Memorias de un siglo / IV Entretelones de la memoria

 IV Entretelones de la memoria



Carlos Gardel canta esa noche en el Teatro 18 de Julio.

Tías y primas no se lo pierden. Pero a mi no me interesa y prefiero quedarme en el Chandler con Pancho, hasta que termine la función. El auto se encuentra estacionado sobre 18 de Julio, metros antes de la entrada del teatro. Termina la función y de pronto estamos rodeados por una enorme cantidad de gente que desborda la vereda, interrumpiendo el tránsito. “¿Qué pasa?” -pregunto a Pancho. Y él me contesta que todos quieren ver a Gardel de cerca cuando salga. “¿Y para qué?” -vuelvo a preguntar. Pancho se ríe y me dice algo así como “para saber si es humano”. Sé que yo vuelvo a preguntar y a preguntar y que Pancho me habla de hombres, de un mago, de ángeles y de dioses. No entiendo mucho pero sé, porque conozco bien a Pancho, que ahora se ha puesto serio y que debo callarme la boca.

Estamos todos en la Rambla: es el corso de Pocitos, en horas de la tarde. Los hombres, de rancho de paja; las mujeres, de capelina; bañaderas, cachilas sin el toldo llenas de mascaritas de los dos sexos, saludando y lanzando serpentinas. Y un enorme carro alegórico: en lo alto una gran sandía que abre y cierra sus gajos. Dentro de la enorme fruta, cuando se abre, una mujer con corona dorada saluda al público con los brazos en alto.

Sentado pacientemente en la escalera de mármol de General Flores espero al tío Oscar, a Tití, que está por llegar a su visita de novios. En realidad no lo espero a él sino a la bolsa con golosinas de la Confitería del Oro que me trae todos los domingos.

Convención -criada con nosotros como una hermana más- camina dormida a medianoche por la casa. No me asusto, porque estoy acostumbrado a sentirla. A veces habla y discute dormida. Su hermana María también es sonámbula. Hay momentos en que las dos hablan al mismo tiempo en un idioma ininteligible.

Transcurre segundo año en el jardín. En la fila del medio, en el asiento ubicado delante del mío se sienta Teresita, una compañerita rubia, de trenzas atadas arriba de la cabeza con una moña de color. De pronto se da vuelta y sin previo aviso me detona un tremendo beso en la mejilla. La situación, claro, no da más que para eso… pero... desde ese día en adelante me siento perdidamente enamorado de Teresita.

De la mano de mi prima Elsa estamos parados frente a la Facultad de Medicina. Lentamente pasa por encima del palacio Legislativo una enorme nave plateada con forma de habano. La gente a nuestro alrededor aplaude. Es el Graff Zeppelin, en su primera visita a Montevideo. Pasa solamente, no se detiene porque no hay amarradero y sigue viaje a Buenos Aires (este momento corresponde a junio de l934, cuando no había cumplido aún los seis años).

Estoy haciendo el herbario para Historia Natural. Primer año del liceo 5. Es invierno, pego las hojas en un gran álbum de tapas marrones, estamos sentados en la habitación del fondo de la vieja casona de Marcelino Sosa, a la vez comedor diario y habitación para ocasionales huéspedes. Mi tío Oscar me ayuda. En realidad lo hace todo, porque yo apenas puedo moverme, víctima de una aguda lumbalgia.

Mi tío Ramón sentado en su silla baja de cuero, en la puerta de la cocina de la estancia. Toca el acordeón y un escalofriante coro de aullidos de todos los perros lo acompaña.

El mismo tío Ramón. Adelantando dos minutos el reloj del comedor, ajustándolo al paso del ferrocarril. No hay hora oficial porque no hay teléfono, ni radio, ni otra forma de controlar el tiempo. Pero corre siempre a la hora exacta el tren de la compañía inglesa, que atraviesa el paso a nivel exactamente a la una y cinco minutos.

Desagradable diarrea me ha producido un pote de dulce de tomate, que he ingerido en pocos minutos, aprovechando el silencio encubridor de la siesta en Cerro Chato. Se entera mi padre y manda a buscar “cáscara de granada” para hervirla y tomar la infusión. Al otro día todo normal, al cuarto tengo que tomar un laxante.

“La Hijita”. Este era el sobrenombre de una de las hijas menores de los Núñez, nuestro vecinos de Cerro Chato. Víctima creo que de alguna patología psiquiátrica incurable, posiblemente autismo. “La Hijita” busca siempre algo, un objeto que pueda hacer girar. Algo atado a un hilo, una alpargata tomándola por la punta de los cordones, una ramita por el lado mas fino. Y a medida que el objeto gira delante de ella a mayor velocidad su rostro se transforma, se ilumina, sonríe y dice cada vez con más fuerza: “¡Mandí! ¡mandíí! ¡MANDÍÍÍ!”… (ésa era la única palabra que decía).

No hace mucho la recordé cuando leía un trabajo del profesor Garbarino, cuando dice que parte de los psicóticos y casi todos los autistas no han “despegado” aún de una realidad cósmica (de la cual venimos todos). Señala que los niños autistas acostumbran correr alrededor de una silla o una mesa describiendo órbitas elípticas similares a la de los planetas.

¿No estaría “La Hijita” creando sus propios sistemas orbitales y logrando así una especial y gratificante unión al hacerlo?


Mi abuela inicia el almuerzo con un chorro de vino en la sopa. Todos los comensales esperan la consumación de ese particular ceremonial para hundir sus cucharas en el plato.

Estamos almorzando en mi casa de Cerro Chato. Preside el almuerzo en el centro de la mesa una jarra de cerámica, con el rostro medio diabólico de un hombre en uno de sus costados. Yo la giro para evitar su mirada.

Blandengues 1591, están velando al tío Oscar, esposo de tía Maruja. Varios de los hermanos de ésta están ya presentes, pero esperan a Santiago que llega en ferrocarril desde Tacuarembó. Comentan: “LLegará con hambre”. Y le preparan un refuerzo de fiambre al que han sustituído la miga por algodón. El numen inspirador de todas las bromas era el tío Daniel, y también Pedro, que no se quedaba atrás. No olvidaré nunca la cara de desesperación del tio Santiago, a pocos metros del finado, cuando se atraganta con la prótesis enredada en el algodón.

Las langostas. Las hay de dos clases: pequeña y saltona, habitante casi permanente de los campos, y la grande, volando en mangas a gran altura, oscureciendo el cielo a veces por horas y hasta por días. Cuando hacen escala y descienden, acaban en pocas horas con todo lo verde sobre la superficie de la tierra.

Doña Juana de Ibarbourou tiene un espacio en Radio Sarandí, una noche a la semana a las 22 y 30, donde lee sus poemas y habla de su poesía. Cuando termina, a las 23 horas, sólo quedamos en la radio tres personas: el operador, un locutor y yo en la sección informativos. Y es ¡¡a mi!! -el que de los tres puede manejar mejor su tiempo- a quien don Carlos Solé -mi jefe- encomienda para que luego del programa ayude a la dama a descender la larga escalera de la radio, y ya en la calle San José conseguirle un taxi que la lleve a su casa, en 8 de Octubre.

Fue así que una noche, bajando con lentitud la curvada escalinata con la dama apoyada en mi brazo, me pregunta: “¿Escuchó Ud. los poemas que leí esta noche?” Mi azoramiento fue máximo. Algo había escuchado -el monitor siempre estaba conectado- pero lo había registrado en un plano muy alejado del foco de conciencia, sin prestarle demasiada atención. La verdad es que doña Juana como poeta no me llegaba demasiado. La encontraba algo sosa y un tanto convencional.

Fue entonces que farfullé algo así como que había tenido mucho trabajo, que el teléfono no me había dado descanso... y que…

Por el gesto y la voz de la anciana comprendí que me había “calado” bien adentro. “Claro -dijo- el trabajo… claro...” Creo que ese fue el total de las conversaciones que con Doña Juana de Ibarbourou mantuvimos durante los dos o tres meses del verano de 1952 bajando lentamente del brazo la larga escalinata de Radio Sarandí.


Se rompe la maroma que une la balsa a la lanchita que la cruza a la otra orilla del Río Negro. Es invierno y nos vamos a la deriva, corriente abajo. Nadie se preocupa demasiado, no es la primera vez que eso ocurre. Lo que sí alarma es el hielo cortante de la niebla invernal, que nos obliga a arracimarnos junto al motor del ómnibus de ONDA. Al rato el trabajo de los balseros recompone la conexión y el viaje continúa. Son memorias de un Uruguay de caminos de tierra (sólo dos o tres rutas pavimentadas), con escasos puentes, muy en especial en los grandes ríos. Durante casi 28 años lo recorrí viajando aproximadamente una semana por mes. Pude así conocer desde las capitales a los pequeños pueblitos. Desde lugares casi mágicos, como Corrales, con sus callecitas tan empinadas que era necesario treparlas más que caminarlas. Caraguatá, donde el tiempo parecía haberse detenido; Nuevo Berlín, donde el silencio de las noches tenía siempre un incesante ritmo y ruido de remos en el río (el tráfico ilegal de mercaderías con la Argentina); Cerro Colorado, con su histórico carrillón, que, averiado, tocaba la Marsellesa cada quince minutos ante la impotencia y desesperación de sus habitantes. Nico Pérez o Aiguá o Mosquitos (pueblos en extinción), donde García Márquez podía haberse inspirado para situar sus Cien Años de Soledad.

Santa Lucía y el Hotel Biltmore (lo que queda del viejo Hotel), donde una noche dormí en la habitación que Gardel tuvo siempre reservada (dormitorio, baño y una sala adjunta con una mesa redonda, de material empotrada al piso, con su paño verde raído ya, más por el abandono que por el roce de los naipes).

El muy poco conocido Parador sobre el cerro Pororó en Minas, que parecía extraído de una postal europea del siglo XVIII. Más de una vez al llegar (único aspirante a huésped) la pareja de ancianos que regenteaba el lugar aprovechaba para salir a una localidad cercana a hacer sus compras, dejándome encargado por unas horas del vacío hotel y de vigilar la colosal chimenea, donde lentamente gruesos troncos arden días enteros sin necesidad de recambio (1).

Los transportes eran escasos y primitivos. Alguna vez viajando por la ruta 5 me tocó despertar en mitad de la noche al enterrarse el ómnibus hasta el eje en el barro. No había otra alternativa que bajar todos los hombres del ómnibus y levantarlo para sacarlo del “peludo”. Tampoco era raro que para poder salir de una población el único medio para hacerlo fuera “la perrera” de los trenes. Vagones de ganado donde los vacunos iban en bretes en el centro del vagón y a los costados; en largos bancos de madera los troperos y los “puebleros” como yo, sin otra posibilidad que eludir con filosofía los coletazos de las vacas espantando las moscas.



Papá con sus pies fríos. Al llegar la noche se saca las botas húmedas y se lava minuciosamente los pies en un latón con agua bien caliente. Luego de ponerse nuevos calcetines que “seca” al máximo colgándolos del barrote de la cocina a leña, calza entonces zapatillas de franela y encima… ¡de goma! Así anda por la casa -según afirma, con los pies bien calientes- hasta la hora de acostarse.



¿Porqué este señor con enormes bigotes (Alfredo Palacios, nuevo embajador argentino) me cuelga del cuello una medalla de oro con mi nombre y el escudo argentino? El asunto es conmigo y otros diez o doce periodistas que cubrimos la información de la caída del gobierno de Perón, desde Buenos Aires. No fuimos muy concientes de la tremenda importancia que para los hermanos del otro lado del Plata resultó tener -a través de las radios uruguayas-: una versión muy distinta de la que podían obtener de la prensa propia, totalmente censurada.

Superman. Sí, Superman. Casi como que aprendí a leer con él. Era estrella de todas las semanas en el Billiken, claro que con una diferencia: eran entonces las aventuras de SUPER HOMBRE (creo que Superman tiene exactamente mi edad pero sin duda aparenta bastante menos).

Una historieta (o historia) que seguí desde pequeño hasta la adolescencia fue El Principe Valiente, príncipe de vikingos de las antiguas tierras escandinavas. Tenía (o tiene, no sé si aún se publica) la virtud de que sus personajes evolucionaban con los años. Primero el joven príncipe Val con su padre, luego hombre que se enamora de una hermosa hechicera. Su casamiento; con los años sus hijos, que van creciendo mientras sus padres envejecen. Junto con Mandrake, Superhombre, Jim de la Selva y Brick Bradford, los héroes de mis años infantiles.

El juego del aro. El aro de metal rodando por las calles de tierra de mi pueblo, empujado a distancia por una varilla de hierro que terminaba curvada en una especie de “U”. La fiesta era completa después de la lluvia. Correr descalzo, atravesando todos los charcos, levantando plateadas láminas de agua a los costados del aro.

El “Hongo de Terra”. Lo recuerdo flotando turbio en un gran bollón de vidrio, en la penumbra de la alacena. No tengo claro si el agua se bebía o se frotaba en el cuerpo para curar vaya a saber qué males. Eso sí, el hongo prosperaba gomoso en la semioscuridad en todas las casas, allá por los treinta y pico.

Vamos todos a pasar el domingo en casa de mis tíos Pedro y Aurorita, mi madrina. Todos apretados en el Chandler, maneja tía Maruja. Yo voy feliz, quiero mucho a mis tíos y a sus hijos, mis primos Bocho y Nenée. La casa, en la calle Caiguá, está prácticamente en medio del campo. Ya casi llegamos, comenta la abuela. Todos festejamos que ya estamos pasando el puentecito sobre el arroyo “Quitacalzones” (yo no puedo evitar festejar también, para mis adentos, ese inexplicable nombre).

Sentado en la escalera juego con mis bolitas, haciéndolas chocar en el cuadrado del descanso. Arriba en el patio conversan la abuela y tia Florentina sobre el permiso que ha pedido Elsa -ya mayorcita- para ir al cine sola o más bien con una amiga, Chichí Bianchi (la hija mayor de las dos de los dueños de la fiambrería). Tina hace una exposición de argumentos a favor del permiso. Que es una familia muy bien, que Chichí va a entrar a Facultad de Arquitectura, que los padres son de la Acción Católica, que sólo permiten ver a la hija películas clasificadas como “recomendadas” o “autorizadas” por la A.C. Pero el argumento que parece convencer finalmente a la abuela es que sólo irán a “vermuth” (o sea de tardecita) y que Chichí es una chica “tan moral” que cuando en la pantalla los actores se besan ella se tapa los ojos. Me pregunto si condicionarán el permiso a que Elsa también se tape los ojos. Pera la verdad sea dicha en mi casa eran muy amplios en ese sentido y no imponen ese requisito a mi prima.

Corremos al tablado porque ha llegado la trouppe de Carmelo Imperio. Creo no equivocarme pero el gran imán del carnaval eran las “trouppes”, y Salvador Granata y el loro Collazo sus ídolos más populares. El auge de la murga es un episodio más reciente, digamos de los últimos 50 años.

Los encuentros con el doctor Alfredo Cáceres, cuando estaba de guardia en el Hospital Vilardebó. Nos reunimos tres o cuatro amigos del barrio y caminamos hasta el cercano hospital. El doctor Cáceres sorbe un enorme mate galleta (no se usaba entonces el mate redondo). Nosotros en silencio, hipnotizados por la magia de sus relatos, sus anécdotas, sus reflexiones. Creo que aún el doctor Cáceres no se había casado con Esther, la después célebre escritora, dado que nos hablaba de otras mujeres, otras experiencias, otros amores.

En silencio total escuchando a Paco Espínola en sus magistrales clases en el Nocturno. Nosotros íbamos de oyentes, de hinchas nada más. Al terminar lo acompañábamos, caminando, hasta su apartamento en la calle Isla de Flores y Yaro. Allí, pese al pánico lógico de su señora cuando nos veía llegar, muchas veces nos quedábamos oyéndolo hasta que comenzaba a clarear. Y por horas, Paco siempre prendido a su enorme mate, a su pucho y a su infinito repertorio de cuentos.

Mi padre de visita en la casa de su hermana Maruja, en Aramburú y Blandengues, me manda llamar, que quiere hablar conmigo. Sucede que yo no quiero estudiar más después de haber perdido primer año. Le he pedido a mi padre ayuda para trabajar, para entrar de “cadete” a un banco (la gran carrera de la época). Pero ese día me dijo que nones, que tenía que estudiar, que no tenía alternativa. En ese entonces no se estilaba discutir una decisión paterna de esa naturaleza, cosa que años más tarde pude comprender y también agradecer más de una vez.

Grita Dalila con su voz de soprano aguda: “¡Papá! ¡Papá! ¡Vengan todos! ¡LLegaron don Adolfo y Chicha”… Todos corremos a recibirlos con gran alegría. Sabemos que nos espera una jornada de buen humor, risas, cuentos, anécdotas, bromas. Don Adolfo López es un generador incansable creando humor, difícil saber cuándo habla en serio, cuándo lo hace en doble sentido, adónde van sus guiñadas cómplices. Desde un rincón escucho admirado a ese hombre que remata sus frases con carcajadas como campanazos.

Hemos terminado de almorzar, el Comandante empina el último sorbo de tinto, y exclama: “¡He comido como el presidente de la República!”

Estoy “preparando” el examen que en febrero daré de todas las materias de primero (segundo intento). En la mesa un gran atlas geográfico. Adentro, oculto, «La vuelta al mundo en 80 días» de Julio Verne.

¿Penicilina? ¿qué es eso?, pregunto. “Sí, penicilina cada ocho horas, una inyección”, dice el doctor Espasandín, de la Española, sentado junto a mi cama. “Lo que Ud. tiene, señala, es una grippe infecciosa.” (¿?) La penicilina se prepara en un frasquito y hay que dejarlo apoyada en el hielo. Cada ocho horas viene un practicante y me inyecta cinco mil unidades por vez. Estamos creo, en el ‘47. Nadie puede imaginarse que medio siglo más tarde las dosis sean millones de unidades.

De muy pequeño escucho tocar guitarra, acordeón y alguna vez el piano. Pero en casa de la abuela hay un piano que toca solo, sus teclas se mueven sin que nadie ponga sus manos en ellas. Eso sí, hay que mover las piernas sobre dos pedales en forma parecida a lo que hago en mi triciclo. Al principio es sorpresa, temor , admiración. Y la imposibilidad de accionar tan enormes pedales. Con algunos años más puedo yo solo sentarme y agarrado con toda mi fuerza a la banqueta hacer sonar la pianola, que así se llama ese aparato tan parecido a un piano. La ópera italiana está de moda y en un gran mueble se ordenan los rollos perforados, cada uno en su caja. Rossini, Mascagni, Verdi, son los nombres que recuerdo. Tangos de la guardia vieja, todos los de Juan de Dios Filiberto y algún foxtrot de moda. Pero cuando alguien se sienta a la pianola, yo siempre quiero escuchar la maxixa “Ese coco tiene agua”. La pianola tiene una serie de palanquitas junto al teclado que quedan expuestas al levantar su tapa. En una de ellas puedo leer “Clave”. La muevo de izquerda a derecha y el sonido se transforma con resonancias de campana y cristales. Muchos años después Wanda Landoska pone el Clave de moda. Cuando la siento no puedo evitar cerrar los ojos y trasladarme a la sala de la casa de General Flores.



Llega Schapira, reboleando su pierna defectuosa. Durante años día a día la visita del practicante Schapira (eterno cincuentón estudiante de medicina) quien inyecta la dosis de insulina necesaria para la diabetes de la abuela. (Y efectúa, in situ, el análisis de orina si es necesario). Este buen señor tenía el cetro máximo de conversador imparable. Entraba hablando y ensartaba un cuento o una situación con otra sin detener su diarrea verbal ni una fracción de segundo. El comandante lo oía, pero no creo que lo escuchara. Lo toleraba porque gracias a la insulina era autorizada a no privarse de dulces y de productos “El Dragón”. Para los Alzugaraycitos del futuro: sí, la diabetes es una afección familiar, pero la diabetes de viejo, que viene generalmente alrededor de los 80 y que se controla sin problemas. La tía Maruja, mi padre, la padecieron también cuando llegaron a esa edad. Recuerdo perfectamente que Don Eufronio, a pesar de su diabetes nunca se privó, en las comidas, de un vasito (chico) de vino blanco dulce (su preferido).

Pasa Domingo Carlevaro por casa y me avisa: “En Radio Sarandí hay una vacante en los informativos; un estudiante de ingeniería, Andrés, renunció hoy.” Voy a la radio de inmediato. En el acto me toman una prueba. A los cinco minutos la pregunta: “¿Cuándo puede empezar?” “Mañana mismo”, contesto. Así de simple era en esa época encontrar trabajo (año 1953).

Un vecino toca la guitarra, otro trae el acordeón y así en plena calle en todos los barrios se baila después de las doce de la medianoche del 24 de diciembre. No falta el barril de cerveza chopp. Las doñas han hecho tortas saladas, dulces, bizcochitos. No quiero embanderarme con el tiempo pasado, pero no recuerdo peleas ni incidentes. Todo el mundo baila, canta, se divierte y punto. Después hasta la madrugada, sentados en un portal, comentamos en rueda la jornada vivida.

Vibran las paredes de la vieja casona de General Flores. Tiemblan las hojas de los helechos que en grandes macetones, simulando leños, enmarcan la entrada de la cocina. Toda esa conmoción la produce el pasaje de los pesados camiones de gomas macizas. Los neumáticos han sido suprimidos por bandas de goma superpuestas y vulcanizadas, sin aire en su interior. Eso los hace lentos y provocadores de una tremenda trepidación del pavimento y de los edificios. El domingo las mujeres de la casa se encargarán de ordenar en el cristalero copas, vasos y botellones que la vibración ha empujado a un rincón.

Millonarios por una semana. Apenas cumplimos los 18, Ruben y yo juntamos nuestras economías y nos vamos a Buenos Aires. Es el año ‘46 o ‘47, gobiernan Perón y Evita. La moneda argentina se ha desvalorizado tanto que comemos en los restaurantes de lujo, presenciamos los mejores espectáculos, vamos a bailar a la boite de Fresedo “Rendez Vous”, destapamos champaña, todo por lo que acá gastaríamos en una entrada al Estadio!!! Un día llueve y decidimos tomar un taxi y pedirle que vaya a donde quiera, que queremos conocer Buenos Aires. Pasan dos horas o más. Pagamos y sacamos la cuenta. Gastamos el equivalente a dos boletos del transporte de Montevideo!

Es mi cumpleaños. No puedo precisar cuál. Pero Convención me ha regalado un tesoro, mi primer libro: “La Hormiguita Viajera”. Casi que lo estoy viendo aún. Más ancho que alto, tipo cuaderneta. Tapas negras brillantes con una ilustración a color de la hormiguita heroína.

Al grito de mi padre todos corren a asegurar la puerta del fondo de la casa en Cerro Chato, puerta que se abre al sudeste. La calzan dos gruesas trancas de madera, tres pasadores más el pestillo. No obstante, cuando el pampero arrecia sus pujos, la vieja puerta tiembla como una bandera al viento.

Los cuentos del mítico perro “Corbata” que me está haciendo mi padre. Ambos acostados, ya se ha apagado la luz. En la mitad de la narración se hace de pronto el silencio. El sueño se ha abatido sobre mi padre, guillotinando una frase. Pienso ahora: mis hijos crecieron también con los cuentos del “Corbata”. ¿Los disfrutarán mis nietos por llegar, en esta época de Internet, TV y Compact Disc?

El cura nos ha dicho que al tomar la comunión nos vamos a sentir más “livianos”. Terminó la misa y regreso corriendo a mi casa. Y saltando, como era costumbre para tocar los toldos de los comercios. Estoy sorprendido porque siento que salto a más altura. ¡El padre ha dicho la verdad! ¡Estoy más liviano!

Estamos en el catecismo rezando a coro aquello de “bendito el fruto de tu vientre Jesús”. No puedo dejar de imaginarme a Jesús en medio de un montón de naranjas.

De la mano de mis tías recorro London París, el abuelito de los Shopping. Todo se puede comprar allí, desde un juego de jardín a una botella de guindado, desde los jabones marca London París a un arado, desde un vestido de novia a un juego de cubiertos.

El Toto, el Cacho y yo sentados silenciosos en el escalón de Don Severino. No pudimos reunir las tres cajas vacías de Mejoral que necesitábamos para entrar al Cine Astor. Nos perdimos una hora de Mickey y Pato Donald y el programa “Doble o Nada” de Isidro Cristiá.

Es el invierno de 1950. Con mi tío Daniel estamos en la casa del tío Santiago, en la calle Bequeló de Montevideo. Los tres sentados frente a un receptor “superheterodino” escuchando la final de la Copa del Mundo en Maracaná. La transmisión se hace por línea telefónica. La voz de Solé se pierde entre ruidos, zumbidos, ecos e interferencias de todo tipo. Cuando termina, el tío Santiago se pone a llorar como un niño. Solé también llora. Todos nos abrazamos y reímos llorando.

Tengo la impresión de que mis dos tías solteroreprimidas se divierten mucho conmigo, el único ejemplar masculino de la casa a pesar de mis escasísimos tres añitos. Me están bañando al sol en un día de verano, en la azotea de la casa. Estoy sentado en un gran latón oval con dos asas en los extremos y Tina me vuelca agua tibia en la cabeza con una jarra. De pronto tía Maruja, la menor, aún soltera, comienza una especie de danza alrededor del latón. Saca entonces una tijerita de uno de sus bolsillos y haciéndola sonar en el aire (estilo peluquero) canta un estribillo más o menos así: “Jugando, jugando, con esta tijerita, te cortaremos el flequillo, que tenés colgando” (más o menos mi tía como un elefante corriendo adentro de un bazar). Sé de todos modos que no le di mayor importancia y no temí que usara la tijerita. Sin embargo, ¿por qué tengo tan vivo este recuerdo?

La llegada periódica de la “huevera” desde la estancia del Comandante. Era un gran cajón o jaula con soportes horizontales de alambre en su interior capaces de almacenar 10 ó 12 docenas de huevos. Como aún no existen refrigeradores, hay que consumirlos aceleradamente. Tocinos del cielo, flanes de doce huevos, bizcochuelos, licor de huevo. A nadie parece que le hace daño. Quizás porque aún no se han descubierto los destructivos efectos del colesterol y los ácidos grasos sobre la pared arterial.

Y ya que de huevos se trata, una mención para los delicados, exquisitos, transparentes huevos de teru teru. Alternando con las “hueveras” llegaban también cajas con huevos de ñandú y de tero.



Tarde de sábado. Estamos todos en la compleja operación de inflar la “No.5” (y esconder el piripicho). A la mañana siguiente, en la antigua cancha del Reducto que fuera del Club Racing, nuestro equipo, el Goes F.C., enfrenta el desafío del Club A. Punta Carretas. Espesas nubes presagian tormenta próxima, segura lluvia y la posible suspensión del partido. Preocupados todos miramos el cielo y los nubarrones. Hasta que alguien de pronto acierta con la solución al problema: “Tenemos que quemar unas hojitas de olivo bendecido.”

La idea es aceptada por todos como la ideal para que el sol brille en la mañana del domingo. De inmediato parten varios para la Iglesia de Concepción Arenal, para hablar con uno de los padres, que al parecer conocen. Vuelven al rato con una ramita seca con dos o tres hojitas. Alguien aporta los fósforos y procedemos a cumplir con el mágico ceremonial. Ya tranquilos, podemos cambiar de tema y dejar de forzar los pescuezos mirando el cielo. El domingo amanece luminoso. Dios, agradecido por nuestra fe y la ancestral ofrenda del fuego y el humo, nos regala una amplia victoria por goleada.

El sueño de mi hermana Dalila fue hacer el liceo y seguir luego una carrera universitaria en Montevideo. Ninca logró el aval de nuestro padre. Pero ese año le han permitido venir a estudiar a Montevideo. Está con nosotros en la calle Marcelino Sosa. Padre ha autorizado el estudio, pero CORTE Y CONFECCIÓN en la Escuela Industrial. Y que vayan las dos, con Elsa. Igual mi hermana está feliz porque tiene un profesor de dibujo “¡¡ADORABLE!!” (no se cansa de repetir todo el día).

Me balanceo en una improvisada hamaca que cuelga de la rama de la higuera, en el fondo de General Flores. Mi mirada no se aparta de una ventanita, a los fondos de un edificio, donde puede aparecer de pronto la cabeza de Mabel. Hace unos días cuando se asomó, me hizo adiós con la mano. Y yo me obsesioné con Mabel y con saber a qué calle daba el edificio y cuál era su entrada. Supe que se llamaba Mabel porque me lo dijo el Lito, que a su vez lo sabía por el Coco, que vivía a la vuelta, en Blandengues. Fue así que empecé a desviarme en todos los mandados que me encomendaban para pasar varias veces al día por la vereda del edificio donde vivía Mabel.

LLegó el momento en que la vi sentada en la puerta, comiendo un bizcocho en compañía de una amiga. Por supuesto que mis planes comenzaban y terminaban en eso: en pasar y verla. No tenía la menor idea, ni la iniciativa, ni el valor para saludarla o detenerme y decirle “¿cómo te va?”

Pero lo que vi hizo polvo mis fantasías, derrumbó mis entusiasmos románticos: Mabel calzaba en sus orejitas unos gruesos anteojos, atados además con una cintita, bajo el pelo, en la nuca. Sé que mi mirada pasó rápida por sus ojos deformados por el aumento. No por eso dejé de hamacarme bajo la higuera. Pero me senté mirando para el otro lado, para el gallinero. Estaba claro que los anteojos no calzaban en mis fantasías.


Me notifican que comenzaré quinto año en otra escuela. La de varones, de General Luna y Agraciada. Recibo la noticia en silencio, pero no entiendo porqué no he de ir a una escuela más cercana, donde quizás pudiera encontrarme con alguno de mis compañeros egresados del jardín. LLega el lunes y mi ingreso a la escuela de varones. La impresión de los primeros días de clase es desagradable. Sólo varones, pero no solamente los alumnos sino también los maestros, el director, el secretario. Más que una escuela parece un reformatorio. El primer día voy de moña azul, nadie la usa, me siento un “bicho raro”. Los siguientes días me la saco antes de entrar. Hay muchos alumnos de mameluco, pertenecen a Instituciones donde viven como internados. A la entrada de la escuela hay un ¿portero? que parece un ogro. Y lo que faltaba: constato que son usuales los tirones de pelo propinados por el maestro en los alumnos “desatentos”. Después compruebo aliviado que solamente los reciben los que visten mameluco.

Piquito Ruegger (Gustavo Adolfo) recitando y agitando los brazos como un molinete. Ya luciendo sus habilidades histriónicas cuando sus años se escribían con una sola cifra. En las fiestas del jardín era siempre número puesto.

Recorremos talleres y conseguimos rulemanes, descartados tal vez por rotura de una munición. Igual nos sirven para calzar a los costados de una “chata” que construímos de madera, con una tosca “dirección” y absolutamente sin frenos. La arrastramos a la calle Santa Fe, al costado del Hospital Vilardebó. La bajada es muy pronunciada y se extiende por más de doscientos metros. Allí una y mil veces nos jugamos la vida, lanzándonos por la pendiente. Por lo menos ésa es mi visión de hoy, de “adulto mayor”, como es de estilo decir a los viejos. En aquel momento sólo era la emoción de la velocidad y el riesgo.

Con el gordo Clemente nos vamos a la estancia para preparar Civil 3º (que nunca llegamos a dar). La abuela ya no estaba en este mundo y la estancia, en sucesión, la administraba su hijo Daniel. Pero... en un rincón de la enorme buhardilla sobre el dormitorio de la abuela nos encontramos con un tesoro, que no pudimos evitar interfiriera en los planes de aprendizaje de la materia Contratos. La vieja victrola, que pudimos con el gordo hacer funcionar, y un tesoro de viejos discos 78 r.p.m. Las voces del pasado, Alberto Vila y el inolvidable Néstor Feria. Hasta recuerdo una de las placas: de un lado… “Tengo tropilla de un pelo” (letra de Fernán Silva Valdez); del otro la que empieza “no mandís la carta”. No llego sin embargo a recordar los nombres.

Tomamos el fresco en una noche de verano en la azotea de General Flores. Estamos con Numa (en realidad su nombre es Herman Isidoro), un primo hermano, hijo de mi tío Juan, el mayor de los hijos de la abuela. Numa vino desde Cerro Chato a buscar trabajo a Montevideo, y desde ese momento lo tuve como compañero de pieza y de fútbol, porque ambos éramos partidarios de Nacional. Era sábado a la noche, previo a domingo de clásico. De pronto Numa -fervoroso hincha de los tricos- se siente poseído por la mística camiseta y corre por la azotea persiguiendo una pelota imaginaria, haciendo a la vez de relator. “La toma Castro, driblea a uno, driblea a dos, lanza un centro… salta Atilio… gooool de A...” Y ahí termina el relato, porque la corrida de Numa termina con el alambre de la ropa incrustado en su boca abierta en la “A” de Atilio. Resultado: dos puntadas, una a cada lado de la boca y conformarse con escuchar el partido por radio. Y sin poder gritar los goles de Atilio.

Olores de la infancia que tengo vívidos: el olor a caballo, a recado, a cojinillos. El olor a rancho de terrón y piso de tierra, al jabón de coco con vetas rojas que se compraba en London París, el de la despensa de la casa de la abuela (mezcla de especias, yerba, harina, canela, ramas de laurel...), el olor de la colonia Atkinson, el de bosta de vaca quemada, el olor a tambo, el olor a escuela y útiles escolares, el olor a eucalipto en las “islas”, el de la tinta de las revistas de historietas, el del cerco de madreselvas de mi casa en el pueblo, el del cuero de las talabarterías, el de los almacenes de “ramos generales”. También el especial olor de los galpones donde se guarda la lana de la esquila, el olor a creolina, el suavísimo de la cuajada hecha con flor de cardo, en el verano.

En el teatro al aire libre del Jardín ensayamos la fiesta de fin de curso. Enriqueta a la izquierda del escenario es quien toca el piano. De pronto interrumpe el ensayo para que observemos cómo una arañita desciende por su hilo y se detiene a un metro aproximadamente de distancia, sobre el piano. Nos cuenta que varias veces ha observado la misma “conducta” de la arañita, y que no cabe duda que de alguna manera “siente” la música. Nosotros, de pronto, sentimos gran respeto por la arañita.

Otra vez Enriqueta. Entra de pronto en la clase de Rosita y nos pide a todos que salgamos al patio. Dice: “Vamos a aprender jugando. A ver Pololo, tú que eres rubio, amarillo como el sol, serás el Sol.” Y siguió luego con Alejandro, con Carmela, conmigo, con varios de nosotros. Cada uno sería un planeta y nos fuimos colocando en orden mirando a Pololo, en el centro del grupo. Y siguiendo las indicaciones de Enriqueta comenzamos a girar alrededor del sol, unos más lento, otros más rápido, girando a la vez sobre nosotros mismos. “Y ahora tú, Neva, que eres tan blanca, serás la Luna.” Y recuerdo que la hizo girar alrededor del niño “Tierra” siempre mirándolo, mientras el resto a la vez que rotaba alrededor de Sol giraba sobre sus talones. Así aprendimos y de una vez para siempre, la ubicación y el movimiento de los astros en el espacio y el particular movimiento de la Luna.

A galope tendido con Francisco seguimos a los galgos, que a su vez persiguen una liebre. La carrera para nosotros se termina al llegar a un alambrado. Los perros saltan los tensos alambres unos tras otros poniéndose totalmente de costado al pasar los hilos. La liebre toma ventaja, pero no podrá eludir la persecución habiendo más de un perro. El pobre animalito quiebra en ángulo recto su carrera, el perro que la sigue continúa de largo uno o dos metros, llevado por su peso. Pero el que corre segundo, hace la diagonal y gana terreno. El que iba primero toma el lugar del segundo. Y así se repite la maniobra elusiva de la liebre que al final es derrotada por la estrategia perruna.

En un sulky tirado por una yunta de yeguas viajamos Irma, Francisco y yo, desde la Paloma (Durazno) a Cerro Chato. Salimos temprano, a la mañana. LLegaremos con las últimas luces del día. No puedo disfrutar del viaje. Lo hago enfermo, con vómitos, resultado de un exceso cometido en la cena de la noche anterior. Estamos pasando por Capilla Farruco. Francisco se detiene frente a un boliche, o al boliche que da también a la única calle. Me dice: “Bajá y vení tomar un remedio santo para el malestar de estómago”. El remedio era un vaso mitad Femé, mitad manzanilla negra. Acabo yo de cumplir 15 años y todavía muy frágil para “medicamentos” de esa naturaleza. Cuando llegamos a Cerro Chato, además de seguir descompuesto, estoy semiborracho.



No me gusta, me siento incómodo en la sala de espera del dentista Dr. González Suero, en General Flores y Yatay. Un enorme vitraux se encarga de dar un tono deprimente al lugar. Una larga fila de sillas, todas contra la pared que luce cuatro o cinco fotografías del Graff Zeppelin pasando sobre la azotea de la casa. Miro fijamente el piso de grandes baldosones alternados de mármol blanco y negro. Forma una especie de gran damero que me sorprende con sus ilusiones ópticas, que disfruto. La espera es interminable. Desde el consultorio, las risas de Elsa con el dentista. No logro entender por qué cuando el doctor González Suero la emprende con mis dientes, Elsa se queda sentada en el consultorio. En cambio a mi me mandan a la tétrica y solitaria sala de espera cuando le toca a ella ser atendida.

Está lloviendo copiosamente esa tarde en Cerro Chato. LLevo a mi padre un vaso con agua recogida directamente del caño que la baja de lo techos de zinc. Sé muy bien que hasta que no salga limpia y pura, no se conecta al aljibe. Mi padre levanta el vaso, estira el brazo y mira contra la luz. Espera que cese el burbujeo de las pequeñas partículas de aire que buscan la superficie. “Ahora sí”, dice. Corro feliz a conectar el caño, desde el fondo del aljibe sube la canción borbotante del agua.

Ando cerca del garage de tío Pedro en La Paz y Agraciada. Se me ocurre pasar y saludar a Numa que hace ya varios días que trabaja allí. Vaya sorpresa, Numa está sentado en una viga cercana al techo y según me entero desde hace varias horas. Broma de los compañeros que han tomado como punto al joven de buena fe recién llegado del interior. Lo hiciedron subir y luego le han quitado la escalera. Por suerte (para mi primo) llega en ese momento el tío, y se acaba la diversión.

Todos en la vermuth del cine Electric Palace. La abuela, las tías, Elsa, Convención, María, yo. Sentados al centro en una de sus últimas filas. Pasarán una película de José Mojica, un actor-cantante mejicano que todos celebran en mi casa. El filme previo es mudo y a mí me hace mucha gracia la forma en que los personajes se mueven y gesticulan.

Con Gladis, mi hermana, estoy pasando unos días en la casa de los tíos Juan y Daria. La siesta es obligatoria pero nos ponemos de acuerdo. Simulamos dormir, al rato nos levantamos sin que nadie lo advierta. Corremos al plantío de eucaliptus que rodea la casa. Cada uno elige un árbol para trepar. Ganará el que logre llegar más alto. Me veo muy lejos del suelo. El techo rojo a dos aguas de la casa, lejos, allá abajo... Tengo miedo. Miedo por mí y por Gladis, que se arriesga más y más arriba. Le grito que ganó, que ya no puedo subir más. Compruebo con alivio que comienza a descender. Respiro hondo y empiezo yo también a tantear con un pie un apoyo mas bajo.

El escenario es la Farmacia Sologaistoa, hoy desaparecida, en General Flores y Marcelino Berthelot. Se acerca el vasco, grandote y bonachón. Saco unas moneditas y le pido que me venda Cloruro de Potasio y Azufre en polvo. Sologaistoa es el único que nos proporciona esas subversivas sustancias. Creo no equivocarme en su denominación química, pero agregándole sal común lográbamos el explosivo. Extraíamos el corchito que en el interior de la tapita tenían entonces las botellas de cerveza y refrescos. Rellenábamos el espacio con la mezcla y volvíamos a colocar la lámina de corcho. Después, el operativo: colocar las tapitas en la via del tranvía 61 que corría por Blandengues. Y a escondernos en algún zaguán, para saborear mejor las explosiones en serie y evitar la furia del motorman, que muchas veces detenía el tranvía y bajaba tratando de ubicar a los responsables

Con una palita y una lata, junto las cenizas que han caído la noche anterior sobre Montevideo, al parecer producto de un volcán en los Andes y de los vientos que soplan de oeste a este. Se han amontonado sobre algunos umbrales y de allí las recojo a pedido de Convención, que las usa como pulidor para fregar las ollas. Eso ocurrió, pude enterarme hace poco, el 11 de abril de l932. Supe también por el mismo conducto que días después de la lluvia de ceniza, nevó sobre Montevideo. A tal punto que calles y plazas quedaron cubiertas de nieve y niños madrugadores pudieron hacer -aunque efímeros- muñecos de nieve. Es probable que yo no haya registrado ese fenómeno, pues a media mañana el sol había ya hecho desaparecer todo rastro de la insólita nevada.

LLega de visita el tío Fermín Alzugaray desde Minas. Le dicen “tío Fermín”, pero yo creo que es algo así como un tío abuelo. El tío me amedrenta, tiene sólo media nariz, una especie de muñón rojo en medio de la cara. Me han dicho que tiene cáncer y que mejorará porque le están haciendo un nuevo tratamiento. “¿Cuál?” he preguntado. “Le han puesto una piedrita de Radium dentro de la nariz”, me contestan.

Hace muy poco tiempo que estoy casado (por primera vez). Esa noche hemos salido con un matrimonio amigo (los Pinto) y Chela, una prima de mi mujer. LLegamos de regreso y dejamos a los Pinto en su casa de la calle Riachuelo. El auto es un Chevrolet modelo 36 de dos puertas, dirección a la derecha. Desciendo yo primero y al levantar la mirada veo que un disco luminoso, casi como una luna llena, cruza lentamente el cielo y a no mucha alltura, de norte a sur. A mi exclamación de asombro todos descienden del auto (dos puertas, por lo cual demoran). Los cinco lo vemos perderse tras los edificios de la rambla.

Estoy leyendo escondido mi primer libro. En el escritorio de la abuela en General Flores hay un mueble estilo francés, con puertas vidriadas pero con cortinas del lado interior, que impiden ver su contenido. Se trata de “la biblioteca”, siempre bajo llave. Pero hoy he visto la puerta abierta. El tiempo me alcanza sólo para retirar un libro, al azar. Elijo uno más bien chico, fácil de ocultar bajo una pila de diarios viejos. Deletreo (todavía estoy en esa etapa) su título: “Astronomía”. El autor, un tal Flammarión. Es posible que este señor Flammarión haya sido el disparador de mi fantasía. Creo que su “Astronomía” la leí por lo menos media docena de veces.

JACOBA. Con este pseudónimo firma mi hermana Gladis los artículos que publica en el periódico estudiantil en Batlle y Ordóñez. Al parecer allí nadie se salva: bisturí a veces, alusión otras, hachazo, bofetada dirigida a prejuicios, envidias pueblerinas, rencores y frustraciones en una comunidad marginada y detenida en el tiempo, como tantas otras de nuestro país.

ANA Y SILVIA. Las dos heroínas de “El Alma Encantada” de Romain Rolland. Personajes que calaron hondo en mis hermanas Gladis y Dalila. Así llamaron años después a sus dos hijas mujeres.

Papá showman. Haciendo el truco del espejo, de la aparente flotación y el sombrero volador en la gran luna del viejo ropero.

Mi padre azuzando al “Corbata” -ya anciano- para correr las gallinas que han saltado a la quinta.

También despertándome temprano en invierno, trayéndome a la cama una gran taza de tibia leche recién ordeñada.

Papá comiendo solo en la gran mesa redonda, su tempranera merienda-cena. Su invariable avena con leche, marca “Coaker” (por lo menos así sonaba a mis oídos).

El escribano Valdenegro y su violín. Infaltables en las “serenatas” y también en los “asaltos” de los carnavales de Cerro Chato.

Me arrastran tirándome de un brazo. Me resisto. Quiero continuar mirándome en los espejos curvos, cóncavos y convexos en la sala de los espejos de Villa Dolores.

El espectáculo es fascinante. El hidroavión de CAUSA corre por el espejo de agua de la bahía de Montevideo en dirección al Cerro. A mitad de camino levanta del agua sus enormes flotadores y se eleva enfilando a Buenos Aires.

La paciencia de papá, que a mi pedido repite una y otra vez los mismos cuentos del zorro ladrón de gallinas, y el comisario Don Tigre, que siempre sale perdidoso en sus intentos por capturarlo.

“Cervecería La Popular”, por ese nombre era conocida la parte del complejo de salones y jardines a los cuales se daba acceso por la calle Marcelino Sosa casi Yatay. Por esta última calle se accedía al Palacio de la Cerveza. En verano, especialmente en Carnaval, se constituían en centros donde verdaderas multitudes disfrutaban en distintas opciones de música, cerveza, cena, y en carnaval las famosas “batallas” de papelitos.

Tengo muy presente a toda la familia, algunos de mis tíos con sus esposas más los hijos, ocupando varias mesas reunidas a propósito en La Popular. Los “papelitos” se llevaban en bolsas de arpillera de las grandes, y se dejaban bajo las mesas hasta el momento de los “combates”. Hasta las diez de la noche se servía la cerveza. Luego cesaba el servicio, ante la total imposibilidad de llegar los mozos atravesando la batahola y las nubes de papel picado. Al llegar la medianoche casi no se podía caminar porque en el suelo no había menos de 15 o 20 centímetros de “confetti”.

Todo era muy barato entonces, o tal vez sucediera que la gente disponía de más dinero. La cervecería La Popular era un centro típico de clase media. Podía albergar entre el gran salón central (de 50 metros de largo) y los jardines laterales, de similares dimensiones, unos cuantos cientos de personas sentadas. Se comunicaba La Popular con el Palacio por uno de los costados. El Palacio era más suntuoso y los precios algo más elevados, lo que lo hacía un lugar menos bullicioso y más “formal”. Para quien no vivió el Montevideo de entonces estas cifras, estas proporciones, pueden resultar increíbles.

El Palacio y La Popular tenían a varios metros de altura sus palcos orquestales. Y allí noche a noche desfilaban los más afamados conjuntos y los cantantes más populares, alternándose en los dos escenarios. No se bailaba. Las orquestas sólo actuaban como espectáculo. A “Cervecerías del Uruguay” sólo le interesaba vender y promocionar su cerveza. En los alrededores de La Popular y El Palacio prosperaban pizzerías, parrillas, casas de comidas al paso. Si una familia planeaba pasar la noche en uno de los mencionados lugares podía llevar la cena de su casa o comprarla en uno de los locales de los alrededores. Por supuesto que, si lo deseaba, tenía también menú a la carta, o podía optar por frankfurters, húngaras o por chorizos alemanes u otras minutas. Pero en realidad la fama de La Popular se extendió en torno a las increíbles, encarnizadas, batallas de papelitos, y en épocas posteriores a las batallas con pomitos lanza perfumes (hasta su prohibición).

Las tales “batallas” en el fondo eran una manera de relacionarse hombres y mujeres que no se conocían, eran una forma de “flirt” o de “cargue” como se estila decir ahora. Los “papelitos” volaban en tal cantidad y fuerza que llenaban los conductos auditivos, la boca, se metían en los ojos. Muchas de las “vencidas” terminaban en cuclillas, ahogadas, con la cabeza hacia abajo, protegiéndose el rostro con ambas manos.


La mayor, Irma, está lavando los pies a Gladis, la menor de mis tres hermanas mujeres. Se encuentran en la cocina del “Ranchito”. A ella se puede acceder desde el exterior, por una puerta dividida horizontalmente en dos partes u hojas. Estoy descalzo, me asomo en puntas de pie tratando de mirar por la parte superior de la puerta, totalmente abierta. Grita Gladis, que al parecer está en ropa interior, denunciando que yo, un representante del otro sexo (de dos años apenas), estoy intentando espiar la escena. Dalila, la otra hermana, cierra de golpe la hoja superior y también la inferior, que no estaba totalmente cerrada. Consecuencia: me aprieta el dedo gordo de mi pie izquierdo y me despega y levanta la uña. Hoy, setenta años después, la uña del dedo gordo se empecina en crecer hacia arriba, recordándome permanentemente el grito alarmado de Gladis.

Fue por esos días que escuché de los mayores que llegaría el doctor a vacunarnos a todos. Advierto que Gladis ha preguntado repetidas veces si duele. Todos le aseguran que no. Por las dudas cuando siento llegar la cachilita del doctor me escondo tras una fila de sábanas colgadas en una cuerda. Para mi sorpresa me ubican enseguida. No había previsto que mis pies descalzos se advertían fácilmente tras la ropa colgada.


El pregón de Felipe, el heladero de La Magnolia. Pasa en horas de la siesta, doblado bajo el peso del tanque metálico sujeto con una correa a uno de sus hombros. Desde lejos se oye llegar su canto. Digo canto, por su pregón es en verso consonante: “helados de chocolate… pa los qu’están mal del mate”, “de frutilla para la gente sencilla”, “de crema pa aliviar las penas”… y así seguía: “de crema rusa pa los que son cuenta musa”… Y terminaba invariablemente: “helado palito, helado palito, vale sólo un vintencito…” No dudo que en el pecho de Felipe latía también a su modo un corazón de poeta.



Viene a almorzar ese domingo a General Flores, mi hermano mayor, Ricardo. Trae un sobre con fotografías en blanco y negro, que muestra orgulloso a todos ls que ese mediodía se han reunido en casa de la abuela. ¿Las fotos? mi hermano conduciendo una moto. Pero en algunas va parado en el asiento con los brazos abiertos. En otras agachado. Otra en una moto con sidecar, levantándolo del suelo al dar una curva. Siempre le gustó conducir. Y la velocidad. Creo que era feliz acelerando y abriendo la sirena de la ambulancia por las calles de Montevideo.

Rosario, la única mujer de los cuatro hijos de mi hermano Enrique, está de visita en la casa de la abuela Paz. Todos rodean de pronto a esa pequeña niña que perdida en sí misma deja de jugar por unos momentos y recita, recita viajando por territorios que sólo ella parece conocer.

“¡Ya son las ocho!” -exclama la abuela. No hay duda de la hora porque a las ocho, mejor a las 20, la Usina Eléctrica en Montevideo bajaba la intensidad del flujo por un segundo. La “guiñada” de las ocho, servía para ajustar en un sentido o en otro los minuteros de los relojes de la casa.

Con el “Chicato” Núñez estamos apedreando el techo del almacén de Scuffi. Sólidas horquetas, mucha práctica y gruesas tiras de goma de cámaras de bicicleta. Estamos muy ufanos de alcanzar objetivos ubicados a más de cien metros.

Con Carlos y Víctor, al fondo de la quinta de camino López, estamos desde temprano dando vuelta tierra, sacando malezas y abriendo surcos para plantar verduras. Lechugas para nuestro uso. Coles gallegas para las gallinas del criadero de aves que estamos iniciando. Don Perfecto, nuestro octogenario lindero, apoyado en la azada, se ha acercado para hacernos una evaluación crítica de nuestro trabajo. El tono de sus consejos va de lo filosófico al humor socarrón, al conocimiento que brinda generoso, después de toda una vida dedicada al trabajo de la tierra. Al afecto respetuoso por gente que, supongo, veía con cierto asombro llegar de traje y corbata y ponerse al rato a plantar zanahorias, a podar los membrillares o a limpiar a pura pala la cama de excrementos, cal y cáscara de arroz de los gallineros.

Una granada de mortero cae por error -mal cálculo- en un lugar donde momentos antes ordenábamos materiales de trabajo. Nosotros, a cien metros, echamos cuerpo a tierra, sintiendo zumbar en el aire las esquirlas. El “patas blancas” del teniente Almitrán, atado a un alambrado próximo, relincha, asustado por la explosión. El teniente me indica que lo desate y lo traiga con nosotros. Cuando llego junto al animal compruebo que el gancho en “U” de la barbada se ha ensartado en uno de los tensos hilos del alambrado. Por suerte el teniente está lejos y no advierte lo cruel de mi maniobra. El caballo, como enloquecido, tira hacia arriba con su cabeza e impide el destrabe. Porque para algo sirve la teoría. ¿No habíamos visto en clase que la zona más dolorosa del caballo es la oreja? ¿Y que cuando se la tira hacia abajo el dolor es tal que lo vuelve manso y pasivo? Procedo de esa manera y el bruto baja la cabeza, cesa sus esfuerzos y me permite quitar el gancho de su traba. Le hablo con afecto, le acaricio y palmoteo el cuello y en un par de minutos me sigue manso, al tiro, hacia el campamento. Debo confesar que los cuatro o cinco minutos que duró este operativo los viví como si fueran horas. Es que no tenía la certeza de que hubieran corregido el ángulo de tiro los irresponsables que disparaban el mortero…

Es mi cumpleaños (quince o dieciséis) y Convención me ha obsequiado un tembloroso y fascinante flan, elaborado con doce huevos. “Mirá que es para vos solo”, me ha dicho. Yo no pierdo tiempo y apropiado definitivamente del manjar prescindo de cubiertos y comienzo a absorberlo directamente, succionándolo con los labios, ante el horror y las exclamaciones de las tías. Fantástica la salud en la adolescencia. En ocho horas, entre almuerzo y cena, se borró toda evidencia del dulce obsequio.

Mis tres hermanas sentadas a la mesa en el comedor discuten y llenan una especie de planilla. Me acerco y me entero de que distribuyen y planifican semana a semana las tareas de la casa. Y que para escapar de la rutina van rotando los roles: la que cocina hoy mañana lavará los platos y las ollas, la que hoy lava la cocina mañana supongo se encargará de arreglar los dormitorios y barrer el patio. Por suerte yo estoy siempre allí de vacaciones y en la casa no existen los “mandados” porque todo se produce in situ. Mi única tarea, que además llevo a cabo con gran complacencia, es la de extraer el vino del fresco hondo del aljibe al mediodía.

Papá y su responsable sentido de la justicia, o mejor aún, de la equidad. Cuando algún hijo, hija, yerno o nuera recurre a su ayuda, él comienza un recorrido por los otros ofreciendo lo que brindó al primero; y no se detiene hasta que completa la vuelta.

Dalila, mi hermana la del medio, se ha levantado de muy buen humor. Hoy llegará Miguel, su prometido, de Montevideo. Barre con energía doblando la escoba casi en ángulo recto. De pronto rompe a cantar con su voz agudísima de tiple aguda una canción que bate récords de audiencia en la época (si es que entonces los había). Se trata de ”La Pulpera de Santa Lucía”. A las notas altas de la canción silencian sus élitros los grillos, callan su piar los pájaros, dejan de poner las gallinas y corren riesgos de estallar los humildes vidrios de puertas y ventanas de nuestra casa de Cerro Chato.

Pedaleando un pequeño triciclo recorro la casa de General Flores. Al llegar al final del corredor, el gato “Morrongo” me espera agazapado. Salta y me lastima la cara con sus uñas. Creo que ese arañazo cercenó para siempre toda afinidad posible con el mundo felino.

Compruebo con dolor con qué facilidad los adultos mienten para salvar circunstancias difíciles. Hay una gran fiesta para celebrar el primer cumpleaños de mi primo Walter, el hijo de Oscar y Maruja. Yo con escarlatina recluido en mi habitación del fondo de la casa, oigo la algarabía de los niños. Mi desolación es tal que tías, Elsa, todos en fin, me aseguran que para mi próximo cumpleaños (el séptimo) me harán una fiesta con globos, piñata, guirnaldas, en el fondo de la casa. Los meses pasan y yo voy recontando los días que faltan para la fecha esperada. Al llegar el día, pasa como tantos. Por suerte viene a visitarme mi madrina, la siempre jovial y sonriente tía Aurorita, que me obsequia con una caja de lápices de colores.

Es una noche de verano en la estancia de la abuela. Hay muchos invitados y la enorme habitación de huéspedes está completa. Por la puerta entreabierta veo una sorprendente imagen: mi tío Martín Urrutia (esposo de mi tía Paz) está por acostarse y viste camisón de manga corta, hasta las rodillas. Lo fantástico es el gorrito que luce, coronado por una especie de pompón celeste

Llega el circo Sarrasani y como todos los años instala su gran carpa en Agraciada y La Paz. Mi compinche es Elsa que no me falla nunca. Allí estaremos seguramente. Para mi el circo Sarrasani es la experiencia más fantástica que pueda imaginar: pierdo allí totalmente la noción de tiempo y lugar.

Hace pocas semanas que comenzaron mis primeras clases liceales (primer año del Liceo 5). Créase o no, pero el trato con las compañeras es de riguroso “usted”.

Me llevan a comprar zapatos a un comercio de ese ramo que está sobre 18 de Julio. Elijo (me eligen) un par marrón con suela de caucho. El vendedor me lleva a una máquina donde pongo el pie ya calzado y por un visor en la parte de arriba me veo LOS HUESOS DEL PIE Y DE LOS DEDOS. Y por supuesto lo que interesa a mis tías y al vendedor: el ajuste de mi pie en el zapato (2).



Con un martillo y clavos estoy en las viejas conejeras del fondo de General Flores, haciendo “avioncitos”. En realidad son rústicas cruces hechas con tablitas que encontré en un cajón y que en mi fantasía son fantásticos pero reales “aeroplanos”. Tengo un propósito. Cuando me acueste por la noche, colocaré los avioncitos rodeando mi cama. Así podré dormir tranquilo. Mis avioncitos me defenderán si algo o alguien intenta hacerme daño mientras duermo.

Mi hermano Ricardo vino esa tarde de visita. Cuando llegué del Jardín lo encontré sentado a la mesa, tratando de parar un huevo por su extremo más angosto. Según parece hacía ya un buen rato que lo intentaba, asegurando que era posible si se tenía la paciencia necesaria. Yo le tengo un poco de miedo a mi hermano, que se “luce” con sus originalidades ante la prima Elsa. No hace mucho que lanzó por los aires una pequeña gatita que me habían regalado. La arrojó desde la baranda del patio, al fondo, cayendo desde una altura de por lo menos cuatro o cinco metros. Yo me refugié bajo la cama de la abuela y nada ni nadie pudo contener mi llanto. No me sirvió de consuelo que Ricardo me dijera una y otra vez que los gatos siempre caían parados, que nada les pasaba. ¡Y que además tenían siete vidas! ¿Cómo podía saber yo, cuántas le quedaban? Sorprendentemente a la noche comprobé que Ricardo tenía razón. Vi que la gatita andaba correteando por la casa.

He comenzado hace poco mi quinto año escolar en la Escuela de Varones de General Luna y Agraciada. Lázaro, un compañero de clase que viste mameluco azul, uniforme del asilo “La Casita”, se escapa del salón. El maestro Gabriel da un espectacular salto, sale en su persecución y cuando le da alcance lo abofetea con fuerza ante el resto de la clase, paralizada por la tremenda escena. Siento entonces que el mundo da un vuelco dentro de mí. Comprendo que el Jardín de Enriqueta y Rosita pertenecen a un pasado que se vuelve de pronto tremendamente lejano.

A mitad de la noche en el Ranchito nos despertamos con ladridos y alboroto de gallinas. Yo duermo en la misma habitación de mis padres, por eso veo que él se levanta, se pone un grueso poncho y sale al patio con un revólver en su mano. Yo, del susto, me tapo hasta la cabeza. A los pocos minutos mi padre regresa y se acuesta. Dice: “Era sólo una comadreja...”

Camino al Jardín, varios compañeritos y yo pasamos diariamente frente a la fábrica de Aluminios Mariposa, ubicada sobre General Luna, un par de cuadras antes de llegar a la escuela. En la vereda, enormes tachos con recortes de aluminio de diferentes formas y medidas. No sé a cuál de nosotros se nos ocurre que pequeños círculos de ese metal tenían la misma medida de una moneda de dos centésimos (un vintén). Fuimos y los probamos en la cercana Farmacia Wasserman, introduciéndolos en la máquina expendedora de chiclets “bolita”. Fue así que nos llevamos chiclets para toda la tarde. Perfeccionamos nuestra actividad “delictiva” no volviendo a entrar a la Farmacia Wasserman por un largo tiempo. Lo hicimos, sí, con toda alevosía y premeditación en cuanto negocio con máquina chiclera había en las inmediaciones del Jardín. (El propietario de la Farmacia Wasserman era hermano del escribano Valdenegro, que en otros momentos de este relato lo recuerdo con su violín encabezando asaltos, serenatas y cuanta fiesta carnavalera se programaba en Cerro Chato).

Siempre me ha llamado la atención las letras R y A en estilo gótico que están inscriptas en el péndulo del reloj de pared que ha estado siempre marcando la hora en todas las casas en que he vivido con el Comandante. Ese día se me ha ocurrido preguntarle a la abuela qué querían decir. Me contesta muy rápido: “Son las iniciales de tu abuelo” No me convence. ¿No serán las A de adelantar y R de retrasar que he visto más de una vez en la parte trasera de los despertadores? Hoy, experto ya en relojes de péndulo por haberme hecho cargo del mantenimiento del que fuera propiedad de mi padre, compruebo que la versión de la abuela era la correcta.

Muy vívidas tengo estas imágenes: mi padre está lavando un auto (¿es un auto propio?) en una cañada próxima al Ranchito. El auto es, como no puede ser de otra manera, un cachilón negro con capota. Lo extraño es que en mi recuerdo los guardabarros, en lugar de curvos, están dispuestos en dos planos, uno horizontal y otro lateral formando ángulos obtusos. ¿Existieron modelos así?

Me encuentro muy cerca jugando al borde de una laguna, haciendo flotar un trocito de madera. De pronto resbalo y caigo al agua. Siento que me hundo, me ahogo. Y el brazo de mi padre que me salva, sacándome del agua. A su llamado aparece mi hermana Irma en la puerta del ranchito, a lo lejos, en lo alto de una colina. Mi padre me lleva en brazos hasta donde se encuentra ella para que me seque y cambie de ropa. Hasta aquí mi memoria de pequeño… ¿un año? ¿dos?

Ya adulto, volví al lugar del “accidente”. Comprobé que la laguna era un pequeño charquito; la colina, una mínima pendiente, y la lejana puerta por donde apareció mi hermana se encontraba en realidad ubicada a pocas decenas de metros.

Estamos en el cine Ateneo, en Avenida Garibaldi. Matinée de los sábados. Cuando una pareja se besa todos los chiquilines gritan ¡Gooooool! Yo no me lo cuestiono: estoy convencido que a cada beso corresponde un gol en el estadio!



Me han extirpado el apéndice hace escasos días y me he salvado raspando de una peritonitis. Pero es el caso que tengo que ir a la Sociedad Española para mi primera curación. Levanto la mano cuando viene el tranvía, pero si bien reduce la velocidad, no se detiene ante un mozalbete de 17 años. Ni tranvías ni ómnibus detienen su marcha para ascender o descender cuando se trata de pasajeros del sexo masculino. Era toda una compleja y acrobática técnica -incluso con variantes de estilo- que debíamos practicar y aprender por dignidad masculina apenas dejábamos atrás los años de la niñez. Pero recién operado, me es imposible. Debo esperar a que una dama detenga y ascienda al mismo tranvía que yo espero. Le explico lo de la operación y le pido que me permita subir primero.



Comienzo la Facultad de Derecho y asisto a la primera clase de Civil 1, profesor Francisco del Campo (“Panchito” entre los alumnos). Estamos en el salón 1, con doscientas sillas más o menos. Que no alcanzan, pues hay mucha gente de pie a los costados y al fondo. El profe habla a través de un sistema de parlantes que rodea la sala. Compruebo que todos siguen la clase leyendo los apuntes de Panchito (editados por la imprenta Medina) quien repite los mismos, palabra por palabra, puntos y comas. No salgo de mi asombro por memoria tan singular. Asisto entonces a tres o cuatro clases ¿para qué más? Con los apuntes rindo examen a fin de año y apruebo mi primer examen sin problemas.



El cantante y actor de cine Teddy Reno, manager en ese entonces de la niña precoz del cine italiano Rita Pavone, toma un café con nosotros en Radio Sarandí, esperando se le habilite un estudio para el ensayo (3). Alguien ha dejado en un estante una botella vacía de guindado, pero con la fruta en el fondo del frasco. Teddy se interesa por probarlas. Se le advierte, pero insiste y “se mangia tutto”. El resultado: no hubo ensayo. Y hay que aprontar un desvencijado sofá para que el simpático y grandote tano duerma la siesta



De hierro, deslizable verticalmente, pintada de verde oscuro, era la puerta de “la carbonera” en la parte baja de una de las paredes de la cocina de General Flores. Siempre me atrajo su misterio, pero me alejó un difuso temor ante esa extraña puerta que nunca vi abierta. Y que ahora deduzco que tras ella estaba el hueco de la escalera al altillo. Años más tarde, andaría yo por los diez u once, pude comprobar cómo esa misteriosa -casi ominosa- puertecilla, servía de eficaz y terrible amenaza para frenar las “travesuras” de los tres o cuatro años de Walter, mi primo. Allí estaría encerrado “el cuco” o peor, “el carlanco”, prontos a devorar a los niños que se “portaban mal”. Ante el gesto de intentar levantar la puerta verde, Walter se transformaba en un niñito dócil y complaciente. Es evidente que esa amenaza era de antigua aplicación. ¿En qué forma el mecanismo de la represión había hundido a zonas abisales de mi inconsciente esas fantasías terroríficas, que sólo quedaba a los años una especie de halo de temor? Como la corona de luz que circunvala flameante al sol oculto en la sombra de un eclipse total.

Hace unos años, poco más de veinte creo, vivía solo por ese entonces en la casa de la calle Parva Domus y Riachuelo, en Punta Carretas. Estaba de visita Carlos, mi viejo amigo que aparece en estas crónicas cuando retrocedo a los tiempos del criadero de aves de Camino López. Carlos, hombre de vastos y variados intereses y conocimientos (casi un hombre renacentista entre los siglos XX y XXI) es práctico en inducciones hipnóticas y/o hipnoideas -menesteres que desarrolla con seriedad y responsabilidad- circunstancia que lo ha vinculado al trabajo del grupo de psicólogos que, en alguna forma desde hace años, integro. Pues bien, esa noche se me ocurre pedirle a Carlos que me haga retroceder hasta la edad de los cuatro o cinco años. A los pocos minutos me vi caminando -recuerdo que descalzo, por lo cual deduzco que era verano- por la vieja casona de la abuela. Sé que es la hora de la siesta y todos duermen. Atravieso el patio y llego hasta la terraza que da al fondo y desciendo entonces por la larga escalera de hierro. Tomo conciencia que al bajar golpeo fuertemente los talones en la chapa de hierro que cubre a todo lo largo la parte trasera de la escalera. Y he aquí el descubrimiento: sé perfectamente que hago ese ruido para molestar y despertar a abuela y tías de su siesta. Y lo hago con total alevosía -digamos- y con especial placer, como disfrutando de una venganza.

Voy a dejar las reflexiones de este casi paranormal episodio para quienes por haber tenido la paciencia de llegar casi al final de estas memorias, poseen ya los elementos de juicio suficientes para elaborar sus propias conclusiones.

Para cerrar, un recuerdo también muy antiguo y que tengo muy vivo, también de la hora de la siesta cuando todos duermen en la casa de General Flores. Me da gran placer acostarme boca arriba en la espesa alfombra de la sala y en silencio contemplar las pinturas que decoran el techo en forma de bóveda (sin ángulos rectos, sin rincones). De cada extremo vuelan ángeles semidesnudos hacia el centro, donde cuelga una gran araña de caireles. Todos rubios, pintados con colores suaves, envueltos en telas traslúcidas como gasas, algunos llevan instrumentos de cuerda en sus manos (que ahora identifico como liras). Creo que mi fantasía no me permitía nunca cansarme de esas visiones celestiales, a las cuales daba vida y movimiento en la incontenible imaginación de la niñez.

Quizás pueda parecer maginficada mi descripción de la casa de General Flores, en sus dimensiones, en su casi suntuosidad. Pero vale la pena citar un hecho. Cuando la familia se mudó de vivienda, la casa fue alquilada al Club Atletico Goes como sede social. Allí se llevaban a cabo las reuniones sociales, los bailes de carnaval, las asambleas de socios. El club Goes era y es uno de los clásicos pilares de nuestro básquetbol, ya en esa época con varios cientos de afiliados.



(1) El parador del Pororó era poco conocido. Y lo digo en pasado porque ya no lo es más (me refiero a lo conocido). Durante la dictadura pasó a manos militares y no fue devuelto jamás a su antigua función municipal.

(2) Esos especiales aparatos de Rayos X funcionaron poco tiempo. Los prohibieron cuando se constató que las radiaciones eran acumulables en el cuerpo humano.

(3) Teddy Reno fue el representante de Rita Pavone. Cuando la niña cumplió l8 años se casó con ella.


Memorias II Los personajes
Memorias III Los escenarios

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