salí entre cuarenta en el puesto número dieciséis. Y era UN SOLO CARGO para un concurso que duró tres días, con una prueba inicial eliminatoria!! Tiempo después me enteré que había “ganado” el hijo de un alto funcionario del organismo, fallecido poco tiempo antes. El Uruguay tiene sus tradiciones, no cabe duda.

Y para el final de Oficios y Oficiantes, un recuedo para el gallego Don Manuel, dueño de un barcito mínimo en la esquina de Aramburú y Sosa. Allí me mandaban antes del almuerzo en verano, a buscar una jarra de cerveza cruda. Todo un mecanismo de sutil ingeniería el barril de roble, el encanillado cromado, el serpentín cubierto de hielo trozado y la cerveza brotando espumosa sobre la jarra. La cerveza cruda, la verdadera cerveza chop, es una de las cosas que se perdieron en el tiempo. La vida de la cerveza cruda se contaba por horas, había que consumirla en el día, no pudo competir con la economía de la pasteurización Pero es difícil olvidar su sabor a levadura, y paladear aquella gruesa espuma amarillenta que desbordaba el vaso hacia los costados sin volcarse, por lo densa y compacta. Brindo por ti, gallego Manuel, oficiante del serpentín y la cerveza!

General Flores, la Avenida

Verdaderamente era todo un centro de actividad diurno y nocturno. Aún hoy, a pesar de la crisis y el cambio en el estilo de vida (quizás no tanto estilo sino posibilidades) del montevideano medio, General Flores sigue siendo un centro comercial (claro que muy alicaído). Casi podría afirmar que General Flores de la década del cuarenta era comparable al 18 de Julio del año 2000.

LLegaba la noche y los bares, las confiterías, el concurrido café Sorocabana, los cines, volcaban en la avenida gente ávida de caminar, mirar vidrieras, encontrarse con amigos, “dragonear” como se decía entonces a las primeras miradas de entendimiento entre hombre y mujer. Mi casa, (y siempre que digo mi casa, por supuesto me refiero a la casa de la abuela) estaba ubicada en un punto de especial movimiento: Flores y Aramburú, frente por frente al café Vaccaro, quizás el establecimiento “punta” en la época en ese ramo. Mesas de mármol, cómodas butacas, platea para un público que los fines de semana disfrutaba de orquestas y cantantes que desfilaban por su palco (4). El café “Vaccaro” contaba de varias plantas: en la superior, que se abría en grandes balcones terrazas hacia las dos calles, se llevaban a cabo concurridos bailes. En la media había servicio de masajes, peluquería y “belleza” para hombres. Fue la primera y no sé si la única en el género. Allí los caballeros eran afeitados, se les cortaba el pelo, se le arreglaban las manos por expertas manicuras. Pero había también masajes faciales, cremas reparadoras, baños de “calor húmedo” para limpieza de comedones (puntos negros). En la planta baja, el café; con un sector que funcionaba como restaurante a la carta. En el palco del Vaccaro llegó a cantar el Mago Carlitos Gardel en dúo con Razzano.

A metros de la Avenida, el Gran Electric Palace trabajaba noche a noche con plateas llenas. En mi memoria están todavía las funciones que se componían de películas sonoras y películas mudas. Sucedía que años después de inaugurarse el cine sonoro, los primeros films llegaron al Uruguay allá por el 29 ó 30; igualmente seguían pasando films mudos de cuatro, cinco o más años atrás, para complementar la parte central de la función, que era la película sonora recién estrenada. Ya sobre la avenida el cine Lutecia, de más categoría, ofrecía films de estreno, una entrada más cara y un ambiente más refinado.

En las noches de los fines de semana, se hacía difícil caminar por la vereda noreste, números impares, donde se concentraba la mayor parte de los comercios. Como curiosidad les cuento que frente a la estación Goes funcionaba un bar automático. Toda una pared cubierta por pequeñas ventanas, vitrinitas por donde se observaba la mercadería. Colocando las monedas correspondientes por una ranura, se abría la puerta y se podía acceder así a la medialuna rellena, al sándwich, a una masa dulce o a una milanesa.

A pocos metros, el Bar Caballero era un punto de reunión muy especial. Tenía como característica dos grandes mostradores curvos en semicírculos enfrentados. En uno se vendía sólo la bebida; en el otro las especialidades que habían dado fama a la casa: chorizos y morcillas con salsa caballero. Las servían ya picadas, y el sonido de la cuchilla sobre la madera que hacía el cortador no cesaba en ningún momento. Era una costosa empresa llegar hasta el mostrador y conquistar un lugar en él. En la misma cuadra abría sus puertas la Confitería del Oro, para una clientela predominantemente femenina. Frente por frente, La Magnolia, que con La Napolitana en la Plaza Independencia, eran las dos grandes heladerías de la época. La Magnolia fue la primera que puso vendedores de helados en la calle. No eran carritos, eran grandes y pesados cilindros que los vendedores transportaban con una correa al hombro. El salón de La Magnolia alojaba largas filas de mesas donde en verano se podían gustar las copas de la casa. La “Melba”, con fondo de duraznos en almíbar; la “copa americana”, con chantilly coronado por una gran guinda; y la copa “Magnolia”, que tenía tal altura que de niños teníamos que pararnos para poder llegar a su parte superior. A un costado se vendían los helados al paso. No existían todavía los cucuruchos, pero recuerdo perfectamente que los vasitos más chicos se vendían a un centésimo, los había también de un vintén y de cinco centésimos los de mayor tamaño.

General Flores hacia el Palacio, a pocos metros del Vaccaro, era sede de un establecimiento casi único en Montevideo. Un gran “spiedo” a leña comenzaba a girar al morir la tarde. La casa Bianchi (creo que hasta hoy mantiene ese nombre) era un sitio tradicional del viejo Montevideo (5). De todos lados llegaban ávidos consumidores de las varias especialidades que preparaban los Bianchi y sus hijas Chichi y Beatriz. Uno de los balcones de la casa de General Flores -casa de altos- se abría frente a la azotea y a la chimenea del spiedo Bianchi. Recuerdo muy bien que en las noches de verano yo insistía en que quería dormirme mirando las “chispitas” de los Bianchi. Si mi insistencia daba frutos, me acostaban en la “chaise longue” del escritorio de la abuela Paz. Cuando atizaban el fuego verdaderas bolas de chispas se desplegaban frente a la ventana. Quizás yo las vivía como fantásticos fuegos artificiales.

La guerra

Nadie escapó al sacudón cuando llegó la noticia de que Hitler había invadido Polonia. Eso ocurría allá por setiembre de 1939, cuando yo aún no había cumplido los once años. De golpe pasó a las acciones militares el interés que hasta ese momento se centraba en el fútbol, en las matinées de los sábados o en las tareas escolares. Todos vivíamos junto al receptor de radio, donde de la noche a la mañana se multiplicaban los comentaristas de política internacional y los analistas militares. En mi casa se hacía absoluto silencio cuando a mediodía, por radio Carve, el doctor César L. Gallardo daba a conocer su opinión sobre la marcha de las acciones bélicas.

El doctor Gallardo había sido hasta ese entonces comentarista de fútbol y pasóse de un día para otro de los cañonazos del artillero Young a otros de pólvora seguramente menos deportivos y más destructivos. Un diario había publicado un mapa en colores de Europa, el oeste de Asia y el norte de África. Pude pegarlo en un cartón y colgarlo sobre la vieja Zenith. Y allí, con alfileres de distintos colores, me entretenía diariamente en marcar las posiciones de los distintos ejércitos.

El tema guerra era omnipresente. No sólo en las radios, también los diarios, las revistas, no hablaban de otra cosa que de las victorias alemanas. Los niños coleccionábamos las figuritas que adjuntaban los chocolatines para el álbum Mundial. En brillantes cromos se presentaban fotografías de los gobernantes de cada país, sus cancilleres, sus ministros de guerra, así como también los barcos de cada flota, los submarinos, los aviones, la artillería, los tanques, etc., describiendo con lujo de detalles cada tipo de armamento, su capacidad de tiro, su alcance, su número. Era la primera guerra en que los aviones jugaban un papel decisivo. Aviones a hélice, aviadores con antiparrras. Los Hurricane y los Spitfire ingleses contra los Messermicht alemanes. Y la guerra fue por lo menos para nosotros, los más chicos, un partido de fútbol más. Estaban los que “hinchaban” por los aliados y los que eran partidarios de los alemanes. También los políticos se dividieron. Los blancos, por aquello quizás de Partido Nacional, apoyaban el Nacional Socialismo de Hitler. Los colorados estuvieron desde el principio del lado de los aliados.

Al tiempo de haberse iniciado las acciones bélicas empezamos a sufrir sus consecuencias indirectas. El pan se volvió amarillo y con gusto a afrechillo, supongo que la harina se enviaba al frente de batalla (a buen precio). El azúcar perdió su pureza y su blancura. Por años debimos consumir uno de segunda con partículas negras, que le daban un gusto y un aspecto no muy agradable. Desaparecieron de la mesa los productos importados de Europa. Nunca más aceite de oliva español; fue sustituído por otro que se empezó a refinar aquí y que se extraía, no podíamos creerlo, ¡del maní!

Lo que más sufrió el país fueron las limitaciones en la importación de petróleo, que se destinó para fines prioritarios. Fue muy escaso el que se dirigió al consumo de los automovilistas. Ello llevó a la adaptación del “gasógeno”, grandes y gruesos tanques de hierro que se colocaron a los costados de los automóviles (generalmente sobre los estribos que en ese entonces tenían todos los coches). Allí se quemaba prioritaramente carbón, haciéndolo a combustíón lenta. Había que realizar adaptaciones al motor para que detonara otros gases que no fueran los de la nafta. Lo que era inevitable era la densa nube de humo tóxico que desprendían esos automóviles propulsión a carbón.

Un spitfire uruguayo

Nuestro gobierno quiso contribuir con el costo de un avión caza Spitfire y donarlo a la Royal Air Force. Para eso autorizó a cobrar dos centésimos la entrada a los andenes de la Estación Central del Ferrocarril (para las personas que no iban a viajar, por supuesto). Se instalaron así máquinas tickeadoras en cada andén de la Estación. Tal era el enorme movimiento de gente en la vieja Estación del Ferrocarril, inglés en ese entonces, que en poco más de un año se había reunido la suma de dinero necesaria para costear un avioncito. Lo curioso del caso -toda una alegoría de las tradiciones mas arraigadas de los orientales- que después de comprado el avión, después que se acabó la guerra y por décadas, hasta que se clausuró la Estación, ya General Artigas y del Estado, se siguió cobrando entrada (actualizada por las devaluaciones) a los acompañantes de los pasajeros o a quienes llegaban a esperarlos. Como el Uruguay, no hay.

Al pasar el tiempo y después del ataque japonés a Pearl Harbor, los países latinoamericanos fueron declarando la guerra al “eje” (eje Berlín-Roma, capitales de los dos aliados europeos). Se creó entonces la Dirección de Defensa Civil y se dispuso la instrucción militar obligatoria (que muy pocos cumplieron). Podía sonar en cualquier momento la sirena de alarma ante ataque aéreo. Si era de noche se apagaban las luces, se detenía el tránsito, cesaba toda actividad. Una nueva sirena indicaba la reanudación de la actividad; el peligro había pasado. Por supuesto que los tales ataques nunca pasaron de ser simples ejercicios inútiles, porque no había posibilidad técnica, ni aviones con alcance suficiente ni motivaciones tácticas para bombardear Montevideo. Pero evidentemente era parte del juego. Lo que no lo fue tanto fue el hundimiento de barcos uruguayos por parte de barcos alemanes de la flota del Atlántico. Y la batalla naval de Punta del Este, de la cual fuimos casi espectadores.

Posiblemente el índice de la embajada americana señaló a los comercios que no se alinearon con los aliados (o que no contribuyeron con $$$). Y así aparecieron las listas negras. Comercio o industria que aparecía en una lista negra estaba sentenciada al cierre. Muy pocas pudieron aguantar el boicot; la óptica Pablo Ferrando fue una de los pocos sobrevivientes. Bajó la cortina el laboratorio Bayer. Poco después aparecía Winthrop, americano, con la réplica de todos los productos de Bayer. Murió la Cafiaspirina y nació el Mejoral. Ya los negocios estaban en la trastienda de las guerras.

La gente común, el pueblo, sí se tomó la cosa en serio. Cuando cayó París en manos de los alemanes la gente lloraba frente a los pizarrones de los diarios. Al desembarcar los aliados en Calais todos nos abrazamos en la calle.

Todo fue por la guerra

Cursaba primer año en el Liceo Varela, donde hoy funciona el Instituto Alfredo Vázquez Acevedo. Restaban pocas semanas para terminar las clases cuando al salir a uno de los recreos al grito de “¡Alemanesl” alguien desde atrás me pega un formidable golpe en la cabeza con un mazo de libros y cuadernos. Advertí de inmediato que había que contestar “¡Alemanes!” para evitar ser golpeado. Si uno no contestaba, o contestaba “¡Aliados!”, debía con agilidad evitar el mochilazo. O sufrirlo y continuar el juego con el grito de guerra preferido. Sé que me di vuelta y al grito de “¡Aliados!” descargué mis libros sobre la cabeza de quien estaba a mis espaldas. Con tal mala suerte que no advertí que el supuesto “alemán” era un profesor (de baja estatura) adscripto a la dirección. Ahí me di cuenta que había perdido la batalla, qué digo... ¡la guerra! Primero me suspendieron por veinte días más no se cuántas faltas disciplinarias. Al fin del año: eliminado (debo reconocer que no fue sólo por el incidente) y excluído del Liceo Varela. Me dieron pase para el Miranda, que funcionaba en una antigua casona de la calle Sierra, hoy Avenida Fernández Crespo. Años después constaté que me hicieron un favor: los años que pasé en el Liceo H. Miranda fueron, creo, los más felices de mi vida.

Segundo “B”

Segundo año en el Miranda, en el viejo local de la ex calle Sierra. Las niñas se sentaban en las filas delanteras, por riguroso orden alfabético. Los varones a continuación, también de la A a la Z. Así el azar me confirió una singular situación: la que cerraba la serie de las compañeras y cuyo apellido comenzaba con T era número impar. Y los bancos eran para dos. Y yo, por empezar mi apellido con A, era el primero de los varones y hube de compartir todo el año el banco central de la segunda fila con Diana T., que tal era el nombre de mi compañera. Gran compañera, que fue también amiga con los años y casi una hermana contemporánea. Trigueña, pecosa, de estatura mediana, se sentaba a mi derecha. A mi derecha, porque recuerdo muy bien su codo izquierdo clavándose de golpe en mis costillas, para traerme a la realidad cuando algún profesor estaba advirtiendo mi distracción (crónica) o percibía que mis intereses en ese momento no estaban centrados en su discurso.

Exelente alumna, Diana era responsable, estudiosa, y para mi suerte excelente dibujante. El año anterior me habían enviado a examen en Matemáticas y Dibujo. Salvé Matemáticas en diciembre y me bocharon en ¡dibujo! Que tuve que volver a rendir en febrero. Pero en segundo, gracias a Diana o a la habilidad de sus manos, pude obtener una de las mejores notas de la clase. De todas maneras confieso que nunca entendí -creo que nunca me lo explicaron bien- la relación entre el sombreado y la luz. Tuvieron que pasar ocho o diez años para que pudiera desentrañar esa ecuación. Lo que me faltaba entender era que ese rayado a lápiz que hacíamos a un costado del jarrón que dibujábamos, correspondía a la zona de sombra. ¡Tan simple parece! Pero creo que nadie, incluso Diana, se preocupó por explicármelo!

Algo parecido me pasó con la trigonometría. Muchos años después, recordando y razonando, llegué al punto: todo estaba en que a dos determinados ángulos en un triángulo indefectiblemente corresponden determinados lados, y el tercer preciso ángulo. ¿Quién es el responsable? ¿El que no entiende o el que explica? ¿Ambos? Tal circunstancia puede hasta determinar un futuro, una vida, un campo de trabajo. Cuando terminé cuarto, tanto había sufrido por no entender ni jota de álgebra y trigonometría que elegí orientación Derecho y Ciencias Sociales… ¡¡¡PORQUE NO TENÍAN MATEMÁTICAS!!!

En Facultad luego, la abogacía, el derecho, me parecieron las más áridas, resecas y vacías disciplinas. Rendí cinco exámenes. Los aprobé. Pero cuando surgió la posibilidad de trabajar en Radio Sarandí, el Código Civil y el Código Penal echaron raíces en un estante de mi biblioteca.

Deslumbramientos

El primero, como quien dice, me tomó con las defensas bajas. Tendría quince años, poco más o menos, cuando una tarde hago rodar el enorme dial de la Zenith y surge de pronto una poderosa voz que dice, canta, recita; una voz de entraña y humus y profunda tierra tropical. Era Nicolás Guillén, el cubano, leyendo sus poemas en el Cine Astor. La conmoción fue intensa. Nunca antes había escuchado a nadie que pudiera, con su voz, con sus graves de órgano, transformar la palabra en música pura. Tiempo después pude hacerme de sus obras completas. Años más adelante pude adquirir un “33 revoluciones”, con una selección de El Son Entero. Tantas veces pasé y repasé la placa, que la honda voz negra de Guillén sucumbió derrotada por la púa.

En la clase de literatura de quinto, el profesor LLambías fue quien nos puso en contacto con otro músico de la palabra, el norteamericano Egdar Allan Poe. Sus sonoridades me “alucinaron” como se usa decir ahora. No lograban conformarme las traducciones existentes. Entonces, con las dos que pude conseguir, Rafael Obligado y otra cuyo autor no recuerdo, más un buen diccionario de inglés, hice mis propias versiones de Poe. Annabel Lee pude registrarla de memoria en inglés. Yo era un pésimo alumno de inglés y tuve siempre una memoria imposible, pero valió la pena el esfuerzo para poder disfrutar del sonido original. Años más tarde el nombre de Anabel pude ponérselo a mi primera hija mujer. Además desde muy pequeña le canté el poema de Poe, como canción de cuna.

Fue también ese año, cuando cursaba quinto de secundaria, que comencé a trabajar media jornada en el diario El Debate, una tarea que variaba de auxiliar último a mensajerías varias. A veces tenía que trasladarme a la casa del doctor Luis A. de Herrera, en la Avenida Larrañaga, para recibir del anciano político el artículo que se iba a publicar al día siguiente. Otras me correspondía repartir ocho o diez “Debates” entre clientes importantes de la Ciudad Vieja, o depositar un cheque o un documento bancario. Fue en una de estas oportunidades en que me desplazaba por la calle 25 de Mayo, cuando advierto que frente a la librería Barreiro se extendían largas mesas con libros en liquidación. Pensé detenerme un par de minutos y hojear alguno de aquellos inalcanzables tesoros. Pero uno de ellos era “El Hondero Entusiasta” y otro “Prólogo a los Caballos Verdes” de Pablo Neruda. Fue entonces que perdí la noción del tiempo, de mi trabajo y del horario bancario. Cuando desperté y miré el reloj constaté que los Bancos habían cerrado. ¿Qué explicación dar? Comprendí que la verdad era poco creíble. Y que si la decía, quedaría como mentiroso o en el mejor de los casos como tipo raro...

Fue así que cuando volví al diario conté que me había sentido mal del estómago, que habia sufrido repetidos cólicos y que había recorrido los servicios higiénicos de varios bares. Dicho esto, para rubricar mi fábula, salí corriendo para el baño de El Debate.

Todo me salió tan redondo que el sub administrador don Humberto B. me dijo: “Muchacho, no podés seguir así… tomate un taxi y andate para tu casa... la Caja se hace cargo...” No pude menos que agradecer al buen señor B. y al hado, o al destino, que abrió una duradera ventana en mi cabeza al hacerme pasar por la liquidación de Barreiro y Ramos.

Los cofrades del altillo

En una casa de la calle Blandengues vivía uno de ellos, y en el altillo con balcón a la calle establecimos el cuartel general del grupo. Ya adolescentes, los temas que allí se trataban no eran exactamente los mismos que ocupaban el tiempo a la barra que ocupaba los escalones del Bar de don Severino. El grupo del altillo también -no podía ser de otra manera- centraba su temática en el fútbol y en el sexo, pero también se empezaban a plantear temas más bien filosóficos, cuestiones políticas o religiosas, o giraba todo alrededor de un libro o de algún músico “en onda” en aquella época. En una oportunidad hubo consenso en que lo más importante era leer biografías de grandes hombres. Y fue así que nos pusimos a devorar todo lo biográfico que quedó al alcance de nuestros ojos: Bismark, Miguel Ángel, Napoleón Bonaparte, Dante Alighieri…

No había duda: buscábamos modelos, estilos de vida. Buscábamos en el fondo nuestra identidad. Entre los diecisiete y los veinte, años que abarcó el grupo del altillo, pasamos de cultores del hedonismo a sacrificados ascetas puritanos; de idealistas a positivistas, de conservadores a liberales. Claro que todo el ascetismo y puritanismo se derrumbaba cuando de la heladera del dueño de casa aparecía la obra culinaria culminante de su madre: la torta de longaniza. Ahí naufragaban nuestros propósitos de hombres superiores y triunfadores sobre las debilidades de la carne. Sobre todo cuando ésta era de cerdo y embutida con fragantes especias.

En esa época, salvo la hora del almuerzo, no se me veía demasiado por la casa de la abuela. Leía toda la noche o el resto que quedara y dormía después, por la mañana. No se cómo lo hacíamos, pero en una o dos noches nos devorábamos un libro de la colección Austral de Espasa Calpe. A esa velocidad, en cuatro o cinco años de fagocitaciones de letra impresa, nos metimos en el cráneo toda la literatura francesa, italiana, rusa, americana, uruguaya, editada en esa época...

Un lugar de encuentro era la librería de usados del matrimonio Lamas, en Eduardo Acevedo. Eran breves las largas horas que nos pasábamos hurgando y leyendo en las mesas de 10, 20, 30 ó 50 centésimos Y nos fuimos encontrando con el tiempo con los mismos revuelve libros, los había “doctores” y también casi “bichicomes”. Cuando el “quórum” era alto nos trasladábamos a celebrarlo con un café al viejo “Sportman” de 18 y Tristán Narvaja. Y cuando el dinero escaseaba, o cuando los autores no se conseguían en mesas de “usados”, nos quedaba el recurso de la Biblioteca Nacional, que funcionaba en un ala de la que fuera por años Facultad de Ciencias Económicas, sector Este del edificio de la Universidad de la República, con entrada por Eduardo Acevedo. En sus agrietadas mesas jornada a jornada nos digerimos toda o casi toda la obra de Sartre, desde “Por Los Caminos de la Libertad” hasta los caminos más densos de “El Ser y la Nada”. Sartre, luego de pasar por Camus y picotear lo que podíamos en Heidegger. Anoto estas circunstancias porque creo que a falta de televisión y computadoras, a mi generación se le hizo fácil hundirse totalmente en la lectura. Era, aparte del cine, la única forma de participar del pensamiento y la obra de los grandes creadores de la época. Entre el lector y el libro se generaba un espacio, un mundo de intimidad exclusiva que brotaba y se ordenaba a partir de la fantasía. Escenarios que se creaban o por lo menos se recreaban en un ejercicio vivificador de la imaginación, herramienta elemental de la creatividad en todos los campos.

La señal

Apenas cumplimos los dieciocho, los del grupo del altillo nos pusimos de inmediato a ejercer nuestros derechos de ciudadanos mayores. Podíamos entrar a los bares, jugar al billar en el sótano del Café Ateneo, entrar al continuado del Hindú (primer y único “franja verde”, como se calificaba entonces), viajar al extranjero (a Buenos Aires, no más) y asomar la nariz -apenas- al cabaret Boston, al Moulin Rouge o al más de barrio, el Marabú, en la calle Arenal Grande. Pero de todos estos sitios ahora permitidos por la “adultez”, habrá de ser la ruleta del Parque Hotel la que merezca comentarios más amplios.

Durante varias noches estuvimos estudiando el juego, sus posibilidades y esbozando planes y sistemas de apuesta “que no podían fallar”. Juntamos entonces nuestras “economías” (casi escribo “moneditas”) y nos “decidimos” a hacer saltar la banca. Bueno... en realidad pensábamos que con el juego a chances y con conducta, a la larga, el cálculo de posibilidades nos favorecería. Jugamos la primera noche en mesas separadas, apostando sólo después que se hubiera repetido tres veces una de las dos opciones de la chance. Esa noche no dejó de llamarme la atención que a mis amigos les había ido desde regular a bien. En cambio yo no había dado pie en bola, o la bola no había hecho pie en donde yo apostaba. En definitiva, en mi caso, no se había cumplido la presunta ley de que después de tres negros aumentaba la posibilidad de que saliera colorado. Ante mi asombro los impares se repetían innúmeras veces, cuando yo jugaba a los pares. Se daba par cuando ya, asustado, dejaba de apostar. Lo mismo con mayores y menores o con colorado y negro. Ese quizás fue el primer alerta, que no supe escuchar. El juego de azar tenía y tiene para mi -estoy convencido- una especial reluctancia. Por años no advertí esa evidencia, perdí siempre en todos los juegos de azar que participé. Ruleta, siete y medio, monte, punto y banca, hasta las modestas lotería y quiniela. Ni siquiera una rifa por una torta. O la lotería de cartones. Nada. Hasta que comprendí que si quería hacer dinero tendría que trabajar o heredar una fortuna (hoy compruebo que trabajando, sin buena fortuna, es muy raro hacerla buena).

Ahora bien, lo que acabo de contar tiene relación con un hecho que me sucedió veinticinco años después. El telón no había caído. El futuro me reservaba un segundo acto enigmático, además de aleccionante. Casi un pase de prestidigitación. Viajaba entonces en representación de Roche International, cubriendo la zona de Tacuarembó y Rivera, ciudades y pueblos. Sucedió que adelanté mi trabajo en Tacuarembó y llegué un miércoles, un día antes de lo previsto, a Rivera. Luego de cenar, como ninguno de mis compañeros había llegado aún, salí a caminar solo por la calle Sarandí. Sin rumbo y sin proponérmelo me doy cuenta que frente a mi tengo el edificio del Casino de Rivera. Me entraron deseos de conocer la sala y de puro curioso nomás saqué una entrada para “mirar” y “distraerme” un rato con el espectáculo, siempre interesante, que dan los apostadores. Como era de prever, al rato me entraron ganas a mi también de probar fortuna. Y ahí, empecé, con los lógicos altibajos (más bajos que altos) a dejar todo el dinero que tenía encima (el que tenía para pagar el hotel, propinas, taxis, restaurantes, desayunos, encargues bagayeros, pasaje luego para Minas de Corrales, pasaje de regreso a Montevideo, etc.) Como paralizado me quedé largo tiempo observando la saltarina danza de la maldita bola y pensando cómo diablos iba a resolver mis gastos sin un céntimo encima.

Era ya casi la una de la madrugada del jueves y escucho el grito que anuncia la primera de las tres últimas de la noche. Simultáneamente advierto que en el bolsillo tenía aún un arrugado billete (serían como 200 pesos de ahora). Eso y nada era lo mismo, pensé, así que lo coloqué en una calle y para mi sorpresa: ¡¡acerté!! Volvieron entonces a entregarme fichas que ya con más entusiasmo las distribuí en cuadros, calles y semiplenos. Volví a acertar, y cuando cantaron “¡se va la tercera!” me jugué al once en plenos, semiplenos, cuadros y calle. Petrificado siento que cantan “¡negro el once!”… Recojo la ganancia y corro a la cola de la caja para canjear las fichas. Me entregaron un montón de billetes que con los nervios no pude darme clara cuenta de cuánto se trataba. Recién cuando llegué a la habitación del hotel pude contar el dinero. Reconté los billetes una vez, dos, tres veces. ¡No podía creerlo! Con diferencia de centésimos, era exactamente la misma cantidad de dinero con que había entrado al casino. Si, no puedo negarlo, sentí algo así como haber participado en un gran orden universal, del cual yo era un minúsculo, ínfimo, engranaje, pero con responsabilidad y sentido. Fue así que aprendí la lección en forma definitiva. Nunca más, o sea en los últimos veinticinco o treinta años, he tenido deseos de acercarme a una mesa de ruleta.

Mi indiferencia es tal, que cuando compro El País de los domingos, nunca me acuerdo de consultar el número de la rifa de los automóviles. Y cuando por compromiso no tengo más remedio que adquirir una rifa, la hago una bolita y la arrojo a la boca de tormenta más próxima.

El otro altillo

Se encontraba ubicado éste a los fondos de la casa de Hocquart 1764, donde vivía el gordo Clemente, con quien recorrimos los seis años de la secundaria, cuatro en el Miranda y los últimos dos en el Vázquez Acevedo.

La afición a la música fue el hilo conductor de toda la vida del gordo y hasta de su muerte, como lo veremos enseguida. En el altillo de la vieja casona preparamos todos los exámenes de la preparatoria, sufriendo siempre el mate a “medio pelo” que tomaba mi amigo: amargo, con apenas un poquitín de azúcar.

Juntando nuestras economías, junto con las de un tercer amigo, logramos comprar en los remates del Monte Piedad un primitivo tocadisco Philips de 78 revoluciones, que escuchábamos conectándolo a una desvencijada radio que funcionaba a base de exortaciones y puñetazos. Para que el plato arrancara sus giros, había que empujarlo media vuelta con el dedo! Éramos tres los propietarios del aparatito, así que democráticamente, conjuntando los ahorrillos, íbamos por turno eligiendo las placas preferidas. Comenzó el gordo, y sin dudarlo nos infirió un Ricardo Strauss que con el tiempo, tengo que confesarlo, aprendimos a calar en su tremenda densidad. Seguimos con la séptima de Beethoven, que elegí yo, que andaba magnetizado por su tercer movimiento. Y Miguel con las variaciones sinfónicas de César Franck, todo un descubrimiento para nosotros. Cuando comenzamos de nuevo la ronda, el gordo otra vez con el “impenetrable” alemán, elección que se repitió con el tiempo casi sin variantes. Cada obra ocupaba varias placas, que había que dar vuelta y cambiar cada cuatro minutos aproximadamente. Eso nos impedía estudiar con música de fondo. Así que la reservábamos para el momento del café con leche que con bizcochos caseros nos alcanzaba doña Ángela, la madre de mi amigo, apenas daban las cinco de la tarde. La música nos entraba así por los oídos y por las papilas gustativas.

Una enfermedad sin retroceso tumbó al gordo hace algunos años. Golpes, frustraciones, lo habían conducido poco a poco a una vida de reclusión en su apartamento. Su mirada cobraba vida, su expresión se animaba, su palabra se sentía ágil cuando pedía autorización para compartir la “última” grabación de un tema o un autor que lo tenía “magnetizado”. Eran ésos casi los únicos momentos que pude compartir con el gordo en los últimos años.

Nuestros encuentros se espaciaron, pero una vez al año por lo menos, trataba de llegar por su casa para darle un abrazo y mi afecto.

Y fue así que llegué una tarde, después de mucho tiempo sin verlo, y me encontré con el llanto de su compañera y su hija, en cuyos brazos había expirado hacía escasos minutos.

Su velatorio fue en Forestier y Pose y se hizo cumpliendo al parecer con sus deseos, en condiciones poco comunes. Casettes con grabaciones de músicos alemanes acompañaron toda la noche la última jornada en que su cuerpo, su rostro rosado y redondo de niño grande, estuvieron presentes en el suelo y el aire que pisamos y respiramos. Dejé para el final una circunstancia que hasta hoy, cuando la recuerdo por todo lo que encierra, por su misterio incluso, me conmueve. Por azar, momentos antes de que llegara el momento de levantar el féretro, comenzó a sonar el viejo, monótono, impenetrable, pero familiar y querido Ricardo Strauss. Creo no equivocarme, porque lo debo haber escuchado más de cien veces: los acordes de despedida eran los del poema sinfónico Muerte y Transfiguración, obra quizás la preferida por el gordo entre todas las del maestro alemán.

Estado militar

Son casi las doce de la noche y arrastrando las botas y el cansancio, llego a mi casa de la calle Rocha sin importarme demasiado esta vez producir alguno que otro ruido que pueda despertar a las durmientes. LLego sucio, agotado, maloliente y hambriento después de veinte diás de maniobras en los campos que el Ejército Nacional tiene en el departamento de Minas. Haré un poco de historia: durante la segunda guerra mundial se aprobó la ley de Instrucción Militar Obligatoria (no de servicio). Enseguida los orientales aprendimos a burlarla: una vez inscriptos y con el certificado en la mano, concurríamos dos o tres veces al cuartel y después desparecíamos (el certificado era imprescindible para todo tipo de trámite). La segunda guerra había finalizado en el año ‘45, pero la ley siguió vigente durante varios años más. En el ‘46 tenía por ese entonces 17 años, descubrimos con varios compañeros de clase que si nos inscribíamos en el CIOR, arma montada, además de divertirnos y hacer equitación, que a todos nos gustaba, estábamos eximidos de concurrir a clase los sábados y salvarnos de la pesada y terrible Vanzini, la profesora de química. Así fue que con varios compañeros nos alistamos en los cursos para oficiales de la reserva: sábados y domingos de práctica en el cuartel (V de Artillería); lunes, miércoles y viernes por la noche en el cuartel de la calle Dante, para cursar la parte teórica. Claro que en los hechos las cosas fueron bastantes más duras que en los proyectos. Maniobras en Minas, ejercicios nocturnos, trabajos de campo en el cuartel de Paso de los Toros, paradas y desfile militares, etc. etc.

Penosamente, casi con las calificaciones mínimas, obtuve el grado de sargento de artillería y cuando sucedía la situación que encabeza este relato estaba ya cursando para suboficial del arma. Volvía de Minas; había llovido la mitad de los días. Veinte en total, en que el invariable menú había sido carne cocida y puré de fariña con grasa (en la jerga, pirón y tumba). Los domingos, tallarines (piolines) con un apenas vislumbre de tomate. De desayuno, invariable café negro… ¿café? con galleta de campaña. Después de la primera lluvia, al día siguiente, al tocar diana, no nos podíamos calzar las botas (que habían encogido). El presentarnos varios a formación sin podernos calzar debidamente, el talón fuera de lugar nos ganó: a unos arrestos, a otros guardias nocturnas (“imaginarias”, en la jerga). A mi me mandaron a “servicio de cocina”, o sea a pelar toneladas de papas. Que no me resultó tan malo porque después de cortar carne, hervirla y espumar la grasa (para el pirón) durante varias horas, los soldados, para “quedar bien con el sargento” me convidaban con un salvador y sobrenatural churrasquito a las brasas.

El resultado fue que, desde el primer día de lluvia y ante la contracción del cuero, resolvimos dormir con las botas puestas durante el resto del tiempo. Y eso supuso dormir vestidos, no bañarnos y no cambiarnos de ropa durante el resto de las maniobras. En esas condiciones fue que llegué a mi casa la noche en la cual comienza este relato.

Es de imaginarse que la primera habitación a la que dirigí mi andar botuno fue al baño, donde pude por fin sacarme las malditas botas, el resto de la ropa y recibir jabón y agua tibia a discresión (y constato que el relato y la evocación me han llevado a utilizar un término militar: “a discresión”).

Enfundado en un fresco pijama y oliendo ya a colonia, enfilo directo al refrigerador. Y he ahí maravilla de las maravillas: en un plato, varias crocantes milanesas; en una fuente, ensalada de chauchas y huevo; en otro pote, uno de los famosos, exquisitos, inigualables budines del cielo que hacía frecuentemente Convención!

Fue ahí, lo recuerdo perfectamente, cuando estaba dando disfrutable cuenta del postre y después de un par de jarras de cerveza, que decidí presentar la baja lo más rápidamente posible. Así lo hice al día siguiente. Mis razones no las pude exponer. Eran, admito, las confortables costumbres burguesas del baño caliente con jabón perfumado, el disfrute de una confortable cama con sábanas limpias y sobretodo el repertorio resposteril de Convención que aún pasados tantos años humedecen mis papilas gustativas cuando lo recuerdo.

Está claro que la experiencia fue valiosa para valorar los beneficios que tenía mi vida y las carencias que tenían otras. Para sacarme de raíz melindres y ascos diversos. Aprender a comer separando los gorgojos de los fideos, las moscas del tacho del café, las cucarachas de la bolsa de las galletas. Dormir mojados, vestidos, formar bajo la lluvia a las seis de la mañana. Cabalgar toda la tarde hasta que nuestras asentaderas, no muy acostumbradas a ese rigor, enrojecieran, supongo que de rebeldía. Lo único claramente negativo fue la casi definitiva pérdida de la audición del oído derecho, después de pasarme toda una tarde “sirviendo” en una vieja pieza de artillería, un cañón 75 milímetros Schneider, de la primera guerra mundial, ya pieza de museo en todo el mundo. Lo hice sin protegerme los oídos (creo que parte débil en la genética familiar). Todo lo otro, que viví negativamente en ese momento, hoy lo valoro en otra forma y creo que me sirvió para hacer importantes comprensiones. De todas maneras pienso que ese destino lo tenía marcado desde muy pequeño cuando entré a vivir -estado militar (y aquí va lo del título)- a las órdenes del “Comandante”, Doña Paz.

Las muertes casi anunciadas

Es curioso, pero a lo largo de estos relatos he advertido la emergencia de constantes que se repiten a lo largo de los años y de la vida. Especies de leitmotiv de una composición en este caso no musical, sino vital. Una de varias, es la serie de amigos cercanos que se quitaron la vida al sentirse abandonados por la mujer que querían.

Claudio, amigo de sueños y proyectos, compañero de viajes y de campamentos, puso con un tiro en la sien punto final a su amor no correspondido por una alumna cuando, aún siendo estudiante, era docente, grado uno, en Medicina.

Tiempo después fue Víctor, amigo como pocos, socio junto con Carlos en la aventura del criadero de aves de Camino López. Sospechando que su mujer Rosa se relacionaba con un compañero de trabajo, la mató de un balazo y después se dio muerte con otro en la sien.

Años más tarde le correspondió a otro amigo, Aníbal, de quien yo era su confidente y conocía al detalle su vida y su peripecia. Recuerdo que un día me contó llorando cómo su mujer, directora de un servicio cultural francés en Montevideo, se había -creía él- enamorado del general De Gaulle. Al parecer ambos se habían encontrado varias veces durante la visita del General a Montevideo. Todo se produjo cuando al regresar a Francia De Gaulle le envía un pasaje a la señora, la que se toma un avión hacia París, no regresa, ni da más señales de vida. Era un matrimonio sin hijos. Aníbal, al pasar los meses sin noticias, acepta la invitación de un hermano para compartir su pieza de pensión. Al llegar la Navidad no soporta más la pérdida y se dispara dos tiros simultáneos, uno en cada sien...

Otro fue el de Pedro, “Peter” para los que lo queríamos como amigo. Su mujer huye con su amante a Méjico y logra, burlando las normas legales, llevarse sus dos pequeños hijos con ella. El dolor y el desconsuelo de Pedro no tenía límites. Varios de nosotros nos turnábamos para acompañarlo y no dejarlo mucho tiempo solo. Pasó un año, pasaron varios meses más. Nos tranquilizamos cuando supimos que Pedro había comenzado un nuevo vínculo con una mujer, más joven que él pero muy espontánea, limpia de alma, sensible y afectiva.

No me lo esperaba, pero una madrugada, cerrada aún la noche, siento desesperados golpes en la puerta de mi casa en la calle Parva Domus. Era ella que acababa de entrar al apartamento de Pedro y lo había encontrado colgado de la araña del comedor.

El “tranway” (tranvía eléctrico)

Viajar en los vagones amarillos de la Sociedad Comercial de Montevideo (hoy casi los podríamos calificar de lujosos vagones) fue por años una particular y grata experiencia. Construídos en Inglaterra a principios del siglo pasado, eran una muestra ambulante del estilo de vida y del gusto decorativo de la generación de nuestros abuelos. Los asientos y respaldos totalmente construídos en esterilla trenzada y acolchada sobre resortes de acero, eran, además de mullidos, frescos en verano y confortables en invierno. Era improbable encontrar uno que estuviera abollado, hundido o erosionado por el uso. La compañía británica se ocupaba de que todos los vagones lucieran siempre limpios, pulidos y sin aparente desgaste. Los coches tenían dos comandos, uno en cada extremo, por lo cual al invertir la marcha los respaldos se rebatían fácilmente cambiando la orientación de los asientos. Barrotes, asas para el sostén de los pasajeros, artefactos de luz, manivelas que accionaba el “motorman”, todos de pulido y siempre reluciente bronce.

El interior era todo de madera laminada lustrada; el techo blanco, de donde colgaban los artefactos también de bronce, rematados cada uno en cuatro o cinco floripondios de cristal opalina. Las puertas corredizas que separaban el sector de pasajeros de las plataformas de conducción eran también de madera y grandes cristales biselados, decorados con motivos florales esmerilados y las letras del “logo” de la empresa: “SC de M”. Conductores, guardas e inspectores de riguroso y correcto uniforme negro, gorra con visera y bajo la solapa tal vez las estrellas doradas que marcaban su antigüedad. Cada diez años la Compañía, en especial ceremonia, colocaba una estrella dorada bajo la solapa del funcionario que cumplía esos años. Tengo exacto recuerdo de un señor petizón y bigotudo, perteneciente a Goes, que lucía con orgullo sus cuatro estrellas, “guarda cuatro estrellas”, a quien se respetaba y consideraba por todos en forma muy especial.

Las ventanillas se abrían totalmente hacia abajo, dejando una abertura total, generosa -y también riesgosa- que iba desde pocos centímetros por arriba de las piernas del pasajero hasta casi la altura de los que viajaban parados. Nunca se vivía, al viajar en tranvía, el calor casi asfixiante de los actuales ómnibus en los días de verano; se podía apoyar el codo en la ventanilla y recibir el aire directamente.

Muchas de las líneas funcionaban en “looping”, así se las conocía popularmente. Los coches daban una vuelta completa, sin regresar por el mismo camino, siempre en un mismo sentido de circulación. El 13 hacía looping con el 51, dando una enorme vuelta que unía General Flores con Maroñas, luego regresaba por 8 de Octubre, 18 de Julio, hasta Ciudad Vieja y Aduana, volviendo por Mercedes, Agraciada y otra vez General Flores. Los que lográbamos pagar un abono de cinco pesos mensuales teníamos casi total acceso a todas las líneas, sin limitación de horas o días. Muchas veces un buen asiento en el 51, con ventanilla, fue un cómodo lugar para leer un libro, preparar una clase o un escrito, o disfrutar simplemente una tarde de lluvia durante todo el tiempo que quisiéramos. El tránsito vehicular entonces era escaso y lento. Tan es así que en algunas calles había una sola vía para los dos sentidos (por lo cual así, siempre uno circulaba a contramano). Cada tres o cuatro cuadras existía un “desvío” de 20 ó 30 metros, permitiendo el cruce de los dos servicios (uno se quedaba en espera, hasta que pasaba el otro).

Estaba también prevista la posibilidad de que la “velocidad” de los tranvías, considerada alta cuando empezaron a circular, pudiera hacer inevitable el llevarse por delante algún peatón. Para eso disponían de los “miriñaques”, especie de grandes “cucharas” de tejido de acero que el conductor podía accionar en segundos y “levantar” al peatón a punto de ser embestido. Confieso que nunca fui testigo de un cucharazo de “miriñaque”. Siempre los ví semirecogidos, debajo de la parte delantera del tranvía, dispuestos al supuestamente salvador “zarpazo”…

Hoy el tranvía eléctrico es un recuerdo casi folklórico. Pero qué actualidad tendría hoy un medio de transporte económico como pocos, a energía de agua de lluvia y que además estuviera excento de producción de monóxido de carbono y de todo tipo de polución (6).

Por cierto que todo cambió cuando los ingleses lograron pagar su deuda de guerra al Uruguay, entregándonos ferrocarriles, tranvías y la Compañía del Gas. Al cabo de pocos años los tranvías eran chatarra. Los servicios perdieron regularidad y horarios. A la Sociedad Comercial de Montevideo la siguió la Admistración Municipal de Tranvías, la AMDET. Muy pronto el ingenio popular encontró otro significado a estas letras. Habrían querido decir: “Artigas Murió De Esperar Tranvías” ( ¡!).

También un réquiem para el centro

Fines de la década del cuarenta, sábado a la noche. Se hace difícil caminar por las veredas. Las colas (dobles, triples) de aspirantes a comprar una entrada de cine, ocupan la mitad del espacio. Hay un cine cada cien metros. Las colas se estiran a lo largo de la cuadra y muchas veces doblan las esquinas. Los cines empiezan sus funciones pasadas las 13 horas todos los días y las prolongan hasta pasada la medianoche. Cuando termina una función es costumbre ir a cenar, una picada, o por lo menos a tomar un refresco o una cerveza. Entonces resulta difícil conseguir mesa. Los aspirantes deben esperar turno y se van ubicando de acuerdo al orden de llegada. Son tantos los cafés, confiterías, pizzerías, restaurantes, cervecerías, que se ubican casi por filas, uno junto al otro. Es corriente que en cada esquina se encuentren cuatro cafés, uno en cada esquina. Los lugares clásicos: el café Montevideo, la Conaprole de 18, el café Ateneo en la Plaza Libertad con su palco orquestal donde noche a noche desfilan los principales conjuntos de Buenos Aires, el Boston en la calle Andes, muy cerca La Verbena, la confitería Oro del Rhin, La Americana, el café Británico donde hacen la noche los ajedrecistas, el Sorocabana con sus peñas de poetas, pintores y aspirantes a filósofos, la confitería La Mezquita en la calle San José donde se baila con las orquestas de moda, el famoso café Tupí Nambá de 18 y Julio Herrera donde Romeo Gavioli (7) con su orquesta canta sus últimos éxitos, el Tupí de la Plaza Independencia, con sus peñas de actores y gente de teatro, en la planta baja del Palacio Salvo el café Plaza donde centra la atención la conocida “orquesta de señoritas”. Piano, violines, contrabajo, bandoneones, todas “delicadas” pero también “transgresoras” chicas de aquel Montevideo bullicioso y alegre.

También los teatros vuelcan multitudes a la calle: Paquito Busto (8) en el 18 de Julio actuando siempre a sala llena; el Artigas, centro de revistas musicales; el SODRE en su época de oro; el maestro Juan José Castro (9) agotando TODAS las entradas días antes de cada concierto con la sinfónica. Abundan los pequeños locales con variada oferta gastronómica y musical. Recuerdo una “trattoria” -restaurante de comida italiana- en la calle San José, donde todos los mozos eran cantantes de ópera. Servían la mesa y de pronto, con los tallarines, arrancaban los músicos con un aria de la Traviata y el mozo se investía de “tenorino” y se despachaba con un agudo que hacía vibrar las copas. Cuando la madrugada nos encontraba hambrientos y con escaso dinero, un lugar obligado era “El Sibarita”, larguísimo pero estrecho local de una cervecería que hizo época en 18 y Yi, con una especialidad muy simple pero que llegó a niveles que no volvieron a encontrarse nunca más: la milanesa con huevos y papas fritas. En la Ciudad Vieja una vinería que reunía multitudes: “Las Telitas”. Las mesas y los asientos eran cajones en desuso. Las telas, “telitas”, de araña colgaban de los techos. Pero se servía un vino de novela, acompañado por cortes de salchichón, queso y longaniza. Ése era también un lugar donde había que esperar turno, pero para encontrar un “cajón” libre.

En el Palacio Díaz en 18 y Ejido, y en San José y Yi, las plateas de las emisoras Carve y El Espectador que competían noche a noche a las 21 horas en ofrecer el mejor espectáculo. La entrada era gratuita, pero había que conseguirla días antes. Allí se podían escuchar en vivo los mejores cantantes y conjuntos musicales del momento. No sólo los nacionales y argentinos sino también los de toda América, incluído Estados Unidos. La economía era tan floreciente que en la temporada de Carnaval la Comisión Municipal de Fiestas contrataba orquestas de jazz completas de primer nivel, de 20 ó 30 músicos, de los Estados Unidos. Cab Calloway vino así más de un verano, lo mismo que Xavier Cugat. Renglón aparte fueron los Lecuona del cubano Armando Oréfiche, que eran contratados todos los años. Tengo memoria, además, de pequeños conjuntos de jazz como el del negro baterista Panama Francis con su quinteto, atrayendo multitudes de fanáticos del jazz al salón que una comunidad española tenía en Soriano y Convención.

Y para los que preferían o sentían necesidad de otro tipo de “vivencias”, Montevideo de fines de los cuarenta tenía un formidable centro cultural hoy prácticamente inexistente, aunque el local continúa abierto: el Ateneo de Montevideo, en la Plaza Libertad, donde diariamente en sus distintas salas desfilaban conferenciantes, se inauguraban exposiciones, se presentaban concertistas, cantantes. Fue en el subsuelo del Ateneo que Enrico Grass, un famoso cineasta italiano, nos dio inolvidables clases sobre Cine Documental. Grass llegó a Montevideo por una semana, se enamoró de la ciudad y se quedó aquí, entre nosotros, varios meses, filmando un par de documentales: uno sobre Artigas y otro sobre Punta del Este.

Otro centro de actividades que también desde hace años se apagó totalmente fue el Paraninfo de la Universidad. Allí pude asistir, cuando lograba conseguir lugar, a las conferencias que dictaba el Dr. Carlos Vaz Ferreira. El Paraninfo era sede de funciones de cine, de espectáculos de todo tipo. En el Paraninfo se presentó J. Krishnamurti. En el Paraninfo los críticos de pintura de aquí y de la Argentina ilustraban con proyecciones sus charlas sobre plástica. En el Paraninfo se organizaban debates, mesas redondas, conciertos.

Todo esto, lo que he contado, pertenece a un pasado que no se podrá repetir. Fue una época de bonanza económica. En Montevideo no había ranchos, ni cantegriles, ni desocupación. La seguridad era la norma. No existían “cuidadores” de coches, no eran necesarios. No había calles, ni lugares, ni barrios peligrosos, ni “zonas rojas” como ahora. Se podía salir sin preocuparse del regreso, porque había tranvías y autobuses toda la noche, porque también había pasajeros.

Quien no haya sido testigo de lo que fue Montevideo en las décadas del cuarenta, cincuenta, sesenta, podrá pensar que el autor idealiza aquella ciudad porque quizàs no puede evitar aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Por eso quiero transcribir textualmente una página de Manfred Max Neef, premio Nobel alternativo de Economía, quien en uno de sus libros mas difundidos, y que recomiendo, “ECONOMÍA DESCALZA” (editorial Nordan) comenta lo siguiente en págs. 165 y 166.

Dice Max Neef cuando se refiere a UNA CIUDAD PARA SERES HUMANOS: ”…A riesgo de ser repetitivo, quiero declarar nuevamente las cuatro condiciones mínimas que supuestamente debe cumplir una ciudad: sociabilidad, bienestar, seguridad y cultura (...) Me atrevería a apostar que si las cuatro condiciones se ven satisfechas en una ciudad grande, es porque esa ciudad tiene espacios pequeños dentro de sus grandes dimensiones. Quisiera explicar esto con ejemplos de mi propia experiencia. Uno de los períodos más felices de mi vida fue durante los años que viví en Montevideo, Uruguay. Es una ciudad grande, que concentra la mitad de la población del país, pero sin embargo estimo que cumplía satisfactoriamente con los cuatro requisitos enumerados. Eso fue hace quince años,lo que resulta importante destacar, ya que mis visitas en años recientes han sido una desilusión (nótese que esta observación fue escrita en 1981; es decir bajo una dictadura militar que destruyó los encantos que enumero a continuación). Cuando yo vivía ahí, la sociabilidad se daba en cada esquina, en cada bar o café. El bienestar podía sentirse en las ambiciones materiales relativamente modestas, características de los uruguayos, en comparación con otras nacionalidades. La seguridad estaba garantizada por un sistema de bienestar social casi global y por una baja tasa de criminalidad en relación con otras capitales latinoamericanas. Existía pobreza, pero no miseria intolerable. La cultura era accesible en todas sus manifestaciones y en grandes proporciones. Había teatros y conciertos para satisfacer los gustos de cualquiera. Había una biblioteca pública que nunca se cerraba, donde se podía ver gente a toda hora del día o de la noche. Era una ciudad donde caminar era un placer; estaba llena de misterios y nos incitaba a descubrirlos. Era una ciudad donde uno se sentía en “estado de coherencia espacio temporal.”

Del dragoneo y sus reglamentos

La vida familiar se atenía a reglamentaciones (no escritas) pero compartidas por los ciudadanos y ciudadanas de buenas costumbres y moral reconocida. Las restricciones que sufrían las mujeres eran de tal grado, que hoy nos resultarían incomprensibles. A mitad de camino entre la Edad Media y la Época Contemporánea. Para los varones toda la libertad. A los trece o catorce años ya adquirían derecho para tener su propia llave de la casa y llegar a cualquier hora sin tener que dar explicaciones de ningún tipo. En cambio, para el sexo femenino, todas las limitaciones imaginables. Su lugar, la casa. Cuando niña su frontera terminaba en el tramo de vereda frente a su casa y pocos metros más. De adolescente le era permitido salir con las amigas, ir al cine en horas de la tarde, previa aprobación del informe sobre sala, qué películas se exhibían, con qué amigas iba, hora de salida y llegada. De todas maneras el permiso era más fácil de conseguir si eran acompañadas por algún adulto, por ejemplo una hermana mayor, una tía. Cuando señoritas, no variaba mucho el límite de la zona de dependencia. Tal vez porque el “peligro” era mayor, las precauciones se acentuaban.

Un caballero de los de entonces podía solicitar a una chica su aprobación para encontrarse con ella y constituirse en “dragones”. Encontrarse en una forma muy especial: él, en la vereda; ella, en su casa, parada en el borde, en el escalón de la puerta de calle. Los separaban dieciocho centímetros de distancia, que ¿garantizaban? posibles debilidades de la carne. Claro que antes ella tenía que solicitar permiso a sus padres para que el dragón se acercara a la casa. Debía hacerlo en días y horas indicadas por la moral y las buenas costumbres.

Después de meses o años de ejercer el oficio del dragoneo, el muchacho, si mantenía su interés en la dama, tenía que pedir permiso al jefe del hogar para trasladar sus visitas a “la sala” (que así se denominaba al living) generalmente en días y horarios similares. Visita a puertas abiertas, por supuesto, y con todas las luces de la araña central encendidas. Entonces ya se hallaba constituído el “noviazgo” y lentamente, durante años, el “novio” comenzaba a participar de las actividades de la familia. Paseos, salidas al campo, tal vez algún almuerzo. Pero siempre con la familia. Si los novios querían ir al cine o al teatro, debían hacerlo acompañados por algún familiar, que de pronto -en casa de padres de mente amplia y desprejuiciada- podía ser un niño, un hermanito menor, un sobrino.

Si la relación continuaba, a veces por cinco, seis, diez años (era corriente), el novio podía “pedir la mano” de la novia y convertirse en el “prometido” previa ceremonia y anillo. Sus credenciales para lograr ese ascenso eran fundamentalmente, además de su o sus apellidos, la constatación de que era hombre “sin vicios”, que tenía trabajo estable y un ingreso adecuado para mantener dignamente a la “nena”. Ahí ya se empezaban a coleccionar los elementos del “ajuar”. Que iban desde los muebles, los enseres domésticos, los colchones, las frazadas, las piezas de “crea” (pesados rollos con quince o veinte metros de tela), las toallas, etc, etc. Se dejaba un “cupo” sin llenar, podían ser por ejemplo los artefactos eléctricos, la cristalería, la loza y/o los cubiertos, a los efectos de ofrecerlos como posibles regalos “colectivos” de los concurrentes a la boda.

Todo este complicado repertorio de escalafones, derechos y obligaciones del postulante a marido se fundamentaban en una moral convencional dirigida a obtener la aprobación del entorno familiar primero y luego de amigos, conocidos y vecinos. Como valor máximo, como virtud de virtudes, un himen intacto merced a la moral de la señorita y a la eficacia desplegada por toda la familia en la vigilancia de la virginidad de la niña.

Todo comenzó a desmoronarse cuando las rígidas reglas morales comenzaron a flexibilizarse. El libro del francés Marcel Prevost “Vírgenes a medias” agotó en Montevideo varias ediciones. Allí se detallaban todas las técnicas, variantes y estratagemas posibles para tener modalidades de “relación” que no agredieran el tan preciado “himen”. Surgieron en Montevideo varias clínicas de parteras y médicos que “cosían” hábilmente tejidos rasgados, y borraban así las huellas de la alegre infamia. Y así la virginidad podía perderse y recuperarse. Y eso, evidentemente, fue el principio del fin. Eran fines de la década de los cuarenta. Una vez más se cumplió la ley básica del mercado: al aumentar la oferta de flamantes e invictos hímenes, su “cotización” bajó en forma continuada.

Fiera venganza la del tiempo… (nos hace ver deshecho lo que uno amó…)

Y lo que no vemos deshecho es porque desapareció nomás, se hizo polvo, humo, ceniza, energía calórica, humus tal vez...

En estos relatos ya he mencionado artículos, objetos, que eran comunes en las casas de hace sesenta o setenta años atrás y que hoy sólo se pueden encontrar en las ferias de antigüedades, o con suerte los domingos en Tristán Narvajas.

Fue así que hablamos de las heladeritas a hielo, los calentadores Primus, los planchones conteniendo brasas, las fajas femeninas, los ranchos de paja, las balanzas romanas, las flambreras, las cisternas con larguísima cadenita, los rodilleros resbalando por los pisos enjabonados.

Pero releyendo estas notas advertí que había omitido una buena serie de artículos, objetos y costumbres, que tuvieron un lugar importante y significativo en la vida diaria de una época donde el tiempo transcurría mas lento, los espacios en las casas eran más generosos y la teconología tan rudimentaria que era casi inexistente.

El SILLÓN DE HAMACA era toda una institución. Desde los más humildes, de mimbre, hasta los más lujosos, construídos en finas maderas importadas con asiento de esterilla. En todas las casas donde hubiera un anciano era de norma que se instalara el basculante asiento, donde su ocupante durante buena parte de la jornada se permitía regresar sin culpas a los placeres de la cuna. Pero al achicarse las casas, en los apartamentos, ¿dónde instalar un artefacto que, en sus vaivenes, ocupaba un espacio próximo a los dos metros cuadrados? En mi casa actual en la calle Ibiray vino a terminar sus días el sillón de mimbre del abuelo Eufronio. La polilla vino a determinar su inexorable exilio a un altillo qe da a la azotea. Al final opté por incinerarlo en el parrilero que tengo también en la azotea. Sus cenizas terminaron fertilizando los geranios y los helechos, completando un segundo círculo de transformaciones. El primero, del mimbre salvaje a la mecedora: el segundo del mimbre reducido a ceniza elemental, nutriendo nuevamente el tallo, la flor y el fruto.

LOS ABANICOS Y LAS PANTALLITAS, eran acompañantes obligados de todas las damas, en el hogar, en la confitería, en el teatro, en el salón de baile.

LLegaba fin de año y las casas comerciales, además de los clásicos almanaques, obsequiaban a las señoras con pequeñas pantallitas de cartón cruzado por un palito cilíndrico. En el anverso, un paisaje, la reproducción de un cuadro. En el reverso, propaganda comercial de la casa obsequiante.

EL GUSANO, habitante de manzanas y duraznos. Épocas sin plaguicidas, era común al morder una fruta que apareciera su meneante inquilino protestando por su obligado desalojo. Era de buen tono -a su aparición- dejarlos discretamente al borde del plato, tapados si fuera posible con cáscaras y carozos. En mi caso no puedo dejar de mencionar el uso que en alguna ocasión hube de dar al cimbreante animalito. Fue en momentos de tironeos psicológicos con mi prima Elsa (tironeos de hermanos). Yo me guardaba en la boca uno de los mencionados bichitos, provocaba entonces la atención o la mirada de mi prima, y cuando lo hacía, asomaba mi lengua con el gusano montado en su punta, provocando el horror y la repulsión de Elsa.

La química terminó con los gusanos de la fruta, también con los urticantes gusanos verdes de los plátanos y lamentablemente está exterminando los bichitos de luz.

CAPILLAS FÚNEBRES A DOMICILIO. No se habían inventado aún los locales para velatorios y los muertos se acompañaban generalmente en su propio dormitorio o en la sala de estar de su casa. También desaparecieron los enormes velones ardiendo toda la noche junto al finadito, las aparatosas carrozas fúnebres con su torreta estilo oriental y los atriles, con los pesados libracos donde los asistentes al funeral debían registrar asistencia.

De las carrozas funerarias paso a otro vehículo que también recogía desperdicios: EL CARRO DE LOS RECOLECTORES DE BASURA, tirado por dos yuntas de mulas. Y ahora que se está discutiendo si son dos o tres, o cuatro con el chófer, los encargados de cada unidad de recolección, vale la pena recordar que aquel sistema era de una perfección no superada todavía. Atención Intendente Arana:

El sistema de los años ‘30 y ‘40 funcionaba con tecnología teledirigida, sólo con dos funcionarios, uno por cada vereda. El carro se manejaba por un sistema fónico a distancia: OOOH!!! EAHH!! BUEEEH!!!... Al grito de los que volcaban los tachos de basura (no existían aún las bolsas de plástico) las mulas arrancaban, enlentecían su paso, se detenían o volvían a emprender la marcha. No se necesitaba conductor. Las mulas además tenían la ventaja de no cobrar salario, no tener vacaciones ni aguinaldo, y, sobre todo, no estaban afiliadas a ADEOM.

LOS GRAFIONES. Un réquiem también para los grafiones. Una de las frutas más populares y de bajo costo, siempre presentes en las mesas, aún en las más modestas. Eran el fruto de un árbol parecido a la guinda, con un carocito pequeño, siempre de a dos, unidas por un cabito en forma de “V”. Habrá que preguntarle a Dolina: ¿dónde se fueron los grafiones?

EL MANEQUI. Donde había mujeres había costureras, tal vez modistas. El manequí era imprescindible para que los alfilerazos no los soportara la futura propietaria del saco o el vestido.

EL BASTIDOR DE LOS BORDADOS. Consistía en dos aros que apretaban y tensaban la tela que se colocaba entre ambos. El de afuera tenía una llave de metal para su máximo ajuste. Todo se bordaba entonces. Las inciales de la familia iban en toallas, fundas, sábanas y manteles. Mantengo en mi poder, casi como una reliquia que puede desintegrarse en cualquier momento, un mantel blanco con las iniciales “A.G.” envueltas por ramas y hojitas también bordadas, que supongo habrá integrado el ajuar de bodas de la abuela Paz, allá por 1875.

Quizás sea en la vestimenta en que aparecen mayor cantidad de adminículos femeninos y masculinos que el paso de los años y las modas ha borrado.

LOS TIRANTES O TIRADORES que sujetaban a la vez pantalón y calzoncillo; LAS LIGAS que levantaban los calcetines, provistos de broches de presión de metal cromado.

LAS CAMISAS SIN CUELLO, a las que se le adosaba un rígido e incómodo cuello almidonado (cuello duro).

LAS BALLENITAS. Si, las modestas ballenitas que mantenían tieso el cuello de las camisas.

LOS “GEMELOS” de metal, nácar u oro, que cerraban los puños de las camisas en lugar de los botones actuales.

LOS PILOTS, de tela blanca, que periódicamente había que enviar a limpiar e impermeabilizar a la tintorería.

LOS ENAGUAS, LAS CAPELINAS, LOS CALZONES (especie de shorts interiores rematados en puntillas), LAS LIGAS, LAS MEDIAS DE SEDA, EL VELO sobre el rostro femenino, LAS SOMBRILLAS, especie de paraguas de telas floreadas que las señoras usaban en la calle para no perder el blanco del cutis expuesto al sol.

LAS CINTAS NEGRAS en el brazo del hombre o en la solapa, que anunciaba que su portador estaba de duelo.

EL LUTO en las mujeres. Y también el medio luto, por supuesto. Éste con el tiempo sucedía al primero. El “sufrimiento” comenzaba a aflojar y ya podía entrar el gris a combinarse con el negro en la vestimenta. El luto estaba marcado en tiempo y rigor según fuera la relación con la persona desaparecida. Iba disminuyendo con el tiempo (a veces años) hasta terminarse y volver tímidamente al color. El luto también implicaba la no concurrencia a fiestas, celebraciones, o simplemente a un espectáculo de cine. Cuando un jefe o jefa de familia estaba “de duelo” tampco se escuchaba radio o se pasaban discos por los gramófonos.

En casa de la abuela, la sucesiva muerte de hijos, nueras y yernos, proscribió casi definitivamente la música, la radio, las risas. Siempre estábamos de duelo, a veces se superponían. Ahora que pienso siempre vi al Comandante vestido de negro, raramente alguna prenda gris.

Era en esos tiempos tan importante “sentir” el dolor, como demostrar a los demás que se “sentía” ese dolor.

Los “pésames” y los agradecimientos a los deudos se expresaban en ese entonces con formularios, papeles y sobres con bordes negros. Se vendían las “TARJETAS DE DUELO” con borde negro. Se enviaban “TELEGRAMAS DE DUELO”, también con ribete negro. Se vendían incluso blocks de hojas carta de “duelo” con hojas con reborde negro, donde los viudos o los huérfanos escribían su correspondencia mientras duraba el período doloroso.

Seguiré en este recuento mencionando cosas, costumbres y modas que fueron significativas en la primera mitad del siglo XX y que las nuevas y futuras generaciones necesiten precisas explicaciones para entenderlas.

LOS PORRONES DE BARRO DE CERVEZA “CHANCHITO” de la Cervecería del Uruguay. La mitología popular atribuía a la Chanchito la virtud de neutralizar en minutos las peores “trancas”. Cuando cierta vez necesitamos operara ese milagro casi terminamos en Asistencia Externa del Maciel. En verdad, de nada nos sirvió.

LOS SIFONES DE SODA. Se compraban a dos centésimos la unidad entregando un envase vacío. Los vi utilizar como “armas” en grescas callejeras. Poniendo el dedo en el pico aumentaba el alcance varios metros. Se proyectaba entonces sobre los ojos del adversario, produciéndole fortísimo ardor y momentánea ceguera.

LOS PREGONES. El tan conocido (por la canción) del botelleeeeeeeeero! También “Faináaaaaaaa, faináaaaaa calentito” y “Maniceroooooo, maní caliente, manicerooo”.

LA FLAUTA PAN del afilador de cuchillos, con su bicicleta a la vez transporte y máquina de afilar.

EL TRIÁNGULO. Su tañido nos alertaba que andaba próximo el barquillero, con su tacho-ruleta. Al comprar, teníamos la chance de hacer girar la aguja que podía indicar los dos adquiridos, y con suerte 3 ó 4.

EL ORGANITO. A pura manija sonaba un viejo tango, mientras la cotorrita sacaba una célula con su pico, anunciando al “cliente” o más frecuentemente “clienta”, lo que el futuro le deparaba en materia amorosa.

LAS BOCINAS DE LOS AUTOS Y CAMIONES A AIRE (cornetas). El conductor sacaba su mano por la ventanilla apretando con sus dedos una pera de goma.

LAS CARPAS PLAYERAS. Que en doble o tripe fila se alineaban en las playas montevideanas, alquilándose por hora.

EL ÓXIDO. Perseguidor de las hojas de los cuchillos. Aún no se conocía el acero inoxidable. Las cucharas y los tenedores eran generalmente de alpaca.

EL CLOROFORMO. Mi primera intervención quirúrgica fue a los 17 años, una apendicectomía. Ya en la sala de operaciones, a la que me llevaron de urgencia, un enfermero (no existía el médico anestesista) me dijo: “Respirá bien, bien hondo”. Fue primero una sensación quemante en el pecho, después un mundo que desaparecía en segundos. Nadie puede contar cómo es morirse, pero debe ser algo parecido.

EL ALCOHOL EUCALIPTADO. Lo vendía ANCAP a las farmacias casi en forma coercitiva. Buscaba neutralizar así la competencia de las “ESENCIAS CUESTA”, que se disolvían en alcohol rectificado, obteniendo imitaciones (bastante malas, pero muy baratas) del whisky, cognac, ron y otras bebidas que ANCAP fabricaba.

EL HOSPITAL FERMIN FERREIRA, en el mismo predio donde hoy se levanta el Montevideo Shopping. El Fermín Ferreira era el Hospital de Leprosos, entendiéndose que favorecía a los enfermos el parque de eucaliptos, pinos y frutales que había en el lugar. Se creía mucho en esa época en la importancia del “aire” en la curación de los enfermos. De ahí la radicación del Saint Bois en Colón, lugar de grandes plantíos de eucalipos. El Fermín Ferreira desde su fundación en l890 había pasado por ser hospital para los enfermos de “viruelas”, luego de cólera y posteriormente, dominadas estas enfermedades, hospital de leprosos. Creo que fue a principios de la década del 60 que se clausuró definitivamente, pasando los enfermos de lepra al Instituto Hanseniano en Colón.

LOS LAPICES “TINTA”. Mojando el grafo, a veces a pura saliva, se podía escribir en forma indeleble y lucir como consecuencia una característica lengua azul.

LAS TURBINAS A PEDAL DE LOS ODONTÓLOGOS. Quizás una de las últimas fue la que vi funcionar en mi pueblo en el consultorio del doctor Etchandy. No olvidemos que Cerro Chato sólo tenía energía eléctrica en un principio en horario limitado. La máquina era aterradora cuando entre zumbidos y raspados comenzaba a funcionar, impulsada por un pedal que el doctor Etchandy accionaba con su pie derecho, transmitiendo el movimiento a través de varias poleas.

EL “VIGÍA” DEL PALACIO SALVO. Desde lo alto de su torre este funcionario avizoraba los barcos que se dirigían a Montevideo, muchas horas antes de que se acercaran al puerto.

EL FERROCARRIL DEL CORDÓN A PANDO. Partía de la Estación en la calle Galicia (edificio de piedra que se mantiene aún frente al Palacio Peñarol). Corría por la actual calle Galicia, pasaba bajo los puentes que todavía están (Fernández Crespo, Tristán Narvajas, Arenal Grande), cruzaba la calle “Figurita” (después Garibaldi) seguía por Larrañaga (hoy L.A. de Herrera) y llegaba a la Unión, primera estación creo. Luego corría hasta Maroñas acercando a toda una población de burreros. No se si llegó alguna vez a Pando o Minas, destino final del proyecto. El 3l de marzo de 1938 corrió el último servicio del ferrocarril del Cordón. Yo tenía para ese entonces apenas 9 años y medio. Recuerdo alguna vez que lo vi pasar apoyado en la baranda del puente de la calle Sierra (hoy Fernández Crespo). En realidad no lo veíamos pasar porque una densa humareda proyectada hacia arriba por la locomotora hacía que abandonáramos rápidamente nuestro puesto de observación. ¡Ah! Faltaba señalar que el ferrocarril a Maroñas corrió pocos años. Se inauguró bajo el gobierno de Don Lorenzo Latorre en l879. No alcanzó a cumplir 60 años. Murió como no podía ser de otra forma por razones “políticas” y de competencia con el Ferrocarril Central de los Ingleses.

LA ESPECTACULAR ILUMINACION DE 18 DURANTE CARNAVAL. UTE tendía espectaculares armazones de hierro en cada cuadra de las que existen entre El Gaucho y Plaza Independencia. Se montaban a la altura de un segundo piso y se tendían de vereda a vereda. Y allí, en cada una de ellas cientos de bombitas de colores, formando figuras relacionadas con las fiestas del carnaval. Creo que fue aproximadamente en la década de los ’50 cuando por razones de economía se optó por reforzar las columnas de cinco picos instaladas en las veredas de l8 y eliminar para siempre tan tradicional procedimiento para iluminar y colorear la avenida.

LOS FORROS PARA CUADERNOS Y LIBROS “imitación madera”. Era una perfecta imitacion como la del papel “contact” pero muy barata, porque era papel de buena calidad, nada más.

LA FLOR EN EL OJAL, que los caballeros lucían en especiales ocasiones. En la revista “Cancionera” existía una sección “Corazones Enamorados”. Allí se concertaban “citas” por correspondencia que se publicaban en la revista. Era clásica la fórmula que podía identificar a dos desconocidos: “ Lo espero a la hora tal, tal día, en tal esquina... yo “Cancionera” en mano, ud. flor en el ojal…”

LOS GRANDES MACETONES DE MAYÓLICA, luciendo por lo general palmas u otras plantas de hojas de gran tamaño. La mayólica era una loza muy gruesa con esmalte metálico en varios tonos que se importaba de Europa.

DON TRANQUILO Y CIENGRAMOS, las historietas que Fola publicaba semana a semana en “Mundo Uruguayo”.

EL PARQUE CAPURRO. Con sus escalinatas, sus balcones, sus grutas, sus árboles centenarios, lugar obligado cuando adolescentes para “trillar” los sábados por la tarde. Sitio para el “cargue”, “el afile” o el “dragoneo” de entonces. El parque y toda la calle Capurro eran un desfile de lindas muchachas dispuestas al encuentro. El Parque Capurro ha desaparecido hoy, cortado en dos por la autopista construída durante la dictadura militar. En ese entonces, la playa o una parte de ella subsistía todavía aunque por razones de higiene estaba vedada para baños. A la playa Capurro -que hoy ya no existe- la liquidó la tecnología naviera. Cuando los barcos a vapor que quemaban carbón fueron sustituidos por buques que utilizaban fuel oil u otros carburantes pesados, la arena poco a poco se cubrió de negro. Y fue así que el Parque Capurro se convirtió en refugio de melancólicos (como el Jardín Botánico) y en escenario ocasional para romances adolescentes (10).

LAS SOBREMESAS FAMILIARES. Sin excepciones en la familia almorzábamos todos al mismo tiempo y reunidos en torno a una misma mesa. Cosa que raramente sucede ahora por múltiples motivos, algunos justificados, como los horarios distintos en los trabajos, y otros estupidizantes como la TV. El hecho era que la familia intercambiaba opiniones, experiencias de la jornada, tomaba conocimiento de las distintas situaciones vividas por sus integrantes. Y los más chicos teníamos día a día el ejemplo de nuestros mayores, aprendíamos a conocerlos y a conocer su opinión en todas las circunstancias de su vida, aprendíamos también a disfrutarlos y a participar asimismo de su sentido del humor. Almuerzo y cena, especialmente al llegar los postres y la distensión y la a veces larga sobremesa, eran incanjeables lecciones de vida.

LAS BICICLETAS CON FAROLES A QUEROSÉN Y MECHA. Y ahora que escribo esto, la palabra keroseno, con K.

LOS RUIDOS DE LA CIUDAD. De los tranvías y las llantas metálicas de los carros de reparto, generalmente de dos ejes. El repiqueteo de los cascos de los caballos. Las “cornetas” y las bocinas (antes se les llamaba “claxon”) que no estaban prohibidas y se hacían sonar siempre, metros antes de llegar a cada cruce. El repiqueteo de los motores de las cachilas, las pitadas de los varitas, las campanas del tranway, los pregones de los vendedores ambulantes, los canillitas voceando por la calle -en los tranvías y en los ómnibus- nombres de diarios que ya no existen (Tribuna, El Plata, El Diario, El Debate, El Día, La Mañana). El voceo permanente de los distintos diarios, junto con el anuncio también “a grito pelado” de las principales noticias, es una costumbre que ha desaparecido completamente. ¿Cuál habrá sido el último canilla que pregonó sus diarios?

LOS CONCIERTOS DOMINGUEROS de la Banda Municipal en el Pabellón de la Música del Parque Rodó. Y ahora que menciono el Pabellón, creo que lo donó el gobierno alemán, razón de los bustos de músicos alemanes que lo adornan. O adornaban, porque ahora ese antiguo palco se ha convertido en residencia de marginados. Lo adornan montones de bolsas de basura.

LOS “CHALETS” que bordeaban la rambla de Pocitos, con el Rambla Hotel como aislada construcción en altura.

EL ”HOTEL DE LOS POCITOS”. No lo llegué a conocer personalmente, pero no me era desconocido porque mis tías lo mencionaban con frecuencia. Construido sobre la arena de la playa Pocitos, frente a la que hoy es Avenida Brasil, tenía una explanada terraza que se introducía mas de cien metros en el mar. Malherido por una tormenta, fue finalmente demolido en 1935.

LOS CUADERNOS, LÁPICES Y LIBROS DE TEXTO, que las autoridades de la Enseñanza suministraban en forma gratuita en todas las escuelas públicas del país.

LOS MOTORCITOS “FIDO”, que se apoyaban sobre la rueda delantera de cualquier bicicleta. La transformaban así, fácilmente, en un económico ciclomotor.

LA CONTABILIDAD Y LA DACTILOGRAFÍA, herramientas básicas y suficientes para encontrar rápidamente un buen empleo en una oficina. Las Academias Pitman eran la cima de los conocimientos.

LOS CARRITOS CON FORMA DE LOCOMOTORA de los vendedores de maní, lanzando humo por la chimenea de la “máquina”. Hacían sonar un “silbato” como las verdaderas locomotoras.

LOS “PESARIOS” RENDELL. Anticonceptivos de aplicación externa, altamente efectivos: 80%.

LA “BRILLANTINA”, con la cual nos untábamos de aceite la cabeza. Formidable la “Glostora” y la gomina (Brancato) para formar una costra rígida a prueba de huracanes y revolcones varios.

EL “JOPO” infaltable en nuestro peinado de jóvenes. Una especie de olita encima de la frente.

LAS PILETAS DE TROUVILLE en verano, con sus espectáculos de saltos ornamentales. En el trampolín, figura frecuente, Pintín Castellanos, el creador de “La Puñalada” y otros famosos milongones que le grabó y difundió por el mundo Juan D’Arienzo y su orquesta tanguera.

LAS SILLAS DE VIENA, LOS ZAPATOS DE CHAROL, LOS ZAPATOS DE VERANO para hombre, combinando el blanco y el negro en la capellada.

LOS TRENES NOCTURNOS, que unían Montevideo con Salto, Rivera, Melo. Camarotes para dos y cuatro pasajeros, que en su momento fueron hasta lujosos.

EL BARCO DE LA CARRERA. Que ponía una noche entera para el trayecto Montevideo-Buenos Aires.

LAS CHAPITAS DE METAL EN LOS TACOS. Todos haciendo sonido de herraduras al caminar.

LA VENTA LIBRE DE PSICOFÁRMACOS EN FARMACIA. Incluídos estimulantes como la Benzedrina, barbitúricos, láudano (opio) y toda la gama. Era frecuente que se vendieran por comprimidos, abriéndose los envases. A pesar de eso la drogadicción era fenómeno excepcional.

LOS TRANVIAS “OBREROS” donde el boleto costaba exactamente la mitad. Circulaban a hora muy temprana y al cerrar las fábricas.

LOS FUEGOS ARTIFICIALES DE LOS 31 DE DICIEMBRE. Se lanzaban desde las canteras del Parque Rodó. Todo el mundo asistía, porque el transporte público era igual todo el año (días laborables y festivos). Los patrocinaba el Municipio y eran adquiridos a la Maison Ruggeri de París.

LA CAÑA DE LA HABANA, que se importaba en barriles desde Cuba. Era caña porque se sacaba de la caña de azúcar. Cuando empezó ANCAP a fabricarla, de “caña” solo conservó el nombre.

EL VINO CARLÓN. Pude años después de que el Carlón pasara a ser mito, encontrarlo en Tacuarembó. Era el Carlín de Tacuarembó casi, casi con el sabor del Carlón. Las niñas cantaban en sus juegos una canción que decia: “A la rueda rueda, de pan y canela / dame un vintén que me voy a la escuela / vino la maestra me dio un coscorrón / ¡que viva la pipa de vino Carlón!” Observen la mención a ¡la pipa! Y al coscorrón, lo que lo hace notoriamente pre vareliano.

EL GUINDADO “EL POBRE MARINO”, con dos dedos de guindas en el fondo de la botella. Ningún porteño regresaba a Buenos Aires sin una botella del famoso guindado.

LAS “BAÑADERAS”, especie de autobuses sin techo, que en verano paseaban a los turistas por la Rambla, desde el puerto a Carrasco.

LAS VELADAS BAILABLES EN EL “TAJAMAR” DE CARRASCO. En verano, D’Arienzo, infaltable.

EL PARQUE HOTEL y los bailes con los LECUONA CUBAN BOYS. Alguna vez alternó también Pérez Prado, creador del “mambo”.

CLOTILDE Y ALEJANDRO SAKAROFF, famosos bailarines que llegaban cada tanto a sacudir la modorra pueblerina de una ciudad de apenas 750 mil habitantes. Igual sucedía con la COMEDIE FRANÇAISE con Jean Luis Barrault, igual con Vittorio Gasman o con Marcel Marceau, que recalaban en el Solís todos los años. En otro tono, pero también con multitudinaria adhesión, Paquito Busto y su elenco en el Teatro 18 de Julio.

EL CINE “BABY», los domingos de mañana en el Metro, excusas de papás adictos a Tom y Jerry.

EL CINE BOSTON, en la Ciudad Vieja, y sus espectáculos de boxeo. Épocas de Dogomar Martínez y Pilar Bastidas.

LAS “VOITURETTES”, indescriptibles y únicos vehículos automotores para dos personas. Que se podía ampliar para cuatro, levantando la tapa que llevaba en su parte posterior (el transportín). Viajaban así dos adelante, bajo la capota, dos atrás a mucha mayor altura y al aire libre. Al abrirse la tapa trasera, ésta oficiaba de respaldo.

EL TRÁNSITO POR LA IZQUIERDA. El conductor a la derecha. Por supuesto que al cambiarse de mano los coches quedaron al revés, y así hubimos de utilizarlos por largos años, manejando sentados del lado del cordón.

LOS ÓMNIBUS DE ONDA, interdepartamentales. Con asiento rígido, similar a los de los urbanos. El equipaje en el techo, en una gran “baca” que se cubría con una enorme lona.

LA PINTURA AL ACEITE. No había otra en épocas donde no se conocían los sintéticos. Se usaba para interiores y tenía una terminación brillante. Y una “terminación” en cascarones que se despegaban y caían de las paredes al poco tiempo.

EL PAPEL DE HILO EN LIBROS Y CUADERNOS. Con la yema de los dedos se tactaba fácilmente el hilo.

LAS CAMISAS DE TRICOLINA “DOS POR DOS”.

LAS MEDIAS DE DAMAS DE SEDA DE GUSANITO.

EL CEDRO, EL ROBLE, EL PETIRIBÍ, EL FRESNO como maderas comunes con las cuales se fabricaban los muebles. El pino sólo para las mesas de cocina.

LOS LUMINOSOS de los grandes comercios, hechos con cientos de bombitas de colores que se encendían secuencialmente, produciendo una ilusión de movimiento. Téngase en cuenta que aún no se utilizaba en su confección el tubo fluorescente, sólo bombitas para lograr espectaculares efectos.

LA BALANZA en el hall del Bazar Mitre (casi tan clásica como el monumento a Artigas en la Plaza Independencia).

LAS VEREDAS DEL LONDON PARÍS, calefaccionadas a gas durante el invierno, para disfrutar sin apuro la labor de sus vidrieristas.

LOS PIZARRONES DE “EL DIA”, donde nos agolpábamos a leer las noticias que los cadetes del diario, trepados a una escalerita, escribían a simple tiza.

LA BOCINA DE “EL DÍA” que sonaba sordamente en todos los grandes momentos.

LAS LINTERNAS A DÍNAMO, sin pilas. Se accionaban haciendo presión con la mano en una palanquita que creo accionaba un giróscopo. La luz se mantenía por dos o tres segundos, hasta un nuevo apretón de puño.

LOS ENCENDEDORES A NAFTA, con mecha y piedra; LOS YESQUEROS, que sólo producían lumbre, sin fuego. Los últimos en utililarlos fueron los jinetes criollos, como único dispositivo capaz de encender un cigarro expuesto al viento. Lo caracterizaban las larguísimas y redondas mechas que se arrollaban debajo.

LAS LÁMPARAS A GAS DE CARBURO, indispensables en los campamentos (y causantes de más de una intoxicación al apagarse y desprender gas tóxico en un ambiente cerrado).

LA AVENIDA AGRACIADA, hoy “Del Libertador”, empedrada. La visita del presidente de Brasil Getulio Vargas, que iba a ser recibido en el Palacio, hizo que se pavimentara de apuro poniendo asfalto arriba de los adoquines. Sí, duró poco tiempo, hubo que hacerla de nuevo y en serio.

LA PLAZA CAGANCHA entera. Los vehículos debían rodearla y retomar luego 18, porque no tenía el actual cruce o corte central.

LOS TRAJES DE BAÑO PARA HOMBRE, CON PECHERA (especie de camiseta para ocultar pilosidades impúdicas). Hasta a mí, pequeño sujetito de seis o siete años, me obligaron a vestir una. Tengo el testimonio de una foto.

EL EXAMEN DE INGRESO OBLIGATORIO PARA PASAR A SECUNDARIA. Yo me salvé por un pelo. Cuando terminé sexto escolar, se decidió justamente derogar ese requisito, que sólo entonces, quedó para los privados.

EL CINE AL AIRE LIBRE DE MALVÍN funcionando en las noches de todos los veranos.

LA RULETA DE CABALLITOS. Apuesta de 50 centésimos. Donde está hoy la Casa de Andalucía, en el Parque Rodó.

LOS OFICIALES DEL EJÉRCITO Y LA MARINA viajando de uniforme en ómnibus y tranvías.

LA NATAClÓN DE LARGO ALIENTO. Todos los veranos con gran promoción, el cruce de la bahía. También el cruce del Río de la Plata de Colonia a Buenos Aires.

EL EXQUISITO, INIGUALABLE, DULCE DE MEMBRILLO ROSADO, si, rosado casi traslúcido. Me parece ver aún las latas de dulce de Galiana. Venía también mechado con jalea de membrillo. Esta variedad estaba más allá de las palabras.

EL PAÑUELO BLANCO SOBRESALIENDO EN EL BOLSILLO SUPERIOR DE LA CHAQUETA. Y había varias técnicas forma de lucirlo. La de mayor recibo era una complicada forma de doblarlo, que dejaba en un borde tres pequeños triangulitos de pañuelo para que coronaran el bolsillo.

LAS MANIJITAS METÁLICAS que se enganchaban en el hilo con que se ataban los paquetes. Las obsequiaban las casas comerciales. Por supuesto que no estaban las cómodas bolsas de nylon actuales.

LOS JUGUETES A CUERDA.

EL AUTO “FANTASMA” a cuerda, que llegaba al borde de la mesa y doblaba evitando caer al suelo. Fue una revolucionaria variante, toda una sensación.

LAS CORTINITAS NEGRAS, para el sol o para ocultarse los pasajeros. Se desenrollaban de arriba a abajo en los cristales traseros de los automóviles.

LA PELOTA DE FÚTBOL CON PIRIPICHO Y TIENTO. Éste se acordonaba como en un zapato. Un frentazo podía dejamos una marca tipo costura.

LAS REDES DE PIOLA en los arcos de fútbol. Algunos “artilleros” lograban perforarlas.

LAS POLAINAS, LAS CORBATAS PALOMITA.

LOS AUTOS A GASÓGENO (carbón), adaptados durante la segunda guerra mundial, ante la escasez de combustible.

EL JABÓN DE COCO LONDON PARÍS, veteado por zigzagueantes rayas rojas.

LOS TINTEROS INVOLCABLES. LAS PLUMAS FORT. LOS LAPICES FÁBER No.2. LAS GOMAS (REDONDAS) para borrar la escritura a máquina.

EL FOGONAZO DEL MAGNESIO, antecesor del “flash”. Y el denso humo blanco que llenaba por unos minutos el salón después de la foto.

LOS VARITAS dirigiendo el tránsito pre-semáforos, en sus altas garitas.Tal vez la más antigua y tradicional, la de l8 y Agraciada..

EL “SAPO”, juego que todos los niños soñábamos con poseer.

LAS “ALCANCÍAS” ESCOLARES, de madera, de uno y dos pisos, para guardar lápices, gomas, plumas, sacapuntas.

EL PAPEL SECANTE. Y LOS PORTA PAPEL SECANTE.

EL PAPEL HIGIÉNICO EN ROLLOS DE 50 METROS.

LA BILTZ. OH! LA BILTZ. LA GASEOSA BOLITA, con una bolita como cierre en el cuello de la botella.

LA GASEOSA CORTADA con Jerezano, Grosella o Granadina, según preferencias. Como el “corte” quedaba en el cuello de la botellita, el mozo giraba su brazo sosteniendo la botella, destapada, en un círculo vertical. Cuando colocaba el envase en la mesa la granadina descendía con fuerza, desplegándose como un flor roja. Era común en los bares ver a los mozos, verdaderos molinos humanos, girar a cada rato sus brazos como aspas.

LOS FÓSFOROS VICTORIA, de hilo retorcido moldeado en cera, lo que les permitía arder por más tiempo que los de papel. Al abrir la cajita, una gomita retenía el compartimento de los fósforos y levantaba una tapita con un pensamiento, una máxima, un buen consejo. La fábrica Victoria estaba a pocas cuadras de mi casa. LLegó a emplear hasta 600 trabajadores. Ahora nos resulta difícil entenderlo, y quizás pueda pensarse que exagero. Era otro país del cual nos hemos olvidado. Hace un tiempo leyendo la historia de Giorello y Cordano, antigua fábrica de muebles, me sorprendió la cifra de sillas que allá por los años ‘30 producían mensualmente: ¡cinco mil! Volviendo a los fósforos, durante la guerra la escasez de caucho hizo que se suprimieran las gomitas, y se terminara el simpático mecanismo de cierre automático de las cajas. Nunca más volvieron, aunque la guerra finalizó años después. Igual que las golondrinas de Bécquer.

LOS DESFILES MILITARES POR 18 DE JULIO. Eran infaltables en todas las fechas patrias. Iban multitudes a aplaudir a los soldados... hasta los acontecimientos que todos conocemos y que todos sufrimos. Ahí se acabaron los desfiles y los aplausos.

EL TABACO, EL CIGARRO DE ARMAR. Toda una ceremonia que terminaba con la lamida y pegada del papel. Mandado frecuente que hacía a mi padre. Librillos de hojillas marca JOB. “Si no hay JOB, traeme JARAMAGO”. Me parece aún hoy oír el reiterado pedido y recomendación de papá.

LAS VALIJAS, LOS ZAPATOS DE DAMA, CARTERAS, BILLETERAS, CINTURONES de cuero de cocodrilo. ¿Se acabaron estos artículos o se acabaron los cocodrilos?

LOS BUSCAPIÉS. Especie de bengala rastrera que se lanzaba al piso y se propulsaba haciendo quemantes y peligrosos giros a ras del suelo.

LA PLAZA DE DEPORTES en la ex Diagonal Agraciada, donde hoy se levanta el edificio del lnstituto de Profesores. Allí hice mi experiencia primera con un sube y baja. Cuando me subieron de golpe recuerdo que del susto me hice pis.

LA GUlA DEL SIGLO. Colosal publicación de tapas encuadernadas donde figuraban TODAS las familias del Uruguay, con sus direcciones, firmas, industrias, comercios, etc., tuvieran o no teléfono.

LOS ENVASES DE GASEOSA CON TAPÓN DE PORCELANA. Un sistema de bisagra metálica permitía destapar la botella y el tapón de loza, con una junta de goma, girando hacia atrás y quedando unido a la botella.

LOS PORRONES DE BARRO de la Ginebra BoIs, que una vez vacíos se usaban para calentar las camas en invierno, llenándolos de agua caliente.

LOS BUZONES. Cilindros de pesado metal pintados de amarillo con una ranura en su parte superior, donde se podía depositar la correspondencia. En todos los barrios, en alguna esquina, siempre había un buzón. Cuando las normas de convivencia y de respeto entre los ciudadanos comenzaron a cambiar se acabaron los buzones. Hubo alguien (que después tuvo muchos seguidores) que disfrutó incinerando cartas y tarjetas haciendo caer un fósforo encendido por la ranura superior. Ésa fue la muerte de los buzones.

LOS ÓMNIBUS CON PLATAFORMA. Y los pasajeros viajando como racimos de simios, prendidos precariamente de los pasamanos.

EL PAPEL CARBÓNICO. En realidad aún registra una mínima presencia. Pero es evidentemente una especie en extinción. Al que ya enterramos hace tiempo fue al MIMEÓGRAFO, ancestro lejano de la fotocopiadora.

LAS LIQUIDACIONES DE “EL LIBRERO DE LA FERIA” en Eduardo Acevedo y Guayabos, a ¡dos centésimos cada libro!

LA BARRACA SUSENA. Lugar obligado para encontrar siempre el más excepcional, raro o inubicable artículo de construcción. Ocupaba toda la cuadra en 18 de Julio, frente a la Plaza Artola (Plaza de los Bomberos) donde ahora se levanta la sucursal del Banco de la República.

LOS LLAMADORES DE HIERRO O BRONCE, que se colocaban en las puertas de calle. Ahora son piezas de colección.

LA “CABEZA” DE GENIOL, PERFORADA POR TORNILLOS, CLAVOS Y SACACORCHOS, sin perder una beatífica sonrisa.

LA “EMULSION DE SCOTT”. Buahh!... (no nos salvábamos del aceite de hígado de bacalao). En la publicidad siempre el pescador cargando al hombro un enorme bacalao.

LA “VERBENA DE LA PALOMA”, clásica chocolatería en Andes entre Colonia y Mercedes, donde servían un inigualable chocolate a la francesa (entre otras variedades), en un ambiente íntimo y de buen gusto, como el del chocolate que allí servían.

LOS SOLDADITOS DE PLOMO. Los había de infantería, a caballo, disparando acostados, de pie, marchando. Todos los niños teníamos una colección de soldaditos. No me explico cómo no padecíamos de plombemia.

EL “DIOS VERDE” con su báculo, predicando por las calles de Montevideo. Siempre rodeado por un enjambre de gurises entre asombrados y asustados por su semejanza con los personaje bíblicos.

LOS “MOSTACHOS” que los próceres lucían como una especie de paréntesis abierto bajo las fosas nasales.

LAS CALCULADORAS A MANIVELA. Con una de ellas llevamos en Radio Carve el cómputo de los votos en los diferentes circuitos electorales una noche de elecciones allá por los cincuenta. A cada manijazo, una suma. Fue en su momento un notable avance, frente a los que seguían sumando con lápiz y papel.

LOS BARES “ALEMANES”, había varios en el entorno del Palacio Legislativo. Antes de que ese espacio se ampliara con las demoliciones, hace unas décadas. Largos mostradores con altos bancos de madera, donde se servía un plato que era común entonces: chorizo alemán con chucrut. Por supuesto en todos se “tiraba” el chopp (toda una técnica “tirar” un chopp). Se hacía en más de una etapa, para reducir la espuma. Cuando al final ésta se desbordaba, se pasaba una maderita horizontalmente sobre la jarra y se abría rápidamente el grifo para el llenado final.

LAS MANIJAS que servían para hacer arrancar a los autos cuando fallaba la batería. Confieso que alguna vez que tuve que usarla lo hice siempre con cierto temor a la formidable “patada” que podía propinarnos. Por haber dejado puesto un cambio más de un conductor resultó así embestido por su vehículo, al arrancar el motor.

EL “OFICIO” DE NODRIZA. Indispensable en una época donde no existían preparados en polvo para alimentar a los recién nacidos cuando las mamás no tenían leche propia.

LOS CARROS Y DESPUÉS LOS CAMIONES REGADORES que recorrían las calles de tierra de las ciudades del interior, para evitar las nubes de polvo al paso de los autos.

EL TRENCITO DE TROCHA ANGOSTA de Piriápolis. Créase o no, pero se eliminó porque ¡ ARROJABA PÉRDIDAS! Fue por años un formidable atractivo turístico, uniendo la estación de trenes de Pan de Azúcar con la rambla de Piriápolis. Corría por campos y valles, entre los cerros. Atravesaba puentecitos que parecían de juguete, bosques arrancados de libros de cuentos infantiles.

LAS CARRERAS DE EMBOLSADOS. Infaltables en toda fiesta infantil.

LOS PETIZOS DEL PARQUE RODÓ. Ahí todos nos iniciamos como jinetes.

EL USO DIARIO DEL TALCO. Cada vez que nos bañábamos o lavábamos los pies. En la peluquería el final cepillado del pescuezo con talco. Cada vez que se cambiaba al nene. Volando siempre las nubes de talco perfumado. Hasta que se descubrió que los yacimientos de talco en Minas estaban contaminados con fecalis, por las filtraciones de las letrinas que se instalaban en su torno para uso de los mineros.

LAS HOJITAS DE AFEITAR “GILLETTE,” para colocar en las maquinitas “GILLETTE”.

LAS MOTOCICLETAS CON SIDECAR.

EL ACELERADOR DE MANO, tirador que se sacaba hacia fuera -acelerando- y que muchos modelos lo incluían en el tablero del automóvil.

LAS GALOCHAS. Zapatos de fina y flexible goma para la lluvia que se calzaban sobre el calzado común. Su escaso peso y la posibilidad de doblarlos, permitía que si era necesario se pudieran guardar en el bolsillo del abrigo.

EL LACRADO OBLIGATORIO en las cartas recomendadas.

EL “MARQUÉS DE LAS CABRIOLAS”, rey del Carnaval que encabezaba los desfiles.

LAS PASTILLAS “VALDA” indispensables para tener en la boca siempre que teníamos una “cita”. Nos daba seguridad su potentísimo sabor a menta.

LAS “VEGLIONI” EN EL SOLÍS, y a su frente la pista de baile al aire libre. Que personalmente confieso que nunca pisé. Eran preferibles las casi totales sombras del interior del Solís, donde sólo un fino rayo de luz descendía sobre la platea y los bailarines, moviéndose continuamente, eso sí, en forma impredecible.

LOS TABLADOS EN LOS BARRIOS a pocas cuadras unos de otros, la mayoría compitiendo por los premios que otorgaba la Comisión de Fiestas.

LOS “BOLICHES” DE BARRIO con mostrador de estaño. Algunos todavía quedan, es cierto, pero en el C.T.I.

LOS CUADERNOS DOBLE RAYA. (Hasta la escritura tenía corset).

LAS “HINCHADAS” CONTRARIAS mezcladas en las tribunas del estadio.

LAS LAPICERAS FUENTE, con tinta líquida.

EL CARRO ALEGÓRICO “EL CHANÁ” de cafés El Chaná. Ganó tantas veces el primer premio que hubo que declararlo fuera de concurso

EL PAPEL SECANTE. LOS PORTA PAPEL SECANTE, SECCION DE CÍRCULO. Generalmente de roble, su forma hacía que al secarse la escritura se hiciera siempre con un marcado movimiento de vaivén.

LA “GRANJA DOMINGA”, donde íbamos justamente a almorzar los domingos.

LOS RELOJES PULSERA A CUERDA. Creíamos que la calidad estaba dada por la cantidad de rubíes de la máquina. Los había de doce, de quince, ¡hasta de diecisiete rubíes!

LAS SIRENAS DE LAS FÁBRICAS, aullando su primer llamado a las cinco de la mañana. Había un primer llamado para despertar a los trabajadores, otro de distinto tono que marcaba la iniciación de la jornada.

LAS FÁBRICAS…

LA ASISTENCIA MÉDICA MUTUAL SIN TICKETS DE MEDICAMENTOS. Con órdenes sin costo, que tenían una duración de treinta días.

LAS LANCHITAS DE PASAJEROS que unían el Cerro con el puerto de Montevideo.

LOS TELÉFONOS QUE SE COBRABAN POR NÚMERO DE LLAMADAS (de cualquier duración y a cualquier hora), no por cantidad de impulsos.

LAS “TABLAS” DE LAVAR ROPA. Con dos patas apoyándose en la pileta, la superficie ondeada y el calce para el jabón en la parte superior.

LA GOMA “ARÁBIGA”, desplazada por la cascola y toda la línea de adhesivos a partir de pegaprén.

LOS LUJOSOS TRANSATLÁNTICOS QUE UNÍAN MONTEVIDEO CON PUERTOS EUROPEOS (El Conte Bianchamano, el Giulio Césare, el Federico “C”, entre otros).

LOS ZAPATOS DE CHAROL Y LOS INGASTABLES INCALCUER DE FUNSA.

LOS TELEGRAMAS. Y también el código Morse.

LOS HOMBRES JÓVENES EN LAS PARADAS DANDO PRIORIDAD en el ascenso a mujeres, ancianos y niños.

LOS VENDEDORES CALLEJEROS DE PAVOS. Arreando por las veredas hatos de 10, 12 o más ejemplares de los mencionados faisánidos.

LAS CAMPERAS, PANTALONES, CALZADO DEPORTIVO, CALZONCILLOS CON LA ETIQUETA (“grifa”) DEL LADO DE ADENTRO!

EL “TORNO” EN LA PUERTA DEL CONSEJO DEL NIÑO. AlIí las madres podían depositar a los recién nacidos que no deseaban retener, generalmente por temor a la condena social (madres solteras). Empujaban un mecanismo rotatorio (de ahí lo de “torno”) que lo introducía y hacía sonar un timbre. Se implantó para evitar abortos e infanticidios.

LOS ALIMENTOS NATURALES. Sin colorantes, saborizantes, estabilizadores, conservantes y emulsionantes.

EL PAN LEUDANDO POR LA NOCHE EN LAS PANADERÍAS, con levadura natural, no química.

LOS BARRILES DE ROBLE, donde se encanillaba la cerveza.

LOS CINES DE BARRIO. LAS MATINÉES. LAS PELÍCULAS EN BLANCO Y NEGRO. LOS NOTICIEROS URUGUAYOS EMELCO Y URUGUAY AL DIA.

LOS DIARIOS IMPRESOS A MÁS DE UNA TINTA. Y con suplementos de historietas a todo color.

LOS “TACHOS” DE BASURA. No había bolsas plásticas. La basura se sacaba en tachos, todas las noches, al paso del recolector. También se fue el escándalo de latas, cuando luego de vaciadas eran lanzadas a la vereda a veces desde el centro de la calle.

LAS RECETAS “MAGISTRALES”, que prescribían, con precisión de la fórmula, los médicos de antaño. Eran pocos los medicamentos elaborados por los aún escasos laboratorios. Gran parte se confeccionaba en la “botica”.

LOS “PLOMITOS”. Pequeños discos agujereados de plomo que se cosían en los ruedos de vestidos y polleras, para evitar que el viento los levantara y quedaran al descubierto zonas anátomicas censuradas a la visión masculina.

EL TÉRMINO “ENFERMEDAD” para designar a la menstruación.

EL TEATRO ARTIGAS, en Andes casi frente a LA VERBENA. En carnaval se hacían bailes de rompe y raja en su platea, desprovista de asientos. Lo bueno era el techo corredizo. En verano se disfrutaba el canyengue bajo las estrellas. Por un costado se podía pasar (sin salir a la calle) al cabaret, y aquí sí que la memoria no me responde. ¿Sería el Chantecler?... No estoy seguro... Se acostumbraba en esos tiempos comunicar internamente locales que tuvieran afinidades. Por ejemplo el Tupí Nambá, de 18 de Julio y Julio Herrera y Obes, se comunicaba al fondo con la confitería y lugar nocturno “La Mezquita”, que daba a la calle San José. En uno de sus costados, a la izquierda, antes de llegar al palco de las orquestas, se podía pasar del Tupí al hall del cine Ambassador.

LA FLAUTA TRAVERSA, instrumento central en las orquestas de tango. El último conjunto que la utilizó fue “La Orquesta del Tiempo’el Jopo”, que actuaba en la fonoplatea de Radio Nacional -en el Palacio Salvo- hace algo más de 50 años. Era ya entonces un fenómeno extemporáneo. La integraban guitarras, guitarrón, contrabajo y flauta traversa. Los músicos eran todos añosos y calvos. Era sólo música, sin vocalista. Eso sí, con una pareja de bailarines, Benigno García y su compañera, una morocha de pollera con tajito y zapatos taco alfiler, que bailaban el tango con cortes y quebradas, pero a la “uruguaya”. El tango uruguayo casi que se ha perdido actualmente. Fruto de la invasión de las “Academias” copiadas de modelos argentinos, donde el tango se baila a grandes pasos, como caminando.

LOS FOTÓGRAFOS DE LAS PLAZAS, con sus prehistóricas cámaras de madera. Escondían su cabeza en una especie de embudo de tela negra fijada en la parte posterior de la máquina. Con una mano sacaban rápidamente una especie de tapita por donde entraba la luz y la volvían a colocar en instantes. Supongo que esas viejas cámaras no tendrían diafragma. Eran por supuesto fotos en blanco y negro que se revelaban y donde se fijaba la imagen en pocos minutos.

LOS GRABADORES DE CINTA. La fabrica italiana Geloso inundó el mercado con aquellos enormes valijones generalmente de color marfil, en los que en su parte superior se colocaba horizontal el rollo de cinta grabadora (casi del tamaño de un plato) y que podía albergar horas de grabación continuada. Por supuesto que la aparición del “cassette” provocó su muerte súbita.

EL BAR “FERNANDITO” EN JUSTICIA Y AMÉZAGA (EX CUÑAPIRÚ) Los fines de semana llegaba gente de todos lados a gustar de sus famosos “chorizos al vino blanco”. LLegar al mostrador y retirarse con el pedido podía requerir tiempo y paciencia para soportar apretones y codazos.

LA “DECLAMACIÓN”. Los recitadores se presentaban como exitoso espectáculo unipersonal. La famosa Berta Singerman llenaba el Solís con sus… ¿cómo llamarlos? ¿recitales de recitado? Rufino Mario García era aplaudido en los espectáculos nativistas como “recitador criollo”.

EL AGUA TRANSPARENTE de las playas montevideanas. Y del arroyo Miguelete, con pescaditos y todo.

LOS BILLETES DE DIFERENTE TAMAÑO. Los de 100 pesos eran el doble de los más chicos de 50 centésimos. La razón habría sido facilitar el manejo del dinero para los no videntes. Lo cierto es que evitaba toda equivocación de dar un billete por otro.

LOS PERROS RAZA “BULL DOG”, la raza más difundida como guardiana allá por los ’40; ñatos, de patas muy cortas para su tamaño y de hábitos feroces.

RIVER PLATE, el club viajero. Lo conocí como el club ”de la dársena” porque su cancha estaba en la zona de la Aduana. Se les llamaba incluso “los darseneros”.

LAS INCREIBLES CONSTRUCCIONES que tiró abajo la “piqueta fatal del progreso”, como dice la letra del tango En la Ciudad Vieja, innúmeras. A título de ejemplo no hace mucho tiempo: la palaciega mansión de Colonia y Fernández Crespo donde funcionaba la Mutualista del Partido Nacional. Fue sustituída por un horroroso cubo con agujeritos cuadrados. Lo mismo ocurrio con el “castillo” de Rivera y Bulevar Artigas. Más vale no hablar de lo que se levantó en su lugar. Pertenece a la historia universal de la infamia.

EL PARQUE “MUNICH” EN LA CALLE BURGUES. Un parque donde las mesitas, bajo las glorietas y rosales, se llenaban de montevideanos amantes de la cerveza de la “ORIENTAL”. Era un paseo preferido por las familias en las noches de verano.

EL ACEITE DE COCO, que se compraba “suelto” en las farmacias y se usaba como bronceador. Por otra parte el único conocido.

PAJAS BLANCAS y el hábito frecuente de los Montevideanos de “ir a pasar el domingo” a ese ahora olvidado paraíso.

Y EL TIEMPO LENTO. Quedó atrás también el tiempo dilatado y extenso. Los larguísimos veranos, las interminables vacaciones escolares. Las dilatadas y lentas horas de la siesta vagando por la quinta, honda en mano, o saltando por las piedras de la cañada cercana. La tremenda, inabarcable duración que tenía un año!!



(l) “Masita”: nombre que se da a los bizcochos en el interior.

(2) ”Isla”: plantación artificial de árboles, generalmente eucaliptos.

(3) Luego del divorcio de doña Modesta Urrutia, el tío Ramón pasó a vivir en la estancia, donde se encargó de las tareas de capatacía.

(4) Hace pocos años pasé por el hoy reconstruido Café Vaccaro (ahora “Gran Café Vaccaro”) y pude observar que la estructura del viejo palco se mantiene intacta en el fondo del salón.

(5) La Casa Bianchi actual trabaja con dos spiedos eléctricos, pero mantiene funcionando también el viejo spiedo a leña. Modernizaron el local pero mantuvieron en funciones la antigua “caja” a un costado del salón, elevada construcción de madera con baranda de barrotes de fina marquetería. La ventanilla de la caja, queda, poco más o menos, a la altura de la cabeza del cliente.

(6) Dos o tres tranvías se enviaron al museo de la locomoción del Parque Fernando García, sobre Camino Carrasco. Pero se dejaron a la intemperie expuestos al sol a la lluvia y a los vándalos que se fueron llevando poco a poco sus bronces, luego sus cristales y finalmente maderas, asientos, artefactos. A los años sólo quedó sin fagocitar la base de hierro, los ejes y las pesadas ruedas. Aunque es probable que lo que no logró el hombre, lo haya concretado finalmente el herrumbre.

(7) Romeo Gavioli. Músico uruguayo, nacido en Montevideo en febrero de l9l3. Como compositor e intérprete de música popular fue primera figura en la década del ‘30 y del ‘40. En l93l debuta en los Casinos Municipales y poco después en el Tupí Nambá y en el teatro Royal, como primer violín de la Orquesta de Héctor Gentile. Como dato anecdótico, el pianista de esa orquesta era Lalo Etchegoncelay, más tarde primera figura de la música popular. Uno de los violines era Emilio Pellejero, futuro primer violín de la OSSODRE y futuro director musical de los primeros programas que en televisión, canal 5, presentara Horacio Ferrer, cuando todavía, casi desconocido, no había pasado a residir en Buenos Aires.

(8) Paquito Busto. Capocómico argentino que todos los años montaba comedias de gran éxito popular en el teatro l8 de Julio. Se cuenta que la final del 50 terminó poco más o menos que junto con su función en el l8. Se bajó el telón de apuro y Paquito al frente de todo su elenco se lanzó a festejar el triunfo celeste. Tanto gritó “Uruguay pa’ todo el mundo” que al día siguiente debió suspender la función por afonía.

(9) Juan José Castro. Nombre casi mítico para los amantes de la música “seria”. Fue director estable de la sinfónica del SODRE durante varios años consecutivos. De nacionalidad argentina, se tomó muy en serio su trabajo y al país que se lo brindaba. Puso a la OSSODRE a nivel de las mejores orquestas del mundo. Agotaba siempre las entradas cuando dirigía ¡y había que ver lo que costaba una entrada para sus conciertos! Alguna vez pude llegar a verlo desde el paraíso, parado en cuarta o quinta fila. Aunque en realidad lo que importaba era escucharlo.

(10) Washington Benavides, el poeta de Tacuarembó, hace referencia al Parque Capurro, partido en dos por la autopista, en el poema Contrastes de su obra "El Mirlo y la Misa" (Ed. Banda Oriental, año 2000). Vale transcribir algunos versos de gran belleza, pero que pintan dolorosamente lo que queda hoy del que fuera todo un centro social de una época. Hasta centro deportivo, cuando las damas de alta sociedad lucían sus habilidades en la pista de patinaje del parque.

Dice Benavides:

Si vamos, por las calles de Montevideo
hacia el oeste, topamos con el Parque Capurro,
decapitado como un Capeto.
En su torno, junto a las vías, casi muertas,
los basurales, en un Shoping-Center millonario
de la miseria y el qué- me-importa.
Miras el resplandor de la ciudad, en la noche;
todo es publicidad de refrescos o de máquinas
japonesas, coreanas, inglesas, rusas, checas, brasileñas,
norteamericanas, francesas, italianas.
Pasa un mendigo, un viejo de treinta años, uruguayo
Parado sobre los viejos pontones de sus zapatos,
los tobillos pálidos y mugrosos,
los pantalones a media asta,
mira esas nuevas constelaciones del progreso.


Memorias II Los personajes
Memorias IV Entretelones de la memoria

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