Memorias de un siglo / Introducción

 Ariel Alzugaray Da Costa


A mis nietos, en viaje al primero. A los que vendrán muy pronto. A los que tal vez no llegue a conocer. Y a sus hijos también, si aún no se ha olvidado la costumbre de leer papel impreso. Reconocimientos: A mi hermana Dalila, pionera en ésto de escribir historias familiares, por su estímulo. A mi sobrino Enrique, experto en ensambles fotográficos, en recursos cibernéticos y en creativas diagramaciones. A ellos, gracias.

 

Al frente de mi mesa de trabajo tengo algún póster, pensamientos de Cortázar, uno de Clarice Lispector que me resulta luminoso, otro de Goethe que me ha hecho ver claro en oscuras zonas del alma. 

Fotografías, algunas de pocos años atrás, otras más actuales de mi mujer, mis hijos, sus parejas. Otras que se están amarilleando lentamente con el tiempo. 

La abuela Paz, “El Comandante”, mostrando uno de sus gestos más fieros; una de mis padres aún muy jóvenes y otra también de los abuelos Maximiano da Costa y Joaquina Machado. El abuelo de levitón de época, delgado, aparentemente tirando a rubio; la abuela Joaquina con largos vestidos oscuros, usanza de esos tiempos. 

La realidad es que de ellos sólo conozco sus nombres, nada sé de sus vidas, de lo que hacían y pensaban, de sus sueños y sus fracasos, de sus proyectos, de sus alegrías y sus sufrimientos. Solamente la foto. La foto y sus nombres. La foto ha comenzado a deteriorarse. Ya no podré saber exactamente cómo era la boca de la abuela, porque en su lugar crece un espacio blanco, que con el tiempo se extenderá por el resto de la placa. 

Es en este punto que he pensado en las generaciones que ya se anuncian a partir de mis hijos. Y he planeado escribir estas historias para evitar les suceda lo que a mí con los abuelos Maximiano y Joaquina. He adoptado la forma anecdótica o de cuentos breves. Espero que así sea más ligera y amena la lectura. 

Dedico una primera parte a presentar “Los Personajes” que fueron, para mí, significantes. Intentando ser lo más objetivo posible, trayéndolos del pasado con sus luces y sus sombras. En una segunda parte, “Los Escenarios”, intentaré describir una época, un mundo que ya a esta altura es historia… 

Trataré de hacerlo enfocando las pequeñas cosas, las breves vivencias que pueden comunicarnos el “tono” de la vida de siete décadas atrás. Bucearé en la memoria para rescatar costumbres, modos de pensar, objetos, utensilios ya perimidos, formas de celebrar y formas de manifestar el dolor, filosofías de vida, estilos de relacionamiento y maneras de divertirse. El enfoque tendrá el marco de la familia, pero en líneas generales corresponde a toda una época. 

Y en la última parte “Entretelones de la Memoria”. Serán jirones, trozos aislados de viejas historias o vivencias, que a esta altura del relato podrán integrarse en un todo funcionante con los dos primeros capítulos. 

Al escribir estas notas y releerlas siento como si hubiera hecho un viaje a través del tiempo. Y a bordo de una nave con aceleración creciente. Y no me refiero acá a la cada vez más rápida percepción del tiempo a medida que avanzamos en la vida, sino a la velocidad creciente de implementación de los cambios. En las costumbres, en los objetos, en los avances de la tecnología. 

En la primera mitad del siglo pasado, donde centro la mayor parte de estos relatos, todo era mucho más despacioso, más permanente. Vale un ejemplo: un baile que estaba de moda en 1920, el tango, lo seguía estando en 1930, en 1940, en 1950, hasta en el 60. Esta mucho mayor lentitud en los cambios posibilitaba un menor distanciamiento generacional. Los gustos, costumbres, hábitos de diversión, esparcimientos, modelos de conducta de nuestros padres eran, con pequeñas variantes, las nuestras. Esa menor distancia generacional determinaba una mayor comprensión y una menor oposición. 

No dejo de asombrarme ahora cuando a mi hija menor de 17 años le resulta “antiguo”, “pasado de moda”, desechable ya por viejo, un tipo de canción que el año anterior cantaba y escuchaba entusiasmada. Los de 15 viven alejadísimos en el tiempo de los “viejos” de 18. Y a los de 18 les resulta difícil comprender a sus “antepasados” de 21. 

En dos o tres años, una computadora es antigua. Windows cambia cada dos o tres años sus reglas de juego. La velocidad es la regla de oro. Todo más rápido, incluído el desgaste de un pantalón -que dura menos-, la vida del motor de la lavarropa, la duración de un rollo de papel higiénico. Consumir más rápido es la consigna. Para eso es que se ha agrandado la boca de los tubos de pasta dental y el agujero de los envases de detergente. No tengan dudas de eso. Rápido, rápido, consumir rápido, es la consigna. 

Testimonio de un tiempo lento, manso, donde las familias tenían tiempo para reunirse, visitarse. Donde los vecinos se conocían y se relacionaban como amigos a veces durante toda una vida. Montevideo, un pueblo grande. 

Cuando yo era niño tenía poco más de 500.000 habitantes. Sólo seis liceos alcanzaban y sobraban para toda la ciudad. Cuando comencé a trabajar como visitador médico en todo el Uruguay no pasaban de 700 los médicos. Yo llegué a conocer personalmente a casi la mitad, y a la otra mitad la conocía por referencias. Hoy no deben ser menos de 12.000. 

Cuando durante el gobierno de Terra se decidió construir la represa de Rincón del Bonete recuerdo que Rosita, la maestra del Jardín, nos dio una clase explicándonos la fantástica obra hidroléctrica. Nos dijo -me parece escucharla todavía- que iba a generar tanta electricidad, y tan barata, que íbamos a venderle energía sobrante a Brasil y Argentina. Ella no podía imaginar que el consumo crecería en forma tal y tan rápido que años después necesitaríamos “alargues” en cada enchufe para poder sacar tres o cuatro conexiones de cada uno. 

Si he logrado transmitir el “clima”, la forma en que los uruguayos “pre-Maracaná” teníamos de sentir la vida, habré logrado el objetivo que me llevó a escribir estas notas. Gracias por tener la paciencia de leerlas. 

En Montevideo, fines de diciembre de 2000.  

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