Memorias de un siglo / II Los personajes

 


II Los personajes


A grandes rasgos, la familia

De los antepasados de la abuela Paz -los Gadea- sabemos que su bisabuelo Patricio Gadea contrajo matrimonio en segundas nupcias en 1828 con Clemencia Paredes (probablemente el abuelo Patricio era español o hijo de españoles).
Uno de los hijos de este matrimonio, Pedro Gadea Paredes, contrae matrimonio con Ignacia Lorente en 1860. Estos son los padres de la abuela Paz, o sea mis bisabuelos.
La rama vasca: En 1820 nace en España (es posible que en Narvarte, localidad de Navarra) Ramón María Alzugaray, quien emigra al Uruguay. Según tradición familiar lo hace con dos primos, uno de los cuales sigue a la Argentina mientras los otros quedan en nuestro país. Don Ramón María se casará luego con Fidela Lorenzo, nacida en 1824. De este matrimonio nacen Antonio, Felipe, Fermín (el de las grutas de Arequita, en Minas) y el futuro abuelo Ramón María, éste en 1859.
Pues bien, ya llegamos a don Ramón María Alzugaray Lorenzo, que al parecer se enamora de María de la Paz Gadea Lorente y se casan el 30 de junio de 1876, en la Iglesia de la Inmaculada Concepción en Minas, departamento de Lavalleja. Sacamos cuentas: el abuelo tendría 17 o 18 años a lo sumo, la abuela sabemos que entre 15 y 16.
Los abuelos tuvieron trece hijos, que detallo:
Juana Paz, casó con Martín Urrutia.
Florentina Eduviges, que muere soltera y por lo que supongo sin noviazgo alguno.
Valentín Ponciano, se une a Mamerta Isolina Alzugaray (sobrina del abuelo, por lo que estos esposos eran primos entre si).
Esteban Eufronio (mi padre), hace pareja con Coleta da Costa.
Raymundo, con Liboria Ifrán.
Juan Pablo, une su vida con Feliciana Gandolfo (padres de mi primo Numa, protagonista de alguna de las historias que relataré más adelante).
Ignacia, que fallece joven, aún en soltería.
Santiago, casado con Lady Rodríguez.
Daniel Teodoro, con Cirila Camejo.
Pedro Alfonso, con Aurora Ravera (mi madrina, la tía Aurorita).
Cándido C. Álvaro, que se casa con Delia Izeta (mi tío Álvaro, nacido en 1899, murió hace relativamente poco, casi a los cien años, gozando hasta el final de todas sus funciones intelectuales y siguiendo por TV domingo a domingo a su querido Nacional).
María Dolores (Maruja), forma pareja con Oscar Schiaffarino.
Bernabé Ramón, con Modesta Urrutia (padres de Elsa Alzugaray y de otros nueve hijos).
No figuran en la nómina hijos concebidos que no culminaron su ciclo de gestación y alguno que nació muerto o no sobrevivió 24 horas.
El último de los hijos, Álvaro, nació en 1899. Tendría la abuela entonces entre 38 y 39 años. Aproximadamente unos veintitrés años entre el primer embarazo y el último, o sea que contando todos, incluídos los frustros -pongamos un total posible de dieciséis partos- nos da un embarazo cada ¡diecisiete meses! Es decir, que la mayor parte de esos 23 años de fertilidad, la abuela María de la Paz los pasó ¡embarazada! No olvidemos sin embargo, que eso no era excepcional en el siglo XIX. Eran corrientes los matrimonios con diez, doce o más hijos.
En total la abuela Paz pudo reunir alrededor de cuarenta nietos. Los bisnietos, incontables. Sólo por el lado de mis padres fueron diecisiete. Extraordinariamente prolífica la familia. Hoy los tiempos han cambiado y los Alzugaray corren serios peligros de extinción.

Los da Costa

En esta familia la historia que poseo no es más corta. Es conocida por muchos la vieja fotografía en mi poder de Maximiano da Costa con su esposa, Joaquina Machado. Mi madre nace el 18 de noviembre de 1881; la bautizan con el nombre de Coleta: Coleta da Costa Machado. Sus abuelos paternos: Ricardo Cayetano da Costa y Felicidad Antonia da Silva. Sus abuelos maternos Ignacio Machado y Joaquina Correa, quien al parecer era hermana del famoso Comendador Correa, terrateniente riograndense cuyo testamento se abrió por propia decisión y particular sentido del humor, a los cien años de su muerte (buen humor del Comendador, suponemos muy mal humor de sus herederos).
El Comendador, hombre de fortuna incalculable, era propietario de medio estado de Río Grande del Sur y según cuentan en Uruguay prácticamente de todo el departamento de Rocha y parte del de Maldonado.
Recuerdo hace ya algunos años, cuando viajaba con frecuencia al este del país por razones de trabajo. Conversando con el señor Gula, director de Turismo de Rocha, me comentó que los terrenos de Valizas no se regularizaban porque legalmente todavía eran tierras reclamadas por los sucesores del Comendador Correa! Cabe aclarar que cuando se abrió el antedicho testamento, hace unos 25 años o más, prefirieron incinerarlo. Entre otras razones porque los herederos reclamantes sumaban varios miles. Su tramitación hubiera llevado otros cien años. Pero el obstáculo mayor era que en las tierras del Comendador se habian edificado ciudades como San Pablo y Porto Alegre, para citar a las dos mayores. Solucionar títulos, reclamaciones y nuevos títulos podría haber llevado varios siglos...
En nuestra familia hubo optimistas que pagaron abogados y tramitaron papeles, documentos, partidas... Yo, y creo que todos mis hermanos, quizás seres de poca fe, nos mantuvimos al margen, oficiando de espectadores.
Algo interesante obtuvimos, y fue al tramitarse el certificado de nacimiento de nuestra madre. Allí aparece como padrino del bautismo Aparicio Saravia, circunstancia que nadie conocía. Tengo en mi poder fotocopia del documento expedido por el obispo de Melo, certificando el bautismo y los padrinos. En esos años no existía Registro Civil, y el banco de datos, llamémoslo así, estaba en manos de la Iglesia Católica (ver Documentos).
Otro hecho pintoresco es el relativo al origen del apellido da Costa. Tía María da Costa contaba que su padre Maximiano recordaba de niño a su abuela, una india de la tribu Tupinambá (sur del Brasil) que sentada al atardecer en lo alto de una manguera de piedra silbaba llamando a los perros para ir a buscar a las vacas. Según parece, lo que impresionó la memoria del niño Maximiano fue que la abuela silbaba haciendo pasar el aire por el agujero que tenía en el labio superior, de donde colgaba un aro de hueso. La misma historia me contó por carta hace algunos años nuestro primo Oriente Brasil da Costa, de Porto Alegre. Uno de sus hermanos creo, se llamó Tupinambá...
La versión en la que se coincide cuenta que hubo una vez un sueco, parece que de apellido impronunciable por la cantidad de consonantes, que propietario de una carreta cargaba mercadería en la costa. Luego atravesaba Río Grande de este a oeste y vendía sus baratijas a las tribus de indios Tupinambá.
En una de esas tolderías parece que el sueco de la historia vivió un romance que tuvo consecuencias.
Ah! y olvidaba aclarar: lo del apellido difícil explica que se le conociera como “el sueco da Costa”, o sea “de la Costa” en portugués.
Retomando el hilo de mis abuelos maternos: Maximiano y Joaquina. Fueron padres de ocho hijos: Tupinambá, Abayubá, Leovegildo, Epaminondas, Panfilio, Ignacio, Filadelfo, Nimia, Daría, María Atica y Coleta, nuestra madre.

Las mudanzas

No ha sido nunca mi preocupación llevar la cuenta de las casas donde me ha tocado vivir desde el día en que desembarqué en el planeta, un 17 de octubre de 1928. Pero de las que habité durante mi infancia y mi adolescencia tengo muy clara su secuencia, su ubicación exacta y las edades en que me tocó vivir en ellas.
Eso me permite ubicar con bastante exactitud mis recuerdos: los del campo, en el “Ranchito” (1), cercano a Cerro Chato, corresponden a mis dos primeros años de vida y unos pocos meses más. Antes de cumplir los tres años, y hasta los once aproximadamente, viví en la casa de la abuela Paz en Montevideo, en General Flores 2435. Integraban esa familia dos hijas de la abuela, Florentina (Tina) y María (Maruja), y también una nieta de mi abuela, Elsa Alzugaray (hija de mi tío Ramón), Convención Arrabite (parece el nombre de un personaje de García Márquez) y su hermana María. Si bien estas dos últimas eran en realidad empleadas al servicio de la abuela, el hecho de haberse criado en la familia desde muy jóvenes hacía que las viéramos como integrantes de la misma.
Entre los doce y los quince nos mudamos muy cerca, a Marcelino Sosa 2479, a menos de tres cuadras de la anterior. De los quince a los dieciséis estuvimos fuera del barrio. La abuela alquiló una finca en Ocho de Octubre 3296 (esquina Abreu), lugar donde ahora se levanta el nuevo sanatorio del CASMU. Tres o cuatro años después regresamos al barrio Goes. Fuimos a dar a la calle Rocha 2471, justo atrás de la vieja estación Goes de tranvías eléctricos que para ese entonces ya se estaba transformando en garaje y talleres de los ómnibus urbanos, propiedad del municipio.
En esa antigua casona de habitaciones enfiladas a lo largo de una galería vidriada viví hasta los veintitrés años aproximadamente. Posteriormente iríamos a dar a Gualberto Méndez 1822, en el Reducto, cuando ya fallecida la abuela Florentina, Elsa, Convención y yo pasamos a compartir la nueva casa con la tía Maruja y sus dos hijos, Raquel y Walter Schiaffarino. Con mi primo Walter fuimos por años compañeros de dormitorio y muy buenos amigos, aunque generalmente nuestros encuentros eran a la madrugada. Yo regresando de mi trabajo después de la medianoche pasaba por el bar “El Lucero”, donde lo rescataba de la rueda de “amigos” transnochadores del estaño. Si andábamos con algún peso en el bolsillo enfilábamos para “Caballero”, famoso por sus chorizos al vino blanco. Allí entre cerveza y cerveza nos poníamos “al día”. Experiencias, vivencias, penas y alegrías que compartíamos en la madrugada. Si andábamos “pelados” teníamos el recurso de saquear la heladera de tía Florentina, y hacia allí nos dirigíamos seguros de encontrar siempre provisiones frescas y vino tinto.

Volviendo al tema de los innumerables sitios en que me tocó vivir en la infancia compruebo que he omitido uno: la casa de Cerro Chato, al borde del pueblo, a metros de las cañadas que según mi padre eran las nacientes del Yi. Tengo muy presente esa vieja casa, su hilera de habitaciones a lo largo de una galería abierta al patio emparrado y al aljibe. Allí transcurrió, según me informaron, el primer año de mi vida. Vale ese testimonio pues mi memoria no llega tan lejos. Años después mi padre ya viudo volvió a habitarla con sus hijos (yo me excluyo, estaba en Montevideo en la casa de la abuela Paz).
Sin embargo muchas vacaciones de verano las pasé allí. También alguna de invierno. Su jardín, los galpones, el cañaveral, la quinta de verduras, la habitación del fondo y el refugio en lo alto de la pila de colchones y frazadas, fueron el escenario donde viví mis fantasías de bucaneros y cowboys, devorando kilómetros de “Tit Bis”, “Rojinegro” y novelas del pirata Salgari.

¿Mis recuerdos más antiguos?

Los tengo como instantáneas en la memoria. Son horas de la mañana. Mi madre, seguramente ya enferma, permanece en cama. Tapada por la sábana, con las rodillas levantadas, forma en mi fantasía una especie de montaña blanca. Me subo con esfuerzo a la cama matrimonial, me meto bajo las sábanas junto a mi madre intentando flexionar mis rodillas y levantar también yo una montaña similar. A pesar de mi esfuerzo no logro el mismo efecto. Entonces levanto ambas piernas empujando con la punta de mis pies la sábana hacia arriba. ¡Lo he logrado! Trato de llamar la atención de mi madre para que advierta mi proeza. Pero ella sólo mira y sonríe distraídamente, ajena a mi descomunal esfuerzo.

Llegada a la ciudad

Tengo la certeza de que en una oportunidad viajé con mi madre a Montevideo, sólo ella y yo. Me veo sentado frente a ella, de espaldas a la dirección que marchaba el tren. Veo mis piernas que no llegan al borde del asiento. En un momento dado ella se levanta, busca entre unos bolsos en el portaequipaje del vagón, saca un termo y lo destapa. Desenrosca un vasito, que ahora sé era de aluminio. Vuelca en él un poco de leche. Recuerdo su dulce tibieza en mi boca, bebo mirándola fijamente a los ojos. En un momento dado un movimiento brusco del vagón hace que parte del líquido caiga sobre mis piernas. Ella se levanta de golpe, vuelve a abrir el bolso y extrae algo así como una servilleta con la cual me limpia.
Hasta ahí llegan las imágenes. Pero hago mis deducciones. Si mi madre murió cuando aún yo no había cumplido los tres años. Si su enfermedad, cáncer a los huesos, fue progresivamente invalidante ¿cuánto tiempo antes de que eso ocurriera corresponde mi recuerdo? ¿Tengo que pensar entonces que ese viaje con ella en ferrocarril corresponde a mis dos años o aún menos?
Tengo clara también otra secuencia de imágenes que posiblemente corresponde a un tiempo unos meses posterior. Estoy con papá. Viajo en un tranvía eléctrico que corre al revés de la circulación actual, es decir avanza por el lado izquierdo de la calle. Viajábamos sentados adelante del coche en un asiento que ahora identifico como el llamado “de los bobos”. El tranvía estaba lleno de gente de pie. De pronto mi padre se levanta, chista al guarda, me toma de la mano, abre las puertas deslizables delanteras y avanza hacia el compartimento donde un señor gira unas manijas amarillas. El “motorman”, como después pude aprender, así se denominaba a ese personaje de gorra y sobretodo negros. La cabina del “motorman” sólo se usaba para atravesarla al descender, cuando el coche estaba completo, o en caso necesario para transportar paquetes, valijas o mercaderías que por su tamaño resultaban imposibles de cargar en el espacio reservado para los pasajeros. A cambio de tal servicio se acostumbraba dar una propina de dos o tres centésimos al conductor por aceptar la carga. Recuérdese que en ese entonces el precio del boleto era de cuatro centésimos. Pero vuelvo a los recuerdos de niño, que no puedo evitar en algún modo interpretarlos con conocimientos que adquirí mucho después. El caso fue que cuando de la mano de mi padre atravesé la plataforma, trastabillé y pisé inadvertidamente una especie de botón o placa que, en el piso, el motorman accionaba con su pie para hacer sonar la campana del tranvía. Pienso que el pequeño paisanito de dos años que había en mi vivía todo aquello con mucha sorpresa y algo de miedo, porque sonar ¡TANG! la campana y yo ponerme a llorar, inconsolable, fue todo uno. Y ahí comenzó un pequeño drama. El conductor, muy amable, accionó repetidamente con su pie la estruendosa campana, seguramente para que yo me convenciera que nada había que temer y al mismo tiempo trataba de convencerme de que pisara el botón para que constatara lo simple o inofensivo que era todo. Recuerdo al bueno del motorman insistiendo una y otra vez con sus explicaciones. Tomándome de la mano trataba de hacerme accionar el mecanismo pero yo respondía incrementando el volumen de mi llanto. Por fin mi padre, que ya había descendido, me tendió los brazos y pude desprenderme de aquel buen señor de largo sobretodo negro, que mientras cerraba la puertita retráctil de la plataforma con una gran sonrisa y palabras afectuosas continuaba intentando calmar mis desesperados alaridos.
Hoy tengo la sensación de que esa escena insumió largos minutos, es probable que la intensidad de lo vivido dilatara la percepción del tiempo. Pero lo cierto es que en esa época todo era más lento, nadie tenía prisa. Es probable que los pasajeros de aquel tranvía hayan vivido toda esa incidencia con respetuosa y reflexiva calma.
Vale para ello un ejemplo: el complicado operativo que en aquel entonces significaba consultar la hora en un reloj de bolsillo!!
Al final, abrazado al cuello de mi padre, hallé sosiego y seguridad. Él caminó escasos metros y subimos el primer tramo de la escalera de la casa de la abuela Paz (vuelvo a recordarles, la madre de papá). Al abrir la puerta, que después aprendería que se llamaba “cancel”, comenzó a sonar un timbre de alarma que estaba conectada a la misma. Ahí el pánico otra vez me invadió y aunque me abrazara con fuerza al cuello de mi padre no pude contener llanto, moco y gritos desesperados. En esa forma tan teatral supongo que fui presentado a los integrantes de la que en el futuro sería mi nueva familia. Lamentablemente no tenía esta vez un calmo y sonriente motorman que me explicara las razones de aquella otra campana.

Transitorias sabidurías

Cumplidos los cinco años, un día me vistieron con una túnica blanca cruzada y bien almidonada con su correspondiente gran moño azul y me depositaron en la clase -la llamada “Preparatoria”- de la señorita Teresita. Teresita Secondo, como pude averiguar bastantes años después. ¿La escuela? Un lugar mágico que vive permanentemente en mi memoria: el jardín de infantes que fundó y dirigió por años Enriqueta Compte y Riqué, en la calle General Luna, a mitad de camino entre Millán y Agraciada. Debo señalar que un año antes, mis tías Florentina y Maruja supongo, me habían anotado en una especie de colegio particular, la escuela de las hermanas Bravo, a menos de doscientos metros de mi casa de General Flores. Allí con férrea disciplina aquellas secas mujeres me habían enseñado los primeros pasos en la lectura, escritura y a hacer operaciones elementales como sumar o restar cifras aisladas, por ejemplo, que hasta ahí podía llegar mi habilidad “matemática”. Y aquí no puedo evitar la comparación con Einsten, que aplazado en Matemáticas varias veces llegó años después a geniales proposiciones en física teórica que conmovieron los cimientos de la ciencia. Lo mío fue exactamente al revés. Parece que sumaba y restaba a los cuatro años, pero en la secundaria no logré avanzar mucho mas allá de dividir y multiplicar. El álgebra y la trigonometría no pudieron conmigo. Eso sí, tuve buenos compañeros de clase futuros ingenieros y arquitectos que siempre me tendieron una mano en los escritos y no me dejaron caer en mis tropezones con los logaritmos.
Pero vuelvo al Jardín de Enriqueta. Además de las clases jardineras funcionaban en extensión primero, segundo, tercero y cuarto año. Necesité llegar a la madurez para valorar todo lo que recibí en aquella Institución. Enriqueta fue pionera en enseñar jugando, en su Escuela todas las actividades eran disfrutables. No se estimulaba nunca la competencia con el compañero sino la colaboración y la solidaridad. Los valores de compañerismo, respeto por el otro y sus derechos, comprensión con los desfavorecidos por la fortuna, tolerancia con quien opinara distinto, eran permanentemente señalados y puestos en práctica.
A mi me tocó vivir una excepción: no se porqué motivo cuando terminé la preparatoria pasé a primero con otra maestra: Rosita Barca, con quien seguí luego hasta cuarto año escolar. Y digo excepción porque en el Jardín cada maestra tenía un solo grupo de alumnos que seguía los dos años de jardinera y luego hasta cuarto grado. En treinta años de labor docente cada maestra se relacionaba solamente con cinco grupos de treinta o treinta y cinco niños.

El sistema tenía sus ventajas y también sus aspectos negativos. De estos últimos el más terrible era el tremendo duelo, casi desgarramiento, de la separación. Cuando terminábamos cuarto año escolar teníamos que cambiar de colegio y poner fin a un vínculo muy estrecho, muy cargado de significaciones a través de los años, entre maestra y alumnos. Tengo muy vivo el momento en que terminado cuarto tuvimos que abandonar el jardín y separarnos de Rosita, la que recorrió banco por banco abrazándonos uno a uno, llorando todos. Es que nadie quería irse del Jardín, lugar de maravillas y de ángeles con guardapolvos blancos. Las vacaciones siempre resultaban largas, contábamos los días que nos faltaban para volver a clase. Hasta las tardes de lluvia eran hermosas. Porque ahí al no poder salir afuera a la hora del recreo, cabían dos posibilidades: una que Rosita resolviera contarnos o leernos cuentos. Otra, dedicarnos a trabajos de taller, manualidades. Todavía conservo una cubierta de cuero, para libro, que decoré a golpes de martillo sobre pequeñas improntas de metal. Oportunidades había en que los varones tejíamos, cosíamos o cortábamos telas, mientras las niñas hacían trabajos de carpintería. Aprendíamos así a respetar y valorar las tareas que a cada sexo ha asignado la sociedad.

El miedo

Como ya lo he señalado en páginas anteriores, cuando mi madre muere (en Montevideo, en un sanatorio ubicado en Médanos casi Av. Uruguay) mi padre regresa entonces al “Ranchito” y me deja en casa de la abuela Paz, a su cargo y al de mis dos tías. No conozco los detalles de este arreglo, pero supongo que seis hermanos y uno tan pequeño era una complicada tarea para un hombre solo en medio del campo. Así fue que de golpe dejé de ver a mis hermanos; los más chicos, compañeros de juegos; a Irma la hermana mayor ya adolescente quizás con vínculos distintos, pues supongo que con la enfermedad de nuestra madre ella habría oficiado muchas veces de madre sustituta.
En casa de mi abuela tuve dos tías que cumplieron también con función similar. Recuerdo que a Maruja, la menor, la que sentí quizás más afectuosa, comencé a llamarla “mamá”.
Pero Maruja tenía ya novio, Oscar Schiaffarino, y a los pocos años se casó después de una gran fiesta como se estilaba en aquella época: orquesta, caminero rojo y portero de etiqueta. Cuando al final arrancó el auto con los novios que partían a su luna de miel sé que corrí y me tomé del paragolpes trasero, quizás intentando detener su marcha. Recuerdo que varios brazos me tomaron con fuerza, cuando ya el auto estaba en movimiento. Se también que lloré desconsoladamente durante mucho rato, convencido de que nunca más vería a mi tía Maruja.
Fue entonces que rogué a tía Florentina que me tomara de la mano al acostarme, de noche, antes de dormirme. Mi camita fue instalada junto a la de ella. Esa fue la forma en que podía dormirme: asido a su mano, tal vez sintiendo que así no podría abandonarme.
Por esa época comencé a experimentar extrañas sensaciones visuales. De pronto veía a todos a mi alrededor alejarse y achicarse. Los percibía aterrorizado, como figuras planas, aplastadas y empequeñecidas. Yo suplicaba alarmado que no se fueran, que no se alejaran, entonces me repetían “estamos acá” y me tomaban de la mano. Pero, extraña sensación: si bien el tacto me decía que allí estaban, la vista me daba la información contraria.
También los objetos me jugaban trampas, uno especialmente: la mujercita alada que coronaba el tapón del radiador del automóvil de la familia, un Chandler, francés, de color verde más bien oscuro. Yo me había hecho muy compinche del chófer, Pancho, y cuando salíamos acostumbraba acompañarlo en el asiento delantero. Sólo a Pancho conté lo que sucedía: veía que la figurita alada cuando el auto se ponía en movimiento comenzaba de pronto a achicarse hasta casi desaparecer. Yo me tapaba la cara tratando de no ver tan extraño fenómeno. Recuerdo que Pancho siempre me escuchó con atención, no puso en duda lo que veía y le restó importancia contándome cosas similares que le habían pasado de niño. Días después Pancho informó a la abuela que el tapón del radiador posiblemente al quedar flojo se había perdido una noche que llevaba a mis tías al teatro. Se había caído sin que lo notara, le dijo a la abuela. Había que comprar un nuevo tapón y Pancho fue el encargado; hizo colocar uno redondo y simple, sin mujercita. Al siguiente viaje en el Chandler, hubo entre Pancho y yo, un silencio cómplice.

Otra pelota

Para jugar al fútbol durante los recreos en el Jardín había llevado a la escuela una pelota de goma de mi propiedad, que Rosita me permitía guardarla luego en uno de los cajones de su escritorio y sacarla nuevamente al siguiente día. Ya en esa época, cursando tercero o cuarto, integraba el grupo de los “veteranos” del colegio. El fútbol, una actividad prioritaria, y la pelota un objeto casi de veneración.
Es al llegar a este punto donde aún me estremece el recuerdo de los hechos. Fue una tarde cuando al sonar la campana del recreo abro el cajón del escritorio de Rosita… ¡y la pelota no está!
Alarmado doy el alerta a la maestra, la que busca en todos los cajones sin encontrar la pelota.
Al terminar el recreo y reintegrarnos a clase Rosita pide silencio y dice: “Como pienso que alguien se llevó la pelota de Ariel por equivocación de ahora en adelante el cajón quedará abierto, para que el que la sacó la vuelva a poner en su lugar.”
Durante varios días apenas llegaba a clase le preguntaba “¿Rosita, está la pelota?” Y la pelota no estaba, el cajón seguía abierto y yo evidentemente no ocultaba mi desconsuelo.
Pasaron así varias jornadas de clase y la situación no cambiaba. Hasta que, cierto día, luego de entrar todos al salón y ya sentados, Rosita extrae del cajón la pelota desparecida, comunicando a la clase que al parecer quien se la había llevado por error la había devuelto. Sentado en tercera o cuarta fila la recibo de manos de Rosita, por encima de las cabezas de mis compafieros. Al estirar el brazo y tomarla, percibo, nítidos aún, los rastros de lápiz, semiborrados pero legibles todavía, que marcaban el precio sobre la roja goma.
Como en un relámpago comprendí el proceso de los hechos: ¡era una pelota nueva! ¡Y la había comprado Rosita! Sé que miré a mi maestra a los ojos y por esa especial intuición que tienen los niños, supe también que ella había percibido mi súbita comprensión y que casi leía los pensamientos que pasaban por mi cabeza en ese momento.
Lamentablemente no podemos relatar los hechos en la forma en que los vivió el tercero desconocido de esta historia. Ojalá haya sido quien vivió la experiencia más provechosa.

La revelación

Lito Vidal fue mi primer amigo de la vereda. Rubio, delgadito y de aspecto un poco triste, vivía también en General Flores a pocas casas de la mía. Con Lito no sólo jugábamos, corríamos con el monopatín o cambiábamos bolitas, sino que conversábamos, fantaseábamos y compartíamos confidencias sobre el extraño mundo de las personas mayores. En aquel momento no teníamos más de cinco o seis años y la información que poseíamos sobre la llegada de los niños al mundo se ajustaba a la de la clásica cigüeña que hacía los viajes de línea París-Montevideo. Pero sucedió que un día el mayor de mis hermanos, Ricardo, que solía hacer escalas en los almuerzos de la abuela, me llamó aparte y me dio aceleradamente la información básica sobre sexo, embarazo y parto. A la tarde salí a la vereda deseoso de encontrar a Lito para compartir y quizás también para exhibir mis nuevos conocimientos. Cuando lo encontré, le narré todo lo que mi hermano me había informado… “que los hombres adultos tenían el pito duro y hacia arriba (al parecer en forma permanente) y que de noche lo introducían en un agujero que sus esposas tenían entre las piernas. Y que eso resultaba muy divertido. Y que de ahí venían los niños que crecían en las barrigas de las mamás.” Todo eso que al parecer yo había tomado con mucha naturalidad, fue demasiado difícil para mi amiguito.
Después de escuchar en silencio, pero negando con la cabeza lo que yo le estaba diciendo, dejó escapar unos lagrimones que secó con el puño. Antes de salir corriendo para su casa, me gritó con mucha rabia: “¡Es mentira, mentira! ¡Mi papá quiere mucho a mi mamá para hacerle eso!”


Las palabras del llanto

A pesar de mis habilidades memoriosas tengo completamente bloqueado el recuerdo de cómo procesé la pérdida de mi madre, la ausencia de mi padre y mis hermanos, y el implante en la ciudad desconocida, nueva casa y nueva familia. Sin embargo tengo viva alguna escena reveladora de un período doloroso y que viví con una sensibilidad agudizada. Como en una película me veo en el medio del salón de clase de la “‘Preparatoria” del jardín. Edad: cinco años. Maestra: Teresita. Tengo un vago recuerdo que se aproximaba el “Día de los Padres”, que así, en plural, era como entonces se conocía la celebración. Nos pide Teresita que hagamos un dibujo para regalarle a Papá y a Mamá en su día. Veo a la maestra parada tras el escritorio conversando con una ayudante también de túnica blanca (deduzco ahora que por ser escuela de práctica se trataría de una estudiante de magisterio).
En determinado momento levanto la vista del papel y las miro. A su vez, las dos dejan de hablar y dirigen sus miradas hacia mí. Rompo a llorar entonces porque siento, adivino - no sé en qué forma- que están hablando de mi y de la muerte de mi madre. Teresita baja entonces de la tarima, se acerca a mi banco, se pone en cuclillas, me abraza en silencio y pone mi cabeza contra su pecho. Ninguno de los dos pronuncia una palabra, sin embargo siento que nos decimos muchas cosas.

El amor

Tengo muy claro que en los años del Jardín viví siempre enamorado. Bastaba que una compañerita me sonriera más que las otras o que me mirara unos segundos más a los ojos para que yo sintiera una oleada de especial emoción y quedara fijado en ella.
Era amor, sí, amor a primera vista. Y además podía sentirme simultánea y alternativamente enamorado de Neva, Susana, la rubia Teresa o Julia. Y para ejemplo, basta una anécdota: era verano, vacaciones y yo me encontraba sentado en el escalón de la puerta de calle de la casa de General Flores.
Era un día de mucho calor, el sol caía a pico sobre el hormigón de la calle y las baldosas de la vereda y yo me encontraba descalzo. De pronto, a pocos metros a mi derecha veo aproximarse de la mano de su madre a una compañerita de mi clase, Carmela, una morochita delgada y con el pelo peinado con rulos estilo choricitos. Caminaba del lado de la calle, por un momento levantó sus ojos, me miró fugazmente y sonrió apenas.
Emocionado miré a madre e hija llegar hasta la esquina de Domingo Aramburú y doblar a la izquierda. Dudé unos segundos y corrí hacia la esquina para tratar de ver a Carmela nuevamente. Pero no había tenido en cuenta que el sol del verano había calentado las baldosas al punto de quemarme dolorosamente las plantas de los pies.
Corrí de nuevo a casa, subí veloz la escalera y ya en mi cuarto tomé papel y lápiz y escribí mis primeros versos de amor. Comenzaban con algo así como “Por ti Carmela / atravesé desiertos ardientes…”

El increíble teléfono automático

Me veo muy pequeño entrando al hall de la Estación Central del Ferrocarril, donde se lleva a cabo una gran exposición industrial. Stands de todo tipo donde nos obsequian con muestras en miniatura de diversos productos que mis tías van guardando en un gran bolso. Baldecitos de Yerba Sara, de latón litografiado, más pequeños que un vaso de agua; pomitos de pasta dental “Pebeco”, miniaturas de jabón “Reuter”, latitas de dulce de membrillo “Ameglio”, frasquitos de tinta “Casas”, saquitos de azul de “Reckit”.
Próximo a nosotros vemos un círculo de personas y alguien en el centro que en voz alta da explicaciones. El disertante de pronto invita a la tía Maruja a pasar junto a una mesita donde hay un extraño aparato negro. “Pase señora, pase, anímese, inserte su dedo en los números que habré de dictarle y girando en círculo podrá comunicarse con nuestra central telefónica ¡DIRECTAMENTE!... Sin necesidad de una operadora, sin dar vueltas a una manivela”. Al parecer, por las bocas abiertas, todos estaban asombrados de tal pericia tecnológica. Tecnología de punta de 1930. Había nacido el teléfono automático y mi tía no tuvo más remedio que acercarse a la mesita donde se apoyaba el extraño artefacto y con dificultades -por la inexperiencia- discar los números que el señor le dictaba y sentir que del otro lado le contestaban con el clásico “¡hola!”.
Pero debo confesar que lo más gratificante del paseo fue la bolsita de chocolatines “Águila” que una señora muy simpática me obsequió al salir de la Estación.

La babucha

Alta, delgada, morocha de tez mate, ojos profundos y dulces, María no tendría más de quince o dieciséis años cuando junto a su hermana o a sus dos hermanas mayores integraba el equipo de apoyo doméstico en General Flores, allá por los comienzos de la década del treinta. Yo la prefería, quizás porque era la más simpática de las tres hermanas o porque por sus años aceptaba a veces compartir mis juegos.
Todo sucedió el día que me levantó por el aire y me enhorquetó en sus hombros para pasearme por toda la casa. “Ves -decía- qué alto sos”. “Cuidado, agachate que vas a pegarte en la cabeza”. Yo, un poco asustado pero muy feliz, disfrutaba de muchas cosas a la vez: percibir el mundo desde una perspectiva desacostumbrada, el placer del riesgo de una posición insegura, pero por sobre todo el sentir mi cuerpecito adherido al espigado cuello de María, mis brazos rodeando su cabeza y mi rostro hundirse por momentos en su cabellera negra que olía suavemente a Lavanda.
Después de corretear por la casa María me puso en el suelo haciéndome deslizar por sus espaldas. Nos miramos unos segundos. Yo estaba todavía estremecido por sensaciones nuevas y placenteras, por aquel remolino de piel húmeda y olorosa, por la risa de campana campesina de María. Pero ella , mirándome desde su altura, me dijo “No, no. No te voy a subir más” y sonriendo agregó: “Yo sé porqué te gusta tanto que te suba a babucha”...
Bajé los ojos, confundido, porque María había adivinado no sé en que forma lo que yo confusamente estaba sintiendo. Y eso era algo, lo sabía, que debía ocultar o por lo menos evitar que alguien como María lo supiera. Supiera de esos sentimientos... o sensaciones... o de ambos. Tenía claro que el mundo de los adultos había marcado una línea que no debía traspasar.
Pasó Morrongo, el gato, persiguiendo un ovillo de lana. Aproveché para correr tras él, tratando de asirle la cola…

El ladrón y su lección

En la casa de General Flores mi abuela ocupaba una de las habitaciones centrales. Se accedía a ella por varias puertas: la principal, que daba a un corredor, otra la comunicaba con el dormitorio de Tina y mi prima Elsa y la tercera daba a un pequeño pasaje interior que se abría también al corredor y al enorme baño principal. El dinero para los gastos diarios se depositaba en una especie de plato o bola, ubicado sobre el “toilette” (2) en el dormitorio de la abuela. No sé en qué momento y con que fin, en repetidos viajes al baño, aproveché las proximidades del “toilette” para hurtar moneditas de aquel plato. Las había entonces de uno, dos centésimos (el clásico vintén), de cinco y de diez centésimos. Éstas eran unas hermosas monedas de bronce, grandes y pesadas, con un puma en relieve en una de sus caras. Si pensamos que el boleto urbano en ese entonces valía cuatro centésimos, el poder adquisitivo de esa moneda año 2000 equivaldría aproximadamente a veinte pesos.
A lo largo de la escalera que llevaba al altillo existían varias baldosas flojas. Detrás de una de ellas habla descubierto un hueco, ¿qué mejor lugar para ocultar mi tesoro? Y allí levanté prolijamente mis doradas columnitas de bronce. Pero duró muy poco mi actividad delictiva porque alguien al pasar movió la baldosa y ésta cayó dejando al descubierto el producto de mi afán (o mis afanes). Aterrorizado sentí sonar mi nombre en tono acusatorio, responsabilizándome por hurto (en reiteración real supongo). Yo sólo atiné a negar y negar y a repetir que nunca había visto las tales monedas. Mágicamente vino a salvarme la tía Florentina. Recuerdo sus palabras: “Si Ariel dice que no, él no fue, no fue. Él no miente.” Después de la abuela mi tía era la segunda autoridad en la familia y sus palabras no se discutían. Después que habló nadie osó contradecirla, volviendo la paz a mi espíritu. Pero qué curioso: mi reacción fue la de tratar de ajustarme a ese concepto, sentí algo así como la necesidad de ser el que la tía suponía que era. Creo que nunca más mentí para salvar responsabilidades, ni hurté, ni me quedé con nada que no fuera mío.
Hace algunos años leyendo a un autor cuyo nombre no puedo precisar, citaba a Goethe, que habría dicho algo así como: “Si tomamos a los hombres tales como son, los haremos peores de cómo son; si los tratamos como si fuesen lo que debieran ser, acabaremos logrando que sean lo que debieran ser”. Gracias Tina, ésta te la debo. Fueron diez o doce palabras tuyas que me marcaron para toda la vida.

Leyendo a la directora

Todos nos dábamos cuenta que veía muy poquito. Cuando leía lo hacía con el texto junto a los ojos, cuando nos cruzábamos con ella no nos reconocía hasta que estábamos a corta distancia. Delgada, más bien pequeña, pero siempre en actividad constante. Así la tengo en mi memoria a la señorita Enriqueta (3).
Con frecuencia pedía voluntarios “que leyeran bien” para que, turnándonos, en lapsos de pocos minutos, lo hiciéramos en voz alta en su oficina. A todos nos gustaba leer en voz alta para Enriqueta, porque además de tener el privilegio de penetrar en las oficinas de la dirección -único lugar de la escuela al que normalmente no teníamos acceso- al final de la lectura la directora nos invitaba con alguna galletita que extraíamos de llamativos envases de lata litografiada. Eso sí, lo que leíamos era totalmente incomprensible. Gran cantidad de palabras que deletreábamos por ser la primera vez que las veíamos escritas. Aunque muchos años después recordaba el título de uno de los pesados libracos que la señorita Enriqueta nos ponía sobre las rodillas: “La Interpretación de los Sueños”.
Cabe acotar que esto que cuento sucedía allá por el año 35 ó 36 y Sigmund Freud todavía viviría y escribiría hasta el año 39, año de su muerte. Creo que en aquella época, en aquel Montevideo aldeano y prejuiciado, serían muy pocos los que conocían de nombre al fundador del psicoanálisis y menos aún los que habían tomado contacto con su obra. Y posiblemente excepcionales los que la leían sistemáticamente o, como en este caso, escuchaban su lectura.

El Flaco Martucci

Era el propietario del salón de lustrar de General Flores casi Blandengues, a menos de cincuenta metros de mi casa.
A la izquierda el mostrador, a la derecha y a lo largo de toda la pared una larga fila de sillones encaramados a una tarima de dos niveles. En el inferior, delante y abajo de cada asiento, las apoyaderas de metal donde los pies -en realidad los zapatos- se posaban firmes para resistir los embates del cepillo y la franela. Todo un oficio el del lustrador de calzado. El cepillo pasaba de una mano a la otra, según el lado del zapato en el que actuaban, volándolo por el aire y tomándolo con fuerza, hacían sentir un sonoro ¡PLAF! que, al repetirse con variados ritmos a lo largo de la fila, sonaban casi como un instrumento de percusión. Además cada lustrador demostraba su oficio, haciendo chirriar la franela apretándola al máximo sobre la puntera del zapato.
Pero el verdadero lugar donde la vida del salón de Martucci entraba por los ojos y oídos de aquel niño de apenas seis o siete años, era la vereda. Un largo banco de madera contra el cordón, bajo un plátano, un parlante enganchado en la horqueta del árbol y un pizarrón donde sábados y domingos no sólo se anotaban los resultados del fútbol, sino que se iban anotando las variantes en el score a medida que se producían los goles. Quietecito, sentado en el banco, presenciaba las tertulias del salón de lustrar. Allí se hablaba de temas que no se tocaban en mi casa, reino exclusivo de mujeres. Fútbol, política, crímenes, sexo, bromas pesadas, mientras el parlante amplificaba la voz de Solé en Radio Oficial, dándonos cuenta de las trancadas de Romero o de Gestido, las atajadas de Véliz o los goles de Atilio y las apiladas de Chirimino. Todos sentían allí respeto y admiración por Don Carlos Solé, los mismos que constaté dieciséis años después cuando el azar dispuso que me encontrase trabajando junto a él en Radio Sarandí (4).
El otro personaje de la cuadra que permanece vívido en mi memoria es el gordo Vaccaro, el que todas las tardes se paraba en la puerta de su café en la esquina de Flores y Aramburú. Yo lo miraba como hipnotizado por el enorme vientre del gordo (decían que su mal era la hidropesía). Lo cruzaba de lado a lado una gruesa cadena de oro, que sostendría un reloj, supongo. Sus dos manos apoyadas en el vientre, sus brazos estirados al máximo para alcanzar esa posición. Trenzaba sus dedos entonces y comenzaba un veloz giro de pulgares. Era ese el momento en que el gordo Vaccaro, no soportando mi mirada insistente, se deshacía de mi con una invitación muy difícil de rechazar: “Mirá nene, decile al Coco (el cajero) que te invite con caramelos de fruta, andá, andá, decile que vas de mi parte” (5).

Mi amigo Alfredo

Era quien atendía el kiosco de revistas y diarios de General Flores y Domingo Aramburú, en la esquina de la Estación Goes de Tranvías. Lo recuerdo como un señor más bien gordo, alto, casi calvo, de gruesos lentes. Cuando me dieron permiso para cruzar la calle Aramburú el kiosco de Alfredo se constituyó en uno de mis lugares preferidos. Allí se exhibían ordenadamente, tapa y contratapa, todas las revistas para niños que se publicaban en esos tiempos. Y obviamente allí me instalé yo para leerlas y releerlas, por supuesto sólo por la parte de afuera. No sé en qué momento el bueno de Alfredo me ofreció una para llevarla a casa por la mañana y devolverla por la tarde. Corrí a mi dormitorio -que a la vez era el comedor diario de la casa- con mi tesoro asido fuertemente bajo el brazo. Extendí un diario sobre la mesa -como protección- y “El Tony” pudo ser totalmente mío por primera vez. Hasta ese día sólo seguía a Mandrake el Mago, que se ubicaba en la tapa de la revista, siempre en tono sepia. A la tarde corrí a lo de Alfredo a devolverle “El Tony”, sin la menor ajadura o marca que delatara el préstamo. Y así pude seguir en los siguientes días con “El Gorrión”, “Rataplán”, “Billiken”, “El Tit-Bis”, “El Purrete” y otras cuyos nombres no puedo recordar. No sé cuanto tiempo duró esta aventura, meses... un año? Hasta que una tarde Alfredo levantó la tablita que oficiaba de mostrador, salió a la vereda y agachado me comunicó que había vendido el kiosco y que al día siguiente no lo encontraría más en la esquina de Aramburú y General Flores. En ese momento no tuve conciencia de lo que eso significaría para mí. Lo supe, sí, al otro día, cuando una señora con gesto agrio dispuso las revistas en forma superpuesta dejando visibles sólo el nombre de las mismas. El gesto de la nueva dueña era de pocos amigos, así que opté por retirarme luego de algunos minutos de observación. Por suerte tenía aún en casa una caja de zapatos casi llena de libritos de cuentos de “Calleja”, que la Farmacia La Paz obsequiaba con cada compra. Me tranquilicé, había material para mi vicio lector para unos cuantos días, tiempo suficiente para planear nuevas estrategias.

Un tío político

De los trece hijos de la abuela Paz, el menor, Álvaro, fue el único que optó por estudiar una carrera universitaria: escribanía. Tendría yo seis o siete años cuando el tío escribano en oportunidad de una visita a mi casa me comunicó que en la mañana del domingo siguiente pasaría a buscarme en su automóvil para llevarme a la Playa Malvín y así poder participar en un concurso de construcciones de arena que allí se iba a realizar. Me dijo que él integraba la comisión de vecinos de Malvín, orgnizadora del concurso.
El domingo me llevó a Malvín, yo con mi balde y una palita, y nos instalamos junto a una gran pantalla de cine que había sobre la playa. Me llevó a un cuadrado de arena que me había sido adjudicado y el tío Alvaro se sentó frente a una mesa con otros señores, todos de traje y corbata.
Hincado en la arena sólo atiné a cavar un pozo, porque escuché que había que hacerlo para encontrar arena húmeda. El resto del tiempo lo pasé admirando lo que hacían otros niños, algunos verdaderos expertos en eso de la arena. A mi alrededor se empezaron a levantar castillos, automóviles, edificios varios, figuras humanas, hasta un águila que intentaba levantar vuelo arrastrando entre sus garras algo así como un conejo (lo deduje por sus grandes orejas). El tiempo pasó muy rápido para mí, apenas pude hacer el pozo. Entonces nos hicieron sentar en circulo en la arena y uno de los señores de traje leyó el veredicto. LLamaron primero al niño del águila y le entregaron el premio principal, creo recordar un hermoso triciclo de grandes ruedas metálicas. Continuó la distribución de juguetes y de pronto siento que llaman: “¡Ariel!... quinto premio por “túnel ferroviario”, y mi tío el escribano que hace vehementes señas para que me mueva y pase adelante. Logré pararme y avanzar en estado próximo al pánico. Pusieron en mis manos un monopatín. Enrojecí de verguenza. Deseé desaparecer, volverme invisible, estar mágicamente en el fondo de mi casa de General Flores. Pero tomé el monopatín y traté de desaparecer de la escena lo más rápido posible, sintiendo las miradas que suponía acusadoras de los demás niños.
Mi tío comenzó distribuyendo premios en un comisión vecinal. Iniciaba así su carrera política: candidato a diputado por el Partido Nacional, no fue electo. Pero designado en cambio director de un ente autónomo. Y ministro luego de la Corte Electoral. Al paso del tiempo siento que la experiencia en aquel momento, dolorosa, humillante, tuvo sus efectos benéficos. Quedé como vacunado para los acomodos y las trapacerías.

Las claraboyas

Alguien, hace muchos años, de visita en nuestra ciudad, dijo que Montevideo era la ciudad de las claraboyas. Y lo era en verdad, porque la mayoría de las casas se ordenaban en torno a dos patios: el delantero, adonde daban hall, comedor, sala, escritorio u oficina, si la había. Un corredor lo comunicaba con el patio del fondo que se abría a comedor diario, cocina, fondo, despensa, baño de servicio y escalera para el altillo, que siempre se construía sobre la cocina y baño de servicio y, como ocurría en la casa de General Flores, también sobre la despensa. Los dormitorios generalmente quedaban a un costado, a todo lo largo de la casa, dormitorios que se comunicaban todos por sendas puertas, que se abrían hacia el corredor y el patio del fondo y que no tenían luz ni ventilación directa. Sólo la puerta y para el aire, si ésta se cerraba, la banderola superior, rebatible con una larga cadena desde el interior de la habitación. Y ahora sí viene lo de las claraboyas. Techaban con una estructura de tipo piramidal, de gruesos vidrios traslúcidos, los dos patios, tanto el delantero o principal como el del fondo. Pero accionando una pesada manivela sobre una de las paredes se podían abrir, deslizándolas ruidosamente sobre rieles de hierro. En verano al abrirlas se podía disfrutar del cielo estrellado; en invierno, cerradas, no impedían que por sus bordes que no ajustaban herméticamente por supuesto, se colara la helada ventisca. Y además el techo era muy frágil, no olvidemos que era de vidrio.
Todo sucedió en las primeras horas de una noche de invierno, en los años iniciales de la década del treinta. Una formidable tormenta eléctrica motivó en mi casa repetidas invocaciones a ¡Santa Bárbara bendita! acompañadas por las correspondientes señales de la cruz, conjuro éste que no impidió que la tormenta continuara y la siguiera primero una lluvia torrencial y luego un celestial bombardeo de granizo.
A pesar de que me introdujeron al sector de los dormitorios, donde todos quedamos bloqueados por un buen rato, pude presenciar el sonoro desmoronamiento de los grandes vidrios de la claraboya principal. Una piedra de hielo, casi tan grande como un huevo de gallina, rodó hasta el centro de la habitación en que nos refugiábamos, y alguien apresuradamente la empujó con el pie de nuevo hacia el patio. No puedo olvidar a Elsa, una adolescente entonces, llorando aterrorizada con el rostro en el ángulo que formaban el ropero y la pared. “¡Es el fin del mundo!” gritaba, a la vez que intentaba rezar un padrenuestro interceptado por los sollozos. Salir de las habitaciones era muy riesgoso, por lo cual las mujeres de la casa no tuvieron más remedio que contemplar, lamentándose, cómo el agua empapaba muebles y almohadones. Me mandaron a acostar. La tormenta estaba pasando. Me fui feliz a mi cama, porque esa noche me podría dormir con el ajetreo de mujeres barriendo vidrios, secando pisos y arrastrando muebles probablemente por varias horas. Eso, seguramente, mantendría alejados a mis fantasmas.
Al día siguiente los personajes eran los vidrieros, que desde muy temprano eran requeridos para reponer los vidrios rotos. Todo se transformaba entonces, con el movimiento de operarios por las azoteas, el rayar de los diamantes y ¡ay! el delicioso olor de la masilla. Ya me referiré a los olores a que uno queda fijado en los años de la infancia. Uno, infaltable entonces, el olor a masilla. Y ese aroma estaba ligado al placer que significaba -luego de finalizado el trabajo- juntar todos los residuos de ese mágico material que nos permitía luego satisfacer nuestras necesidades de modelar y crear un pequeño universo de formas. Se dice siempre que la profesión mas antigua es la prostitución. ¿Lo será más que la alfarería?

Los “buenos” modales

Ignoro quién le había encomendado a mi prima Elsa la difícil misión de trasnformarme en un niño “bien educado”. No dejo de comprender las dificultades a las que se habrá visto enfrentada conmigo. Un niño criado en medio del campo, descalzo la mayor parte del tiempo, criado en un rancho de barro y piso de tierra. Eso sí, una familia llena de contradicciones extrañas: según recuerda mi hermana Dalila, escapando al galope al campo para poder recitar a gritos a Delmira Agustini que la apasionaba. Papá leyendo y releyendo a luz de vela un gastado ejemplar de “Los Miserables” de Víctor Hugo. Todo esto narrado por mi hermana en sus “Memorias de Infancia y Adolescencia” que todos en la familia hemos leído con placer y emoción.
Volviendo a la casa de la abuela: allí la familia se reunía a una hora prefijada ante una gran mesa con mantel y servilletas al tono, vaso para el agua, copa para el vino, cubiertos para comidas y postre. Era infaltable la sopa que venía servida desde la cocina en doble plato; ineludible también un puchero completo como se hacía en esa época de abundancia y holgura económica (y me refiero para todos los uruguayos). Anotemos por ejemplo: no existía otro aceite que el de oliva, que se importaba de España. Hasta en los hogares más modestos era el aceite con el que se cocinaba. Todavía tengo nítidas las latas del aceite “Libertad” con la estatua de la Libertad estampada a sus costados. Tengamos en cuenta que no existía una industria alimenticia. Y si se comían sardinas por ejemplo, eran suecas o noruegas. Eran las Norfolk (o Nogfor). Si se quería salir del vino común de mesa, pues para cualquier acontecimiento: Chianti o Valpolicella, italianos. Nuestra moneda era fuerte entonces y permitía que en la mesa del trabajador o de la clase media apareciera de pronto una bandeja con marrón glacé francés o mariscos del Cantábrico.
Regresando al tema de los “buenos modales”, durante las comidas sentía siempre sobre mí la mirada de Elsa. “Que la cuchara de sopa no se pone de punta en la boca, sino de costado”, “no se hace ruido al sorber”, “límpiate la boca antes de beber». Que “la boca no se limpia refregándola sino con toques repetidos”. Que “espera a que comience a comer abuelita antes de tocar los cubiertos”. Que “la tortilla se corta con el borde del tenedor y no con el cuchillo”. Que “se pide permiso para levantarse de la mesa al terminar de comer”. Que “límpiate la boca antes de beber” y etc. etc. etc.
Creo que yo trataba de cumplir con sus recomendaciones y que muchas veces sentía vergüenza por lo torpe de mis costumbres. Recuerdo la primera visita de un amigo a mi casa. No sé cómo, viviendo aún en General Flores, me relacioné con el “Macho” (Leandro V.), un niño que vivía a escasas dos cuadras de mi casa.
La visita del Macho duró casi toda la tarde. Hizo en esas horas todas las cosas que a mi me estaban prohibidas. Se trepó a la higuera y ante mi mirada asombrada comió ¡con cáscara y sin lavarlos! todos los higos que deseó. Atravesó caminando por el borde todo el largo del muro que separaba el fondo, entre el jardín y los gallineros, y subió al techo de las conejeras, al final del terreno, para tirarle piedras al perro del vecino. Recuerdo que luego subimos (y digo subimos porque el fondo quedaba a nivel de la calle y la casa, como ya expliqué antes, era de altos), se nos sirvió la merienda y aterrado advertí el terrible ruido de aspiradora que hacía el Macho al tomar el café con leche. ¿Lo escucharía mi prima que estaba a pocos metros en la habitación vecina? Pero la situación se agravó cuando el Macho comenzó a beber con la taza ¡¡¡sin sacar la cucharita y ponerla en el platillo!!! Interponiendo mi cuerpo entre el Macho y la mirada de Elsa traté de salvar la difícil circunstancia. Lo que yo sentía se llamaría ahora “vergüenza ajena”. Lo cierto es que me sentí muy cohibido de tener un amigo con tan malos modales...
Al terminar, al levantarnos de la mesa -lo recuerdo claramente- saqué la cucharita de la taza, la puse rápidamente en el platillo y respiré aliviado de que nadie hubiera advertido conducta tan reprensible.

La mala conducta

Era común en aquella época (los años treinta) que en la mayoría de los hogares se recibieran dos o más diarios por día y varias revistas por semana. En la casa de la abuela el repartidor dejaba “LA MAÑANA” bajo la puerta al empezar el día, fundamental para tener al día los mercados laneros y los precios del agro; por la tarde se compraba “LA NACIÓN” de Buenos Aires. Todos seguían con avidez la narración ilustrada de la vida de Charles Lindberg -pionero de la aviación- y todo lo relacionado con el rapto de su hijo (6). En la noche se recibía “EL DIARIO” con las últimas noticias. Este último, como tenía historietas, era mi preferido. También llegaban a casa “Mundo Uruguayo” y “Cancionera” con las importantes noticias del mundo de la radio y letras de las canciones en boga. Y de la Argentina eran infaltables “Para Ti” (recuerdo que la dirigía Constancio C. Vigil), “Vosotras” y “Chabela”, revistas dirigidas casi exclusivamente al territorio femenino. También la fantástica “Leoplán”, la gran revista de aquel tiempo. Ochenta o más páginas en cada ejemplar de lomo rectangular con encuadernación tipo libro. En sus páginas se recogía variado material de mejor nivel que en otras publicaciones, pero lo que resultaba memorable era que en cada número se publicaba una novela completa de los autores “boom” del momento: Dostoievsky, Pérez Galdós, Balzac, Zola, etc. Creo que fue a través de Leoplán que comencé a tomar contacto y me adiccioné a la narrativa. Asimismo las primeras historietas que disfruté fueron las de FOLA, en “Mundo Uruguayo”. Las aventuras de Ciengramos y Violeta, y también Don Tranquilo, cuyas desavenencias conyugales terminaban siempre con la escapatoria de Don Tranquilo en una balsa que lucía en popa una bandera con la leyenda: “A la China sin etapas”.
Era frecuente entonces encontrar en mi casa de General Flores, por rincones, estantes y sillas, montones de diarios y revistas. A veces las pilas crecían en tal forma que había que avisar a don Manuel el almacenero o a Don Alejo el carnicero para que mandaran a recogerlas. Porque con papel de diario se envolvía una docena de huevos, un kilo de papas, un kilo de pulpa o un puchero de pecho cruzado. O también, vale la pena señalarlo, media docena de naranjas o una docena de bananas, porque por unidades y no por peso se vendía la fruta.
Bien, entrando al tema. Creo que las cosas sucedieron así: en el Jardín habíamos aprendido a manejar unas pequeñas tijeritas de metal (no existía el plástico en esa época) y ejercitamos nuestra nueva destreza en trozos de papel. Sé que aproveché una siesta para, sentado en el suelo, reducir a finas tiritas diarios y revistas amontonados en mi cuarto. Cuando las tías advirtieron el operativo tijera y el piso alfombrado por varios centímetros de lo que fueron diarios y Leoplanes pusieron el grito en el cielo. Me dijeron: “¡Pensar que Magdalena dice que te portás tan bien en la escuela! ¡Si viera las cosas que hacés acá en casa!...” No pasaron muchos días sin que el círculo de amenazas se cerrara. LLega una tarde Maruja de la calle y comenta en voz alta en mi presencia:
“Tina, visité a las monjitas y estuvimos viendo la posibilidad de que a Ariel lo acepten como pupilo.”
Tina: “Ah, ¿y les dijiste lo mal que se porta? ¿Lo aceptarán igual?” Maruja: “Sí, sí, ellas están acostumbradas... Él va a estar lo más bien allí, los domingos podemos ir a visitarlo un ratito...”
Este diálogo por cierto que lo tengo impreso en la memoria. Sé que nada dije, nada pregunté, no lloré, ni siquiera la humedad de una lágrima. Hice como que no oía y seguí jugando. Pero esa noche al acostarme reuní toda la flotilla de mis “avioncitos” de tablitas y rodeé con ellos mi cama por completo. Sé también que me abracé muy fuerte a Felipe, mi payasito de trapo.

La siesta

Cuando ya había cumplido los diez años, me permitieron viajar solo en el ferrocarril hasta Cerro Chato, lo que me posibilitó pasar con padre y hermanos los meses de verano de mis vacaciones escolares. Vivían con papá en ese entonces mis tres hermanas mujeres: la mayor, Irma, a la que seguían Dalila y Gladis. Se encontraba también en verano, de vacaciones, mi hermano Enrique que daba para ese entonces los últimos exámenes antes de recibirse de escribano. Durante el resto del año Enrique, durante su pasaje por la Facultad de Derecho, vivió en casa de los tíos Pedro y Aurora, en la calle Caiguá. Nuestro hermano mayor, Ricardo, para ese entonces radicado ya en Montevideo, se había enrolado en la aviación y tenía su primera pareja estable.
A Enrique le decían cariñosamente “el dotor”, porque siempre estaba dispuesto a hablar en público, improvisar un discurso en un homenaje, a los postres de un almuerzo o ante los restos del finadito, despidiéndolo antes de instalarse defintivamente en su morada horizontal. No conozco bien el asunto pero creo que lo de su carrera de escribano fue más para cumplir con los deseos paternos que por responder a una vocación (aunque siempre me he preguntado si puede sentirse vocación por ser escribano). Cuando Enrique se recibió y satisfizo así el proyecto paterno, instaló su oficina en la habitación delantera de la casa, en Cerro Chato, colocó su chapa profesional, siempre dorada merced al “Brasso” y a los brazos incansables de las hermanas.
De noche la oficina se transformaba en dormitorio porque se habían agotado ya las habitaciones disponibles en la casa. Me parece ver todavía a Enrique por la noche transportando el pesado catre de tijera, colchón y frazadas desde la pieza del fondo a la “oficina”. En una silla junto a su catre instalaba dos despertadores: uno con la hora en que debía levantarse, el otro media hora antes. Un día le pregunté cuál era la razón del doble despertador. Me contestó: “Cuando suena el primero y al despertarme constato que tengo todavía media hora más para dormir siento un placer tan grande que justifica salir momentáneamente del sueño y apagarlo”.
Aunque, pensándolo bien, es probable que pusiera los dos por temor a no despertarse.
Enrique, y también mis hermanas, eran insaciables devoradores de todo lo que contuviera letras. Quizás la falta de otros pasatiempos llevaba a la gente de esos tiempos a convertirse en adictos a la lectura. No hay que olvidar que no existían teléfono, televisión, internet, video, equipos de audio, ni siquiera grabadores. La recepción de la radio sólo era posible después del atardecer pues al llegar la noche se iniciaba el flujo eléctrico que duraba hasta pasadas las doce. Y la radio sólo se escuchaba con claridad si había buen tiempo, porque los ruidos y las descargas eran habituales en aquellas primitivas transmisiones, donde tampoco se contaba por supuesto con satélites retransmisores. Había sí que tener una buena antena instalada a lo largo del techo y bien lleno de agua el cañito de la tierra, enterrado al costado de la casa.
Mis hermanas y Enrique eran lectores muy diferentes. Ellas gustaban de leer novelas de los autores reconocidos en la época como ya señalé: Balzac, Anatole France, Victor Hugo, Romain Rolland, Tolstoi, Wilde...
Enrique en cambio consumía todo lo que tuviera letras. Alternaba los clásicos con semanarios, diarios, novelas de vaqueros, policiales, fantásticas, de horror. Todo le venía bien para su voracidad lectora. Y lo que no faltaba nunca en los cajones de su escritorio eran pilas de ejemplares de “Rojinegro”, una revista que recogía quizás lo más mediocre de los géneros mencionados.
Nuestro padre tenía el sueño liviano (eso lo heredamos varios) así que para poder dormir una breve siesta -no más de media hora- imponía dormirla a todo el mundo. Tenía que reinar en la casa el silencio más total, sólo los grillos y el ruido del follaje.
Como le sucede a todos los niños de todas las épocas, a mí me resultaba harto difícil entrar al sueño con el sol brillando en lo alto del cielo, así que trataba de evitar el rastrillaje que de mi persona padre hacía por el fondo, el patio, la quinta, gallinero y galpones, después del almuerzo a los gritos de “¡Ariel Ariel! ¡A acostarse! ¡A dormir la siesta!” Pero yo había descubierto un escondite ideal: en la última de las habitaciones, junto al baño, donde Enrique guardaba sus bártulos nocturnos, había una cama para huéspedes que cuando no se utilizaba servía para apilar varios colchones, almohadas y las frazadas de toda la numerosa familia. Creo no equivocarme si digo que la pila tenía casi dos metros de altura. Allí yo me subía, en un hueco que dejaban los colchones contra la pared, y acurrucado y en silencio oía los llamados y las quejas de mi padre: “¿Dónde se habrá metido este muchacho? ¡Qué andará haciendo con este solazo!”
Al final abandonaba la búsqueda y ahí comenzaba mi hora de placer. Porque antes de subirme a mi escondrijo me había provisto de variada lectura: ahí me devoré los once tomos de “El alma encantada” de Romain Rolland, los prohibidos libros de Emile Zola, y todo el Tolstoi, Dostoievski y Chateaubriand que publicaba “Leoplán”. Pero me proveía también de los “Rojinegros” de mi hermano Enrique con las emocionantes aventuras de Doc Savage (“el hombre de acero”). La conclusión es clara: mi afición de niño a la lectura se la debo al sueño extremadamente liviano de mi padre.

Tío Ibargoyen

Ya he contado que mis vacaciones las pasaba en casa de mi padre, por lo menos hasta los primeros años de secundaria. Después los exámenes de diciembre y febrero interrumpían o reducían a pocos días mi estancia en la casa paterna.
Desde pequeño mi padre me proporcionó los elementos básicos para montar a caballo. Al principio fui jinete de un petizo bichoco y reumático, pero con garantía total de sumisión y hábitos pacíficos. Se ocupó mi padre de que aprendiera a ponerle el bozal, a introducirle el bocado del freno por el costado de la boca, a ensillarlo, desensillarlo, lavarlo, cepillarlo y hasta el tusado mínimo de clines y cola.
Es evidente que don Eufronio unía a su paciencia el deseo de que su último hijo varón a pesar de vivir en la ciudad no fuera ajeno a la formación básica de un hombre del interior. Así fue que me acostumbré a agarrar un caballo en el campo, traerlo de tiro a casa, ensillarlo y montarlo. Aún hoy tengo presente el orden de colocación del apero criollo: jergón, carona, bastos (recado), ajuste de la cincha, luego cojinillos, badana si la hay y sobrecincha.
Fue primero el bichoco y después un bastante más digno petizo tordillo, más joven, mas vivaraz, pero también con un trote demoledor y desacomodado (como casi todos los petizos).
Pero con los días le había encontrado un sobrepaso suave y rendidor que me permitía en poco tiempo llegar hasta el establecimiento de mi tío Juan Ibargoyen, casa de campo sí, pero a pocas cuadras de las primeras casas del pueblo.
Juan era el esposo de mi tía Daria (en español Daría), hermana de mi madre. Padres de tres hijas mujeres: Daisy ya casada no vivía con ellos, en cambio Lala y Joaquina (Quina), sí lo hacían.
La casa de mis tíos era para mi un especie de castillo de la fantasía. Todas las casas de pueblo que yo había podido conocer -incluyendo la mía, y la propia casa de la estancia de la abuela Paz en el kilómetro 293 de la vía a Melo- eran todas viviendas muy sobrias y austeras, alhajadas también con muebles elementales, sin la más mínima intención decorativa. En cambio la casa del tío Juan Ibargoyen estaba arreglada con buen gusto, con un gran comedor estilo inglés, dormitorios apenumbrados por cortinas de voile, un completo baño (hasta con bañera) y una gran cocina estar, salón de grandes proporciones que además de oficiar con una gran mesa redonda de comedor diario, podía ubicar un amplio sofá y dos o tres mullidos sillones. Tengo vivo en mi memoria la disposición de la casa. La cocina estar daba a una glorieta techada, donde crecían enredaderas y rosales, más allá el jardín, más lejos la quinta de frutales y huerta. No olvido una gran jardinera de material con bebederos y comederos para pájaros. En la casa de los tíos nunca vi pájaros enjaulados, pero al atardecer se arracimaban sobre el comedero cardenales, sabiás, benteveos que llegaban a remojarse y alisarse el plumaje.
La casa no disponía de agua corriente ni de electricidad. Al atardecer era una fiesta para mí acompañar a Elbio, peón de la casa y amigo, a uncir el buey a un gran barril de madera alojado en un pequeño carro y llegar hasta la cachimba, a unos doscientos metros de la casa, y cargar la provisión de agua para las próximas veinticuatro horas. El agua no era potable y mucho menos cristalina. Pero mi tía la hervía diariamente, la colaban con telas apropiadas y le agregaban en rodajas los siempre abundantes limones de la quinta.
Al mediodía, toda una ceremonia infaltable. Una radio de auto (a válvulas) depositada sobre el toilette del dormitorio de los tíos y alimentada por una batería, se encendía exactamente de 13 a 13 y 30. Todos escuchábamos en atento silencio el informativo de Radio Carve, y hecha la conexión con el mundo ¡clic! se apagaba y todos nos dirigíamos a almorzar.
Creo no haber aclarado bien lo de mis visitas. Yo llegaba, desensillaba, dejaba al petizo en el piquete y me instalaba allí por varios días, hasta que decidía regresar a mi casa del pueblo.
Algunas mañanas respondía a la invitación de Quina para recorrer el campo. Se entiende lo de recorrer no como paseo sino como tarea que se hace rutinariamente con fines inspectivos, digamos, a los efectos de comprobar situación y estado de los animales, recontarlos, comprobar su estado sanitario, etc. Yo ensillaba mi recadito al tordillo y vestido con bombacha campera y alpargatas acompañaba a Quina que parecía salida de una revista campestre inglesa. Mi prima era rubia, de una belleza de singular dulzura, vestía pantalones de montar ajustados al cuerpo y botas, y endosaba a su cabalgadura una montura inglesa, sin borrenes, cojinillos, caronas y demás enseres que nuestros jinetes criollos amontonan sobre el caballo. Era una perfecta figura de amazona. La parte débil desde el punto de vista estético de mis primas, eran sus demasiado gruesos tobillos; pero con ceñidas botas ese detalle desaparecía.
Toda una aventura para mí quedarme unos días en lo del tío Ibargoyen. Al tío lo recuerdo como un hombre parco, serio, reservado, pero sensible y muy amigable y compañero en el fondo. La tía en cambio -como tengo entendido era característica de los da Costa- era todo alegría, buen humor, desenfado, afecto a manos llenas. De las dos hijas, la que más se le parecía era Quina, quizás también por ser la más joven fue la más compinche conmigo. Y una mujer de campo singular. Porque alternaba el agua de cachimba y las lámparas a querosén con la vida de la alta sociedad en Montevideo. Quina, aprovechando el parentesco de doña Josefina Beloqui -esposa de Julio César Lestido- con su padre, acostumbraba pasar buenas temporadas en la casa de éste último en Boulevard Artigas frente a Avenida Brasil e introducirse en una vida muy distinta a la que llevaba en Cerro Chato. De niño fui invitado más de una vez (gracias a Quina) a los cumpleños de Julito y Dorita Lestido, los hijos del fundador de la firma Lestido. Siempre me impresionaba el criado de librea que me abría la puerta, las mucamas de delantal y cofia y los choferes uniformados que se encargaban de los automóviles de la familia. Aunque mucha atención en realidad no le dispensaba a todo ese aparato. Había algo que me deslumbraba y me hacía perder el sentido: la fulgurante figurita de Dorita, de la cual evidentemente me había -una vez más- enamorado perdidamente.
Como conclusión final: de todo este período me queda una vivencia que aún la siento muy profunda.
El olor a caballo, al sudor del caballo, el olor del recado y de los aperos. Un perfume agridulce que siento profundamente placentero, tal vez porque está ligado a circunstancias felices, a vínculos confortantes.
Y al aletear de colibríes al atardecer, entre las flores de la glorieta de mi entrañable tía Daria.

El juego de la alfombra ¿mágica?

Todo sucedió una tarde de invierno, de llovizna y viento arrachado, cuando nos reunimos el Nansen, la Edelma, el Taba, la Beba y yo en la casa de la familia V. habitada por un matrimonio con seis hijos, tres varones y tres mujeres. De los seis, tres -el Macho, el Guiza y la Beba- participábamos muchas veces de los mismos juegos. El frío y en forma especial la lluvia que se prolongaba ya desde hacía varios días, había agotado nuestro interés por historietas, juegos de mesa y canje de figuritas. Por eso fue bien recibida la propuesta del Nansen: “¡Vamos a jugar al juego del rollo de alfombra!”.
Nadie conocía ese pasatiempo, pero aburridos del encierro forzoso lo aceptamos de inmediato. Consistía el juego en intentar zafarse luego de ser arrollados con una gran alfombra por el resto de los compañeros. Pero lo que hizo para mí inolvidable esa tarde fue la idea de que nos arrolláramos en parejas: un niño con una niña.
A mí me tocó con la Beba. Tuve la sensación de que el tiempo se detenía al sentir su cuerpecito tibio y tembloroso comprimirse junto al mío. Nos hicieron rodar por el piso de la sala una y otra vez pero tengo la certeza de que no fue esa la causa de aquel dulce vértigo, sensación de ingravidez, flotación o estremecimiento que me recorrió desde la nuca a la planta de los pies.
Beba: no puedo olvidar el instante aquél en que, un poco sofocados, pudimos salir de la alfombra. Yo te miré a los ojos. Vos los bajaste. Y recuerdo que los dos -quizás sin tener claro el motivo- nos pusimos colorados.

Don Juan

Tenía ocho años -exactamente ocho, porque hacía muy poco había tomado la primera comunión- y los había cumplido en esos días poco más o menos. Fue en esa época que conocí a Ceres (la menor de las hermanas de la familia N.) y naufragué sin más trámite en dos grandes ojos, profundos y serenos como estanques. El nombre “Ceres” era de otro planeta, pero los ojos de aquella niña sí que eran terrenos. Así que en cuestión de minutos me enamoré sin remedio, total, perdidamente, de aquella aparición casi celestial.
Coincidió que en esos días mi hermana Dalila se había empeñado en enseñarme a bailar. Quizás para que accediera a acompañarla a ella y a Gladis a las veladas bailables del Club, sabiendo que papá estaría más inclinado a darle su consentimiento si un hermano varón participaba de la excursión.
Y así marché con mis dos hermanas y así bailé mis primeras danzas y contradanzas. Porque era costumbre que en un rincón del salón los pequeños bailaran con las pequeñas y de paso no molestaran, supongo, los arrumacos de los mayores.
Nadie me detenía ya. Me sentía un experto en danzas de moda, tangos, milongas, valses, pasodobles, rancheras, maxixas. Para saber qué debía bailar -según pasos recién aprendidos- pasaba rápidamente junto al atril de alguno de los músicos y veía qué clase de composición se aprestaban a tocar.
Fue en esos momentos cuando miro hacia la puerta y veo entrar a dos ojos profundos que recorren el salón y se detienen en los míos. Haciéndome el distraído paso rápidamente junto al pianista que arrancaba en ese momento y compruebo por la partitura que están tocando un tango: “Don Juan”.
Así fue que me armé de coraje e invité a bailar a Ceres el famoso tango, cuyo nombre recién muchos años después pude relacionarlo con los hechos que a partir de aquí se sucedieron. Bailamos en silencio (creo, por otra parte, que nunca habíamos cruzado una sola palabra) y pisotón más o menos, finalizó el tango con el aplauso cerrado de la concurrencia. Pero para mi sorpresa, Ceres se separó de golpe y precipitadamente escapó casi corriendo hacia donde se encontraba su hermana, alcanzando a decirme “no, no bailo más...”
Un amigo, que me vio tan confundido me preguntó qué me pasaba. Le expliqué que después de bailar el tango, ella no había querido continuar y me había dejado en medio de la pista.
¿Un tango? -preguntó mi amigo- Lo que tocaron recién fue un vals…
Por unos minutos todo fue confusión en mi cabeza, me acerqué nuevamente a la orquesta y en los atriles seguía estando el tango “Don Juan”. De golpe toda la situación se me hizo clara. ¡Aquellos músicos cuando ejecutaban piezas conocidas lo hacían de memoria! Y ni siquiera se preocupaban de sacar las partituras de los atriles… Me sentí frente a Ceres como el ser mas estúpido que hubiera pisado la tierra. Se desinflaron mis presunciones de bailarín como a un globo que le cortan la piolita.
Nunca más vi aquellos ojos, digo, nunca más vi a Ceres, porque tampoco acepté en adelante acompañar a mis hermanas al Club. La verdad es que la alcancé a ver de lejos alguna vez que llegó a mi casa de visita, acompañando a sus hermanas.
Al entrar ella por la puerta principal, salía yo por la del fondo. Y no me detenía hasta llegar a la cañada que corría a pocas cuadras de mi casa. Allí entre lagunitas y pequeñas cascadas recuperaba la paz y la infancia. Y olvidaba mis ínfulas de bailarín y don Juan.

La pizza

La casa que en Cerro Chato habitaban mi padre y mis hermanos, y donde yo pasaba mis vacaciones de verano, tenía la particularidad de ser a la vez casa de pueblo y casa de campo, o al campo. Situada en una calle, transversal a la principal, que arrancaba desde la Estación del Ferrocarril hacia el oeste y moría a escasas dos cuadras, justo frente a nuestra casa que era, queda claro, la última de la calle. Desde la ventana del dormitorio que compartía con mi padre, podía extender la vista desde la altura del Cerro Chato hasta muy lejanas ondulaciones azules y temblorosas de distancia. En el bajío, a pocos cientos de metros, excavada en la piedra, la cañada solar de mis cavilaciones, escaramuza inicial del Yi, según versión paterna (y confirmada por mapas que he consultado en estos días).
Al frente, pasando la calle, la cancha de fútbol, celebración dominguera y lugar propiciatorio de encuentros, reencuentros y desencuentros. Una tarde mi padre, junto a varios amigos y vecinos presencian un partido de fútbol sentados en el terraplén de la cuneta de las aguas pluviales. Hablan de la guerra mundial, de los nazis, elogian a Chamberlain… Guerra que recién había estallado -1939- y en menos de un mes Alemania había invadido y ocupado la mitad de Polonia y se había lanzado ya sobre los países limítrofes.
Yo sentado a un costado presenciaba el encuentro futbolero y a la vez escuchaba los comentarios de los mayores.
De pronto, uno de ellos, que al parecer había estado de visita por Montevideo pide silencio para narrar una experiencia que había vivido en la capital. “Saben -dijo- me invitaron a un bar a comer una nueva torta que está de moda y se llama algo así como ¡¡¡PIZZA !!!” (carcajadas del grupo). Debo aclarar que el narrador dijo “pizza” acercando a una jota el sonido de la doble zeta.
Mi padre se levantó entonces como impulsado por un resorte. “¡Vamos, Ariel -dijo con energía- vamos a casa que hay que cortar la leña para esta noche” (yo siempre lo ayudaba en esos menesteres de cortar y apilar astillas).
Y así, abruptamente, nos separamos del grupo, “corruptor de menores” quizás en la rígida concepción paterna.
Recuerdo a mi padre como a un hombre más bien serio y severo. Y un tanto obsesivo. Su vocabulario no excedía más allá de un “carajo” circunstancial o un admirativo “¡la gran puta!”. Nunca en las diferencias hogareñas usó calificativos denostativos (7) para nadie, lo que tal vez determinó que nosotros tampoco los usáramos (ni en casa, ni fuera de ella). Ese buen hábito compruebo que lo continuamos todos los hermanos, en las respectivas familias. Creo que también lo inoculamos en nuestros hijos y ojalá se continúe en nuestros nietos.

La subversión

Transcurría la dictadura de Gabriel Terra y estaban aún frescos los recuerdos de revoluciones y levantamientos. La abuela Paz, a quien habían bautizado respetuosamente “Comandante”, se aprestaba a regresar de uno de sus periódicos viajes a la estancia. Sé que una tarde recibimos un telegrama posiblemente redactado por mi padre que decía algo así como “Mañana a las cinco llega Comandante. LLeva cargamento. Todos a recibirlo.”
Horas después llegan a su casa de General Flores vehículos de la policía y el ejército, requiriendo la presencia del jefe del hogar.
Al principio fue difícil explicar a los oficiales que “el Comandante” era una mujer ¡y de 70 años! Al final todo terminó a las risas. ¿Lo del “cargamento”?: canastas de chorizos y factura de cerdo, producto de la faena anual. Y ése era el cargamento de supuestas armas que todos irían a buscar. Menos mal que no hubo mención sobre el “Capitán”, responsable de la redacción del mensaje, pues tal era el apodo que se le había conferido a mi padre.
Y también, por fortuna, el “Comandante” tenía estancia y no confitería. La explicación hubiera sido mucho más compleja si el cargamento hubiera incluído “bombas” y “cañones”.

La tormenta

Cuando la lluvia torrencial caía en aquellos techos de chapa de zinc producía un ruido que estremecía los sentidos y la piel. Un ruido en oleajes, al ritmo de las ráfagas de viento. Pero la sensación más agradable: la seguridad de aquellas gruesas paredes, la fortaleza de sus vigorosas puertas cruzadas por pasadores y por trancas de gruesa madera. Yo casi me sentía como un capitán de los veleros piratas de Salgari, triunfando sobre el oleaje, poniendo proa al viento en los mares del Sur. Pero aquella madrugada un formidable chasquido y luego una explosión que hace vibrar la casa me sacan instantáneamente de mis ensoñaciones bucaneras. Desde la habitación vecina el grito alarmado de mis hermanas. Hasta que se oye la voz calma pero a la vez imperativa de nuestro padre: “¡No pasó nada, estén tranquilos, fue un rayo, pero ya pasó!” Tapado con la frazada hasta la cabeza, me siento agradecido a aquel extraño artefacto que sujeto a un costado de la casa sobresale varios metros por encima de ésta, terminando en una especie de rara estrella de largas puntas.
Trato entonces de calmarme. Se suceden nuevos estampidos, pero cada vez más lejanos. La lluvia arrecia su redoblar de agua sobre el zinc. Sólo deseo que termine rápido la noche y llegue el día y la luz, que junto con las sombras ahuyentará también mis miedos.

El infinito

Toda una aventura dormir a la intemperie, cara a las estrellas. Cuando el calor de enero era sofocante y también cuando los mosquitos negreaban en los techos esperando la noche para lanzarse en vuelo rasante, mi padre proponía: “¿Qué les parece si esta noche sacamos los catres y dormimos afuera?”
Propuesta que siempre era aceptada con entusiasmo, a pesar de que al amanecer teníamos que cargar catres y otros avíos y continuar -por lo menos en mi caso- durmiendo bajo techo. Lo curioso es que los catres los armábamos en mitad de la calle, frente a la casa. Creo necesario recordar a quienes no conocen el teatro de operaciones que, como ya lo señalé, nuestra casa era la última de la calle, que allí terminaba su recorrido.
Lo hacíamos en ese lugar para alejarnos de parras, enredaderas y árboles del jardín y de la vereda, todos ellos potenciales habitáculos de arañas, gusanos e insectos diversos, que en la época de los hechos eran sensiblemente más frecuentes merced a la inexistencia de insecticidas y plaguicidas vegetales. Cabe recordar también que la escasa iluminación pública de ese entonces cesaba a la una de la madrugada, al terminar a esa hora el flujo de energía eléctrica.
Quien no haya vivido la experiencia de dormirse boca arriba bajo las estrellas, en la oscuridad más completa, despertarse de pronto en medio de la noche y comprobar que el cielo ha girado sobre nosotros, quizás no pueda comprender el imponente misterio del infinito que se experimenta casi como una sensación física.
Una inhabitual mezcla de admiración, de paz íntima y de algo así como temor reverencial al abismo de infinito sobre nosotros, nos aceleraba el pulso y nos agudizaba las percepciones.
La historia la retomo en Montevideo, cuando concurro a visitar a un compañero de quinto escolar, el Cacho Fugasot, que se había mudado a mi barrio, exactamente a un apartamento de un edificio ubicado en General Flores, a pocas puertas de la Farmacia La Paz.
Al atravesar el “hall” de entrada, me encuentro de pronto en medio de dos enormes espejos paralelos fijados a la pared, uno frente al otro. A mis costados una fila infinita de réplicas de mi propia imagen que se curvaba y se perdía borrosa, esfuminándose por los bordes de túneles de luz, formados por las imágenes de incontables espejos.
Después de hacer algunos giros y contorsiones, la exitación hizo que subiera corriendo las escaleras y llamara en la puerta del Cacho urgiéndole a que experimentara él también la sensación de entrar en aquel túnel infinito.
Por supuesto que el Cacho, que ya llevaba casi una semana viviendo en el edificio, era ya un experiente vivenciador del fenómeno. Había hecho ya sus propias observaciones y llegado a sus personales conclusiones. De pronto, se levanta y dice: “Esperame dos minutos que tengo algo que descubrí y quiero mostrarte”. Cuando bajó lo hizo trayendo un envase de cartón de pulidor “BAO”. “Mirá la figura -dijo-; observá que todos bailan alrededor de un tarro de pulidor, que tiene también la misma figura de los bailarines danzando con otro envase de pulidor en el medio y así...” “Y así es el infinito” -fue mi conclusión. Advierto que todo esto puede no tener mucho sentido para muchos de los que lean estas viejas historias, pero tengo la extraña sensación de que el despertar bajo el cielo abovedado de estrellas, los espejos enfrentados y el envase de pulidor BAO, estaban unidos por un mismo invisible hilván significante de un misterio, que nos disparaba la fantasía y a la vez nos sumergía -por decirlo de alguna manera- en una especial hondura de nosotros mismos, difícil de explicar y casi imposible de participar con palabras.

Perra vida

Era todo negro y redondito, por eso le puse el nombre de “Chumbo” cuando llegó a la casa de Marcelino Sosa.
Para ese entonces, yo tenía doce o trece años y adopté a “Chumbo” con incuestionable amor. Poco tiempo después nos mudamos a Ocho de Octubre y allá marchó Chumbito con nosotros. Pero allí no había terreno, plantas, árboles. Sólo un patio embaldosado de amarillo y la casa prohibida para perros. Un patio que Chumbo no tenía otra alternativa que decorar con no muy bien olientes líquidos y sólidos. Entonces vino la orden de encadenarlo a un macetón de gran porte y peso. Pero Chumbo igual se las ingeniaba para arrastrarlo hasta la puerta de la cocina, circunstancia que provocaba el mal humor de los mayores. Por ese entonces, yo asistía al Liceo Héctor Miranda, próximo al Palacio Legislativo, y pasaba gran parte del día fuera de casa. Fue en una de ess ocasiones en que, al regresar ya de noche y buscar a Chumbo para saludarlo y acariciarlo, compruebo que no está.
“Se lo dimos a un carnicero que tiene terreno y allí va a estar mejor”. Fue todo lo que pude obtener como contestación a mis preguntas. Sabía que en mi casa no se hablaría más del tema. Así que nunca más inquirí, ni referí a mi perro o a algo que tuviera que ver con él. Eso lo tenía claro. Que tenía que tragárrmelo todo y que las palabras “Chumbo” y “perro” habían sido desterradas y penalizadas por decretazo familiar. Nunca más cierto aquéllo de “a llorar al cuartito”.

Enrique “el Dotor”

Nuestras edades nos separaban casi tanto como la distancia en que vivíamos. Cuando yo pisaba la adolescencia, el ya era hombre derecho. Quizás esa fue la razón principal para la falta de diálogo entre nosotros. Pienso que en algún momento intenté establecerlo, pero tuve la sensación de que mis palabras no le llegaban. Hay una expresión popular muy feliz: estar en “otra”, en otra cosa. Y fue la sensación que recogí cuando en alguna oportunidad me acerqué a mi hermano con ánimo positivo. Hablamos sí, pero él estaba en “otra”.
Sin embargo recuerdo siempre con emoción las veces en que vino a buscarme a casa de la Abuela, para llevarme al Estadio. Con Enrique presencié mi primer partido de futbol profesional y con Enrique, no podía ser de otra manera, me hice “hincha” de Nacional.
Nos encontrábamos y convivíamos en Cerro Chato durante las vacaciones de verano o parte de ella. Cuando terminó su carrera de escribanía regresó al pueblo, supongo que con mucha alegría porque según propia confesión nunca pudo adaptarse a Montevideo. Ya escribano, su estancia en Cerro Chato no varió de la que tenía cuando estudiante. Vestía invariablemente bombacha criolla y alpargatas y cubría generalmente su cabeza con boina vasca. Arrancaba temprano, el mate en la izquierda y el termo bajo el brazo derecho y desaparecía hasta la hora del almuerzo y a veces hasta la noche.
Lo recuerdo también, posiblemente en años pre-electorales, con ejemplares del semanario comunista JUSTICIA, que él distribuía entre media docena de vecinos o amigos más permeables a una literatura que no fuera “La Mañana” o “El País”. Reconozco su valor en llevar a cabo esa solitaria prédica, que nunca pudo ver fructificar. Cuando llegaba el día de las elecciones sólo aparecía un voto por el PC. No existían dudas de quien era el autor de tan desafiante sufragio.
Años después, en épocas en que Chicotazo integraba el Consejo Nacional de Gobierno, su prédica izquierdista le costó el cargo de Director del Liceo local. Después su autodestierro a Minas, su enfermedad y su muerte en Montevideo. Y agrego: trágica muerte. No sólo por estar vinculada a mezquinos intereses políticos, sino por el simbolismo del proceso de la misma. Enrique “el dotor”, sobrenombre que con simpatía remarcaba su capacidad para la comunicación, el discurso elegante y emotivo, vivió y sufrió sin habla las últimas etapas de su enfermedad debido a la glosotomía que le practicaron intentando detener el proceso tumoral.
Es probable que, como escribano, Enrique no haya llevado a cabo una sola escritura, sospecho que con la desesperación de nuestro padre, que veía esfumarse una ayuda para la menguada economía de la familia. Pero, poco tiempo después, el pueblo empezó a movilizarse por la creación de un liceo y encontró en Enrique su propulsor más entusiasta y dinámico. En esa etapa inicial los docentes eran todos honorarios y Enrique lo fue de historia, geografía, literatura y hasta de francés (es probable que estos datos no sean totalmente correctos o no estén completos). Además de la docencia, fue secretario del Liceo para toda tarea. Hasta creo que los domingos trabajó con pala y rodillo en la habilitación de una abandonada cancha de básquetbol, transformándola en sede de las clases de gimnasia. En estas tareas creo que mi hermano encontró su verdadera vocación: la enseñanza. Y dentro de ella el cultivó de una especialísima relación humana con sus alumnos. (8)
Y al caso valen dos episodios que me tocó vivir con emoción y también con asombro.
Hace ya unos treinta años atrás, Enrique ya fallecido, me llaman en voz alta por mi apellido en un consultorio odontológico. Momentos después, al salir y atravesar la sala de espera, una señora me aborda y me pregunta qué relación tenía con el profesor Alzugaray de Cerro Chato. Cuando le señalo que Enrique era mi hermano, rompe a llorar y con voz entrecortada me dice que Enrique la había ayudado a encontrar sentido a la vida. Y que cuando lo recordaba, y recordaba cómo fue su muerte, sentía como un desgarro por dentro.
El segundo fue unos cuántos años mas tarde. Trabajando como visitador médico me asignan Melo y los pueblos de la ruta siete, para visitar los médicos y farmacias de esa zona. En Batlle y Ordóñez llego hasta la casa de una médica -cuyo nombre no puedo recordar, pero sí tengo presente el de su marido, Benítez, taximetrista en ese entonces-. Cuando me presento, la doctora de Benítez me pregunta qué soy del profesor Alzugaray. Y otra vez: se emociona y los ojos se le llenan de lágrimas cuando le digo que era mi hermano. Entonces, muy conmovida, me dice que “el profesor Alzugaray fue un ser humano excepcional, tanto que cuando me recibí sentí que tenía una deuda con la vida que tenía que pagar en alguna forma… y lo hice atendiendo gratuitamente una policlínica en pueblo… (no puedo recordar el nombre), un rancherío de gente muy humilde, muy pobre. Lo hice en su memoria.”

La esquina de los senderos que convergen

No entro en detalles pues ya lo he contado anteriormente. Pero lo singular del caso es que, siendo yo muy pequeño, mi madre enferma es internada y fallece en un conocido sanatorio ubicado en la calle Médanos (9), a metros de la esquina con Uruguay (esquina noreste).
En la acera contraria, esquina noroeste, existía una vieja casona que funcionaba como casa de citas. Allí tuve mi primer encuentro con la primera mujer que amé en mi vida. Tenía para ese entonces aproximadamente unos 18 años. Los recuerdos de esa noche vivirán conmigo mientras ande, piense y sienta en este mundo.
Y en la esquina sureste, en una casa con dos frentes (para Uruguay y Médanos) nacía en el año cuarenta y seis Estela, mi compañera y madre de la menor de mis hijas, Maia.
En mil novecientos cuarenta y seis yo andaba por los dieciocho años, que son los que le llevo a mi compañera.
¿Esa noche que vive en mi recuerdo aún, podría ser la misma en que ella vino al mundo a pocos metros de dónde yo me encontraba?
Falta una esquina, la suroeste. ¿Será la que completará el cuadrilátero?
¿Será también esa esquina lugar de hechos capitales en mi vida?
Médanos y Uruguay -volviendo a recordar a Borges- ¿será mi propio Aleph?

El álbum

En mi dormitorio -vivíamos ya en la calle Rocha- estaba además del escritorio de la abuela, la enorme ropería de puertas corredizas donde se guardaba la ropa de la estación pasada, de toda la familia. Allí en un estante alto reposaba el bastón que fuera de mi abuelo Ramón. Empuñadura de plata y oro, usual en la época, y que al hacer presión en un botón desprendía un afilado estoque oculto dentro de la caña. Yo, único varón de la casa entre tantas mujeres, lo tenía siempre limpio, envaselinado y a mano por cualquier cosa.
También en uno de los estantes del mueble descansaba un antiguo y pesado álbum (no menos de dos o tres kilos) que reunía la fotografías -todas poses de estudio- de mujeres de largas faldas, algunas con miriñaques y aludos sombreros con abundantes cintas; hombres de grandes bigotes como paréntesis, algunos de galera en la falda, otros de honguito o gorra; tiesos niños de trajecito marinero; ancianas de pulido moño. En fin, el registro gráfico de los ancestros Alzugaray, Gadea, y de pronto algún Lorente o Lorenzo.
Tanto el bastón con estoque del abuelo como el álbum familiar tuvieron un destino inesperado: desaparecieron por decisión unipersonal. El bastón se esfumó en las cuarenta y ocho horas de haber fallecido la abuela. Recuerdo que mi casa se llenó de gente deseosa de expresar su solidaridad por la muerte del “Comandante”. La orden en la casa era cerrar todo con llave, candados y trancas en todas las cavidades que pudieran atraer la curiosidad de los visitantes. Pero algún deudo nostalgioso, quizás queriendo calmar el dolor por la pérdida, recorrió la casa hurgando en baúles, roperos y cajones que quedaron sin traba tal vez buscando el recuerdo que le permitiera tener presente al ser querido.
El álbum se esfumó bastante tiempo antes. Extrañado al no verlo en su ubicación habitual, hice con discresión las averiguaciones del caso. Al parecer la tía Florentina, consagrada a la soltería para cuidar a su madre, lo había rociado con queroseno y luego acercado un fósforo. Así habrá sentido tal vez que borraba su pasado, su juventud, su cutis terso de lejanos días, la pulida comba de los hombros: quizás así incineraba sus sueños, la derrota de su vida, la ofrenda de su existencia a una madre endurecida, dominante y hasta tiránica.

El cardenal amarillo

Canaritos en la parte inferior y cardenales en la superior de la gran pajarera de techo curvo que se asentaba en cuatro largas patas, al extremo del patio posterior en la casa de la calle Rocha. Y ese extremo venía a quedar exactamente frente a la puerta de mi dormitorio. En verano, a las primeras luces del alba que entraban por un gran portón vidriado y por la claraboya, comenzaba el concierto de trinos y piares. En especial un cardenal amarillo, que tenía un canto particularmente agudo, era quien me pinchaba el sueño cada amanecer cuando muchas veces por quedarme leyendo hasta muy tarde de la noche era breve el tiempo que llevaba durmiendo. Con un chistido lograba silenciarlos uno o dos minutos, pero recomenzaban enseguida, tímidamente. Y a poco, a plena orquesta… Fue entonces que ideé un procedimiento aún no patentado para acallar sus afiladas dianas.
Por azar, un día había advertido el temor y la agitación que provocaba en la pajarera la limpieza que Convención hacía, esgrimiendo un grande y largo plumero en las inmediaciones de la misma. Cuando quedé solo, recuerdo que tomé el plumero y lo acerqué a uno de los costados de la pajarera. La desbandada y el pánico fue general, se prendieron de los alambres del lado más alejado del plumero y allí quedaron, pobrecillos, aterrorizados, hasta que retiré el artefacto emplumado. No cabía duda que instintivamente lo asociaban con un ave de gran tamaño, quizás con un ave de rapiña. No cabía otra explicación. Así fue que ideé un sistema de hilos que pasando por la banderola de la puerta de mi dormitorio sostenía un plumero unos metros por encima de la pajarera. Cuando el cardenal amarillo lograba despertarme de madrugada sólo tenía que dar un poco de hilo al sistema y dejar caer el gran plumero sobre el techo de la jaula. Después de un agitado aleteo se hacía el silencio. Si al rato se animaban a iniciar un trino daba unos tirones al hilo, el plumero se sacudía amenazante sobre la pajarera, y podía disfrutar de pronto de una media hora más de sueño.
Con el tiempo pude perfeccionar y simplificar el sistema. A la noche, ya los pajarracos dormidos, les colgaba al costado de la jaula un buen espejo. La presencia de un “competidor” ponía muy nervioso al trinante o tronituante cardenal, que se entretenía entonces en atacar y picotear su propia imagen reflejada en el espejo. No tenía otra opción: necesitaba dormir y a los pajaritos no se lo podía hacer entender. Pero no dejaba de sentirme culpable torturador y los compensaba a mediodía compartiendo las verduras del infaltable puchero, especialmente con el cardenal amarillo que en este caso prefería voluntariamente dejar de lado su canto para llenarse el pico con las exquiciteces -para el gusto pajaril- que yo insertaba entre los barrotes de alambre.

Pantalón largo

El pasaje de la infancia a la adolescencia estaba marcado por el largo del pantalón. Sobre la rodilla hasta los doce o trece años -según desarrollo físico, estatura y vellosidades-; en adelante se alargaba abruptamente hasta sobrepasar el borde del zapato. Pero este salto a veces se hacía con discontinuidades, ya que en muchos hogares la familia no podía darse el lujo de dejar fuera de circulación pantalones que todavía estaban nuevos. Recuerdo muy bien a Valassi, compañero de primer año de liceo que alternaba ambas medidas con demasiada frecuencia. Lo bautizaron entonces “punto y coma” y nunca más pudo deshacerse de ese mote. Para mi fortuna el cambio de largo de mis calzas se hizo de un día para otro.
Una tarde Tina me acompañó a la sastrería “Pablo y Blanco”, en Rondeau y Mercedes, la que al parecer estaba liquidando ropa para niños y adolescentes. De allí salimos portando mi primer traje de pantalón largo, un ambo azul clarito con rayitas verticales blancas. Por fortuna días antes había heredado un pantalón largo de mi primo Bocho, casi nuevo pero que no había podido soportar un imprevisto estirón de su dueño. Al día siguiente era sábado, y ése era el día indicado para la tarde de cine, la función matinée con tres películas por quince centésimos. En la mañana nos combinamos con el Macho y el Pitoche para ir juntos esa tarde al cine Avenida, en la calle San Martín. Estaban exhibiendo “El Imperio Submarino” y nadie quería perderse tan apasionantes episodios. Como siempre, quedamos en encontrarnos en la esquina de la barra: Blandengues y Marcelino Sosa.
La sorpresa fue al encontrarnos: los tres con el mismo traje azul “a rayitas”! De inmediato fuimos el centro de todas las burlas, todos los motes, todas las preguntas. Optamos por salir rápido hacia el cine, pero luego de caminar una cuadra nos detuvimos, elegimos seguir separados por unos cincuenta o sesenta metros, entrar al cine sin aproximarnos y sentarnos lo más lejos posible. Cuando salimos ya casi de noche, dos cosas nos ayudaron a soportar posibles miradas curiosas: una, la oscuridad de las calles de aquella época, iluminadas apenas por dos o tres escuálidas bombitas por cuadra. Otra, la imperiosa necesidad de cambiar impresiones sobre el héroe vaquero Buck Jones o Tom Mix, o la fantástica actuación de Peter Lorre como capo mafioso aficionado a la música clásica.

El tío Oscar

De complexión gruesa, un metro noventa aproximadamente y más de cien kilos, lo tengo en mi retina vistiendo siempre traje oscuro, corbata de moñita y sombrero de fieltro; también en ocasiones, rancho de paja. Carácter afable, más bien bonachón, fue territorio propicio para que la tía Maruja -su esposa- marchara marcialmente y, luego de atrapado en el Registro Civil, lo manejara como a un niño.
La tragedia para el tío Oscar fue que, a poco de casado, cerrara la empresa de venta de autos Berro & Bofill, en la que trabajaba como cajero y quedara desempleado, y para siempre. Porque de ahí en adelante el tio Oscar subsistió haciendo cobranzas y llevando contabilidades de comercios y pequeñas empresas.
Creo que su mujer nunca le perdonó sus déficits como proveedor de bienes. Se “paró en los pedales” y lo “mandoneó” al mejor estilo Comandante Paz por el resto de sus días.
En lo que a mi respecta, tengo de Tití (así lo llamaba de pequeño) el mejor de los recuerdos. Cuando Walter, el mayor de sus dos hijos, tenía edad y piernas para salir los domingos, siempre era yo invitado a esas excursiones. Recuerdo así los safaris tranviarios a Colón, el “excitante” puente sobre las vías, la estación, las caminatas por la Avenida Lezica; la barra de Santa Lucía, con su tranvía híbrido con ferrocarril, el Prado con su calesita impulsada a tracción de niños harapientos y el vals “Sobre las olas”, un 78 revoluciones que se sobreponía penosamente a un coro de rayaduras, acompañando los giros del ruinoso tío vivo. Y el lago (laguito) del Prado con la vuelta en la lancha que atravesaba un “emocionante” y oscuro túnel. En verano madrugábamos los tres para acampar a hora temprana en las rocas de Buceo. Él me enseñó a arrancar los mejillones de las rocas donde rompía el mar, abrirlos y comerlos crudos. Increíble ésto, porque hoy nos cuesta pensar, primero, que en el Buceo hubiera mejillones; segundo, que se pudieran comer ¡y crudos! El agua en esa época era tan clara y limpia que nadie dudaba en saborearlos, así, al natural.
Tendría yo unos quince o dieciséis años cuando el corazón del tío Oscar dijo basta y se partió. Nos avisaron que estaba caído en la vereda, en General Flores, frente a la pollería de los Bianchi. Allí corrimos para llevarlo a su casa en un taxímetro. En ese entonces no existían servicios de emergencia, equipados para esos casos. Los infartos se trataban a domicilio, el enfermo acostado siempre y en lo posible en la más absoluta inmovilidad. Así lo tengo en mi memoria boca arriba, respirando con dificultad. Todos nos turnábamos para acompañarlo dia y noche, pero su agonía duró solamente cuatro o cinco días más.

El carrillón

En épocas de mi niñez no se nos consultaba sobre paseos, viajes, salidas o visitas. Momentos antes se nos decía simplemente: “A vestirse que vamos a tal o cual lado”. Y sin poner objeciones obedecíamos siempre a participar del programa elegido por los adultos.
Ahora bien, si había un lugar qu particularmente yo rechazaba era la casa de los tíos Ponciano e Isolina. Vivían en ese entonces en la calle Gil, en las proximidades del Prado. Recuerdo su casa con desagrado. Era sombría, triste, sin niños. Supongo que los tíos -ambos Alzugaray, primos entre sí- no habían querido arriesgarse a tener descendencia. Esa circunstancia en esa época pesaba mucho y marcaba decisiones de ese tipo. Alli, cada tanto, marchábamos de visita. Yo me sentaba, me veo con los pies colgando, sin llegar al piso, atento a percibir en la conversación signos de agotamiento que auguraran la partida. Pero por sobre todo había algo que me desagradaba y me producía cierto miedo: el gong de un carrillón, que cada quince minutos desmoronaba una melodía, para mi escalofriante.
Y cuando alguno de los mayores decía “bueno, creo que nos tenemos que ir” yo ya estaba parado en la puerta cancel.
Sucedió que al pasar los años murió primero la tía Isolina. El tío Ponciano se quedó solo y se fue a vivir al Hotel Términus, frente a la Estación Central del Ferrocarril. El nombre del hotel resultó premonitorio, porque tiempo después también terminaron los dias y las penurias del tío Ponciano.
Y, como no dejaron herederos directos, sus efectos personales se repartieron en la familia, entre los hermanos. ¿ Y qué vino a dar a mi casa? El carrillón tan temido.
Fue instalado en el comedor, exactamente ubicado al lado de mi dormitorio, que estaba -como todas las habitaciones- comunicado por una puerta lateral. Cuando eso ocurría creo que yo andaba ya por los dieciocho años y vivíamos en la calle Rocha. A pesar de que las vivencias de niño y los recuerdos de la calle Gil estaban lejos, el lúgubre carrillón sonando noventa y seis veces en las 24 horas era bastante más de lo que podía soportar. Opté entonces por una táctica disuasiva. En la noche, cuando llegaba a casa (podía ser a cualquier hora) lo primero que hacía, era detener el carrillón. Al siguiente día, alguien de la familia advertía su silencio y lo ponía en marcha nuevamente, hasta que yo lo detenía otra vez. Y así pasó el tiempo, se turnaron relojeros varios, pero nadie podía acertar con la dolencia que aquejaba al viejo reloj. Al final, lo abandonaron a su suerte, que indudablemente fue la mía.
Para rematarlo definitivamente recuerdo que al final de un almuerzo, a los postres, alguien comentó la extraña conducta del reloj carrillón. Como al pasar, yo dije que había sentido historias de antiguos relojes que se negaban a funcionar cuando morían sus dueños. Después de un silencio muy cargado de significaciones se trató de cambiar de tema, pero no se encontraba otro.
Lo positivo es que nadie discutió ni puso en duda mi afirmación, pero me di cuenta que me había ganado tres aliados: mi prima Elsa, que sin soltar la cuchara dejó sin terminar su postre. Y, desde la cocina, Convención y Olga, que cesaron su entrechocar de cuchillos y golpetear de sartenes y de ollas.

La venganza

Con Elsa, mi prima hermana -siempre dije más hermana que prima- tuvimos encuentros y encontronazos. Solidarios a veces en luchas por causas perdidas, otras nos enfrentamos en lucha abierta por intereses contrapuestos. Y a veces, como suele suceder entre hermanos, hubo momentos de verdadera guerra. En cierta oportunidad -vivíamos para ese entonces en la calle Rocha- pasaba yo frente al dormitorio que Elsa compartía con la tía Florentina, cuando la escucho en plena gestión acusatoria hacia mi persona: ...que “Ud. tía, debe ser más dura con él” ...que “fíjese en lo poco que estudia”... que “mire la hora en que llega todas las noches” …y otros etcéteras por el estilo.
Arrastré una silla frente a la puerta del dormitorio para que advirtiera mi presencia. Nada dije, pero cuando crucé el vano la miré fijo a los ojos unos segundos para que comprendiera que había oído todo su alegato. Seguí luego mi camino imaginando y disfrutando de antemano mi venganza. No fue muy complicado ponerla en práctica.
Sabía que Elsa estaba atrapada por un radioteatro que Isolina Núñez lanzaba al aire todas las noches a la hora 22.
Así que hube de quedarme en casa a esa hora por varias noches. Ocho o diez minutos antes de que finalizara el episodio, comenzaba con el operativo para interferirlo. Colocaba la veladora bajo las frazadas -asegurando el secreto del mismo-, aflojaba ligeramente la lamparilla y luego, haciéndola oscilar rápidamente, provocaba descargas y ruidos en la línea que hacían inaudibles las palabras de los actores.
Desde mi dormitorio -en el otro extremo de la casa- oía las maldiciones y los puñetazos que sobre la inocente radio descargaba la prima Elsa, que no podía explicar la coincidencia de las descargas a las diez de la noche, justo en los días en que culminaba el drama.
Al finalizar el mes terminaron simultáneamente el radioteatro y los ruidos de “estática”.
Al día siguiente compré una tarjetita, de las de “duelo”, blanca con ribetes negros. Se la dejé sobre la cama con unos versos que creo recordar decían algo así como: “Sé que has de tener en cuenta / lo poco que rinde el odio / y perder el episodio / por los ruidos de tormenta”.

El rezongo

Mientras me transporta el 117 al sanatorio del CASMU -donde está internada Estela, hoy julio 13 de 2000- la palabrita “rezongo” danza en mi cabeza, se descompone en sus partes, la dejo resonar. Me acerca ecos de zonzo, de hongo, de son, de rezo... Si, sí, ahí está: el rezongo (sin destinatario, claro está) tiene mucho de rezo. Se parecen en la palabra murmurada, monotonal. Se diferencian en que el rezo generalmente agradece, si suplica lo hace con humildad, expresando confianza y aceptación. El rezongo es la queja sin destinatario, la valvulita que descomprime la frustración, la represión, la desesperanza. El rezongo nace y muere en sí mismo. Las palabras del rezongo son de vuelo corto, se apagan a corta distancia, se reiteran monocordes, no esperan respuesta, porque están dirigidas a quien las emite. Por supuesto que está también el dar un rezongo. Y ahí tiene el significado de una admonición, de una reprimenda, un llamado a cuentas, una advertencia enérgica. Yo me refiero, para que quede bien claro, a ese rezongo que es como pensar en voz alta, que acompaña el quehacer diario de muchas personas y que en general tiene un tono recriminatorio.
¿Y a qué viene todo esto del rezongo?
Sucede que me crié, viví infancia, adolescencia y juventud, no sé si en la capital del rezongo, pero con seguridad en una de sus sedes más relevantes.
El rezongo que acompañaba el trajinar casero de la tía Florentina, especie de reverbero de maldiciones, ayes y quejas. Quizás la protesta en voz baja por el sinsentido de su vida, por su sexagenaria adolescencia embretada en una dimensión criolla de la “idishe mame”, no menos exigente y voraz que la original.
Elsa “rezongaba” a nivel de súbdito, digamos, rezongaba a cuenta de otros, pero con el tiempo tambien rezongó por .la restricción que le imponían a su vida, por su falta de libertad, por la censura ejercida implacablemente por la tía (10) que la confinó por años a la soledad y la privó de la amistad y camaradería de sus pares.
En cuanto a Convención, rezongaba en el ir y venir de sus quehaceres. Lo que no podía o no se atrevía a decir confrontando, lo decía rezongando.
A veces pienso que el rezongo tiene una tonalidad paranoica. Las cosas malas están siempre afuera de la persona, lo de afuera es lo que motiva la angustia, la infelicidad, el dolor. Y creo también que el rezongo oficia también como una especie de conjuro. En su retahila nombra, al nombrar identifica sus perseguidores y puede mantenerlos a raya.
La que rara vez rezongaba era el comandante Paz. No tenía necesidad de hacerlo, porque nadie ni nada la limitaba. Lo que sentía lo decía. Y a los gritos, previniendo dudas y malentendidos y cortando de raíz posibles objeciones.
Y lo que quería, lo hacía. Sin escuchar opiniones. Y si podía, menospreciando a quien se atrevía a aconsejarla, sin habérselo pedido expresamente.
Y para quien discrepara, un gesto helado y despectivo.
Y para quien la contradijera, su vozarrón. Acompañado por una mirada que lo recorría desde la raíz del pelo a la suela del zapato.

Papá psicodramatista

Después de almorzar, cuando se hacía el silencio y todos dormían la siesta, me daba el gran placer de arrancar varios racimos de uvas y disfrutarlos al amparo y resguardo de algún macizo de plantas o en el centro mismo del tupido cañaveral. En especial tengo presente un día en que, ocupado yo en el dulce menester de devorar dulcísimas uvas de nuestro parral, siento la voz de mi padre que se acerca dialogando animadamente, pero… ¡nadie lo acompaña! ¡Habla consigo mismo! Pero habla dialogando con un interlocutor invisible. Hace gestos adecuados, y cuando él se contesta (el otro) inflexiona la voz como lo haría la otra persona. Hoy le puedo dar un nombre: dramatización. Es evidente que hacía una especie de dramatización de hechos futuros, anticipando argumentos y contestaciones probables, a efectos de familiarizarse y anticiparse en su manejo.
El tema de ese día era el baile que esa tarde o noche o el fin de semana se llevaría a cabo en el Club, y la que hablaba (a través de papá) era mi hermana Dalila: “Papito, van a ir las de… con su madre, también estarán fulana y doña mengana”. Y papá que prueba a ensayar esta contestación: “Si, si… pero ya esta semana fueron al Club el sábado y el domingo… ¿y otra vez?”
“Pero papá -y ahí es Gladis la que interviene- yo no pude ir, te acordás que estuve en cama con fiebre.” “Por eso mismo, por eso -contesta mi padre-; recién te levantás de la cama y ya querés ir a bailar. Podés transpirar y después enfriarte, no, no...”
Y así, mientras va y viene en distintos menesteres, ensaya argumentos y réplicas a la solicitud que sospecha inminente, de mis tres hermanas. Yo sabía por experiencia en cómo iba a terminar este fantástico diálogo. Siempre resultaba la carta final a la cual se jugaban mis hermanas. “Pero papá, Ariel va a ir con nosotras.”
Por supuesto yo no había sido consultado al respecto y en ese momento me acababa de enterar de mi salida el domingo. Pero mis hermanas sabían que podían contar conmigo. Como siempre, regresarían de madrugada haciendo tremendamente lentas las diez o doce cuadras que separaban al Club de mi casa. Yo adelante -unos veinte metros-, ellas detrás achicando el paso a medida que nos acercábamos a casa. Las despedidas eran en la esquina. Yo, discreto, sólo echaba una rápida mirada antes de empujar (llave no existía) la puerta del frente y caminar por la galería los escasos metros que me separaban de mi dormitorio.

Guerra a los mosquitos

Sólo existía el FLIT, y los nebulizadores de latón para proyectarlo. A tal punto que, por ser el FLIT el único producto insecticida conocido, se transformó posteriormente en el sustantivo que denominó todos los insecticidas que se pusieron a la venta en el futuro. Hasta apareció el verbo flitear (nebulizar un insecticida). En realidad pasó así con todos los nuevos productos que fueron apareciendo en plaza. Pebeco, la primera pasta dental que ganó el mercado, fue sinónimo de pasta dental por muchos años. Era frecuente ir a la farmacia a comprar un “pebeco” marca Kolynos, por ejemplo. Pasó lo mismo con la marca “champion” por ejemplo, que hasta hoy denomina al calzado deportivo (cuando era niño se denominaban “zapatillas”).
Antes de acostarnos, cabe señalar que la “acostada” en esos tiempos era un fenómeno de grupo. En una casa llegaba la hora de “acostarse” y todos se iban a dormir. Creo que esa costumbre, que se fue perdiendo, era consecuencia de la precariedad de las fuentes de luz. Las lámparas o candeleros con velas se trasladaban después de la cena desde el comedor y los lugares de estar a los dormitorios. Y se producía así una especie de traslado en masa de la familia desde los recintos del día a los alojamientos del reposo.
Previamente los dormitorios habían sido “fliteados” abundantemente. Se entraba a ellos al rato y sólo se abrían puertas o ventanas, después de apagar la luz. Por supuesto que la calma duraba un par de horas, a lo sumo. Al disiparse el insecticida, los mosquitos volvían a la carga.
Pero una tarde sentimos que padre entra jubiloso. Ha adquirido en el almacén de Lorigado un maravilloso disco verde que protegerá a todos de los mosquitos. Recuerdo que el tal disco hubo que separarlo en espirales que nuestras manos inexpertas redujeron a múltiples trozos. Lorigado le había vendido a nuestro padre dos espirales, pero se las entregó sin soporte, ni le explicó (quizás no lo sabía) que las espirales sólo se mantenían encendidas en posición horizontal. Fueron entonces inútiles nuestros esfuerzos para prologar la lumbre sosteniendo los trozos apoyándolos en clavitos en la pared, pero de todos modos los mosquitos enfrentaban ya su primera batalla perdida. Quizás no fueron derrotados, pero la guerra seguiría hasta hoy año 2000, con las tabletas insecticidas y los vaporizadores conectados a la red eléctrica.

Los trabajos y los días

Releo lo ya escrito y compruebo que he dado una imagen que no se corresponde totalmente con la realidad. Si bien en las vacaciones aprovechaba para holgazanear, vagar, treparme al ciruelo a la hora de la siesta con fines depredatorios, leer en mi refugio de los colchones, balancerme en la hamaca que padre me había colgado en una viga del galpón, ensayar con el Chicato y el Yoyo los efectos sonoros de los hondazos en los techos de zinc del vecindario; bueno, también había jornadas de trabajo, responsabilidades y siestas ineludibles. De la quinta, al fondo de la casa, se sacaban todas las verduras, tubérculos, choclos, leguminosas y frutas que se consumían durante todo el año. Todo lo vegetal de la alimentación era producto del trabajo constante de padre en la quinta. Alguna vez, cuando la labor por razones zafrales supongo era excesiva, se buscaba ayuda y se contrataba un peón por un período corto de tiempo. Pero para las ayudas puntuales, ahí estaba yo, si me podían dar caza o detectar mis escondites. Y tengo que reconocer que una vez en la tarea de la tierra, créase o no, me resultaba gratificante. Desde plantar la papa a recoger las lechugas o deschauchar arvejas.
Aunque algunas cosas me divertían más que otras. Como por ejemplo cooperar con mi padre en el descubrimiento y combate de las hormigas. Mi padre bombeaba humo tóxico con una máquina a la que se ponían brasas en una especie de quemador, y ahí marchaban humo y veneno accionados por algo así como un inflador vertical conectado a la boca de hormiguero. ¿Y cuál era mi función? Con un balde con barro y una pala, a los gritos de papá, corría de un lado a otro tapando con lodo las otras salidas del hormiguero que se detectaban -a veces- a la distancia, por la columna ascendente de humo que salía de la tierra. También, además de los ineludibles “mandados” -por suerte escasos- era el encargado de cortar en el picadero los trozos de troncos en pequeñas astillas, apilarlos construyendo perfectas torres rectangulares -que permitían la circulación del aire- y luego transportarlos para la provisión de la cocina “económica”, que así se llamaba a las cocinas alimentadas por leña.
Debía asumir también la responsabilidad, cuando ya estaba pronto el “coaker” (¿?) que papá tomaba como cena, de ir a buscarlo al Club Unión, donde generalmente se enredaba al atardecer en una rueda de truco con sus amigos. Se jugaba por “un realito” decía padre (una moneda de diez centésimos).
También en alguna oportunidad no pude salvarme a tiempo de la requisa para la siesta. Padre oscurecía casi totalmente el dormitorio, hasta colgaba una frazada tapando así la ventana. Pero en cierta oportunidad quedó un resquicio a pesar de tanta protección. Un rayo de luz se proyectó, reflejado en lo alto de la pared. Y allí, maravillado, vi desfilar gallinas y pollos, que circulaban, picoteando, al costado de la casa. Pero, cosa inexplicable en ese momento, fue que la película se proyectaba invertida: las aves desfilaban caminando con las patas para arriba y la cabeza hacia abajo.
La explicación de tan extraño fenómeno, que no dejó de preocuparme, la obtuve tiempo después, cuando los Núñez, nuestros vecinos, nos prestaron unos tomos de la colección “EL TESORO DE LA JUVENTUD”, amena enciclopedia ilustrada que era en la época la última palabra en publicaciones de ese tipo. Allí fue que me encontré con la descripción del fenómeno de la “cámara oscura” principio básico de la fotografía y el cine.
Y pude, finalmente, gracias a las precisas indicaciones de la enciclopedia, entender porqué los pollos caminaban “patas arriba” por la pared.

Maravillas de la tecnología

Los primitivos receptores de radio además de su gran tamaño tenían un peso considerable, por lo cual una vez que se alojaban en un lugar -en un ángulo de la habitación, generamente sobre una mesita- era en forma definitiva. De allí se moverían sólo en caso de mudanza o de traslado total de los muebles de una habitación. Eso limitaba su utilización por una persona, por ejemplo, que por estar enferma en cama se encontrara a varios metros del aparato. Por otra parte, en ese entonces había que esperar para encender el receptor a que llegara la noche y comenzara el flujo eléctrico, que continuaba hasta la una de la madrugada
Explico todo esto porque en cierta oportunidad mi hermana Irma, afectada por una persistente grippe, tuvo que mantenerse en cama durante largos días, esperando supongo con ansiedad que el sol se ocultara para pedir a alguno de nosotros que le conectara la radio. Fue en esas circunstancias que fui testigo de un acontecimiento que quedó para siempre en mi memoria.
Una tarde Irma me llama y me pide que vaya a lo de Paco Delgado y le pida en préstamo por unos días una radio portátil que, como novedad, había traído el tal Paco de su último viaje a Montevideo. Y así, portador de una esquelita de mi hermana, marché una mañana a la oficina de Paco. Y regresé con la radio, como pude. Tenía forma de valija y el tamaño de una máquina de escribir (de las grandes). Batería de plomo, como las de los autos, a la que había que vigilar y reponer el agua destilada. Eso determinaba que el artefacto pesara tremendamente. Cambiándolo de brazo cada pocos metros y con innúmeras paradas logré, agotado, llegar a mi casa con la radio “portátil”, maravilla del año 38 ó 39, no más. Recuerdo que entre los vecinos se corrió la noticia de tal acontecimiento. Muchos llegaron a casa y con la boca abierta presenciaron el fenómeno. Como se creía que las transmisiones venían a través del enchufe y el cable eléctrico resultaba totalmente incomprensible que voces y música surgieran de una valija sin conexión alguna.

La abuela Paz (“El Comandante”)

En las familias existía un riguroso escalafón jerárquico. Razones de sexo y edad eran en general los determinantes del mismo. La abuela, que murió bien pasados los noventa, tuvo el mando de la casa y el monedero en la falda hasta sus días finales.
Si bien se despertaba temprano, gustaba quedarse en cama un buen rato. Siempre tenía alguna “chica” que los padres le entregaban para “criarla”, y que se ocupaba de su servicio personal. Cebarle mate y leerle -si sabía hacerlo- las noticias de la agencia Contelburó que publicaba el diario “La Mañana” en su sección de negocios rurales. El mate -creo recordar, era dulce- y acarreado, o sea que se cebaba de la caldera en la cocina y recorría luego quince o veinte metros en manos de su portadora hasta llegar a quien lo sorbería.
La agencia Contelburó publicaba los telegramas de Sydney y Melbourne, dando cuenta del precio y las cotizaciones internacionales de la lana. Porque el Comandante, a sus noventa años, seguía estando al tanto de todo. Y era la que tomaba las decisiones: vender ahora o guardar en barraca esperando mejores precios. Si bien alguno de sus hijos podía aventurar un consejo (“mamá, creo que no le conviene vender ahora”) vaya ésto a modo de ejemplo; la decisión última siempre era de “mamá”. Todos la trataban de “usted” y bajaban los ojos al suelo y callaban cuando ella levantaba el tono de voz.
Y no olvidemos que a esa altura los hijos que aún vivían andaban entre los cincuenta y los setenta años
Al levantarse ocupaba en su sillón de hamaca un sitio estratégico dominando dormitorios, cocina, puerta de entrada de la casa, salida al fondo, cocina. Nada le era inadvertido. Estaba al tanto de los precios, desde una lechuga, un litro de leche o un frasco de Untisal, para fricciones. Cuando daba dinero para la compra de alguno de esos elementos, al regresar el mandadero ella sabía casi exactamente el vuelto que había que entregarle. Y ¡guay! porque si no coincidía con su cálculo su bastón podía levantarse amenazante.

Infancia y adolescencia del “Comandante”

Es posible que los datos que poseo no concuerden exactamente con la realidad, pero les cabe un aceptable grado de aproximación con los hechos. Ya señalé al comenzar estos relatos que la abuela había nacido en la Unión y casada muy joven -aún adolescente- se instalaron con su marido en Nico Pérez, donde pusieron comercio de Ramos Generales, probablemente no mucho más que una pulpería.
Nacida en la Unión -téngase presente que Artigas había muerto apenas diez años atrás- en una época que aún esa zona no era un barrio de la capital sino un pueblo alejado de la misma y comunicado por jinetes, sulkys, carruajes y carretas (el transporte de carga de la época). En la Unión vivían hermanos de sus abuelos paternos entre los cuales ella recordaba perfectamente al “tío Lázaro” (Lázaro Gadea) sacerdote católico de la orden saleciana. Contaba la abuela que siendo pequeña acostumbraba con sus primas de la Unión a espiar por el ojo de la cerradura al tio Lázaro, que ya hombre mayor se encerraba en su estudio para ensayar en voz alta los discursos que luego pronunciaría en el comité político. Al parecer el tío Lázaro, a pesar de sus años -tendría para ese entonces setenta y cuatro o setenta y cinco- tenía además de vivo el genio, agilidad suficiente para sorprender a las pequeñas espías. Más de una vez tomando un arreador que tenía colgado en la pared abrió la puerta de improviso, haciendo estallar el látigo sobre las cabezas de las pequeñas, que huían entre gritos y risas. Decía también la abuela que don Lázaro ensayaba sus discursos frente a un gran retrato de Artigas que tenía colgado en la pared.
Esto sí que no deja de llamar la atención, pues si hubo un retrato del prócer no llegó a nuestros días, donde sólo se conoce el dibujo que Diógenes Hequet hizo del prócer cuando ya se encontraba en su retiro del Paraguay. Cuando recogí éste y otros relatos de boca de la abuela Paz habían pasado ya ochenta o más años de los hechos, razón por la cual ciertos detalles pueden haberse confundido. Por ejemplo: ella decía que el abuelo Lázaro había sido uno de los Treinta y Tres Orientales. En realidad el curita apenas desembarcó Lavalleja renunció a su cargo docente en Montevideo y corrió a alistarse como capellán de los Treinta y Tres.
Afirmaba también la abuela Paz que los Gadea descendían directamente de Artigas. En verdad que nunca tomé muy en serio ese dato. Pero rebuscando entre libros que detallan vida y obra de los personajes de la época parecería que la abuela tenía cierta razón. Lázaro Gadea, el capellán, nace en 1793 y muere en 1875, es decir que vive hasta los 82 años. Deducimos entonces que en los cuentos de la abuela, don Lázaro andaba por los setenta y pico. Hay otro Gadea en la historia y es Santiago, y de ahí debe venir la confusión del Comandante. Éste sí integró como teniente la nómina de Lavalleja. Pero Santiago, que habría sido primo de Lázaro, murió en 1849, cuando aún la abuela no había nacido. En el libro del nomenclátor de Alfredo Castellanos se dice que la abuela paterna de Santiago Gadea, doña Rosa Escobar Carrasco, era prima de Martín Artigas, el padre de don José. Por lo cual don José habría sido algo así como tío abuelo de Santiago Gadea, que su vez habría estado ligado por igual grado de parentesco con doña Paz Gadea.
Rastros de prosapia patricia tendría el Comandante. Recuerdo que para el día de su cumpleaños recibía siempre un telegrama del doctor Luis Alberto de Herrera, que no la conocía personalmente, pero su afición (y profesión por la historia) le habrían indicado la proximidad y contemporaneidad del Comandante, rastro vivo aún de las generaciones que hicieron la patria.
Cabe señalar también un último dato que recogí del autor antes mencionado: dice que Lázaro murió el 6 de julio de 1875, en su casa de la Unión. Esta circunstancia coincide evidentemente, en tiempo y lugar, con las historias de la abuela (11).

Los últimos años del Comandante

La casa de la calle Rocha se disponía en un perfecto triángulo, en uno de cuyos vértices la abuela, ya nonagenaria, se sentaba de la mañana a la noche (salvo a la hora de la siesta) supervisando desde su atalaya todos los movimientos de la casa.
Hacia un lado vigilaba desde la puerta de la calle a las entradas de sala, antesala, comedor, dormitorios, baño y patio que se disponían a lo largo de la extensa galería vidriada. Hacia su derecha, no perdía movimiento alguno en la cocina, dependencias de servicio, entrada y salida del fondo, y por la ventana final vigilaba glorieta y habitaciones situadas más allá de la casa (entre ellas, la mía). Sobre su falda el monedero, el que sólo abría previa explicación de la compra y la necesidad de efectuarla, cantidad, calidad, marca, precio, etc.
Y por supuesto que luego exigía, además de la inspección visual, el vuelto exacto, tras la justificación del gasto realizado. Se tratara de una caja de fósforos, de una lechuga, de la cuenta de los diarios o la carne para el día.
Además, desde su observatorio divisaba toda persona que entrara o saliera de la casa, o que tocara el timbre simplemente, fuera por la puerta principal o por la del garaje, que también se encontraba bajo vigilancia. Esos años fueron dificiles para todos porque el carácter del Comandante había perdido todo rasgo de dulzura, si es que alguna vez lo tuvo.
No admitía risas, ni que se hablara fuerte, ni que se escuchara música, ni que se cantara. Por supuesto que la radio estaba absolutamente prohibida: “Si siento ese gramófono -era su grito de guerra- lo voy a partir de un hachazo.” En esa época en la casa existía solamente un receptor, el que la tía Florentina compartía con Elsa en el dormitorio (sólo se encendía de noche, cuando el comandante se acostaba). En alguna oportunidad hube de pedírselo en préstamo a la tía, algún domingo por la tarde, para escuchar la transmisión futbolera de don Carlos Solé.
Entonces, con la generosa complicidad de Convención, montábamos el operativo radio. Yo esperaba a cruzar la galería cuando sentía que una olla con su tapa se venían al suelo en la cocina. Entonces, sabiendo que la atención y la mirada del Comandante se dirigían hacia la cocina, atravesaba rápidamente los tres metros de la galería, saltaba una de las ventanas corredizas y agachado, ya fuera de la casa, casi arrastrándome, me deslizaba a lo largo de veinte metros de vidrieras hasta llegar a mi habitación, situada más allá de la glorieta, donde florecían todas las tardes los enormes y blancos “paraguas de novia”.
Todos sin excepción (me incluyo) temíamos al Comandante, desde sus propios hijos a las empleadas. El golpeteo de su bastón al acercarse era comparable a un toque de alerta militar.
Costará creerlo, pero las cosas eran así. Cuando alguna vez anudé a mi cuello una corbata colorada o con algo de colorado y ella lo advirtió dijo tantos exabruptos que opté en el futuro por llevar la cortaba en el bolsillo y colocármela al salir de la casa (entiéndase que esto del colorado era reminiscencia de la época de las divisas, que el Comandante lo vivía como si estuviera en medio del combate).
¿Que la abuela era clasista, racista y prejuiciada? Sería extraño que no lo fuera para un personaje de la última mitad del siglo XIX. Vivió la guerra de la triple alianza contra Paraguay (1865-1870), la dictadura de Flores -que murió asesinado en el 68-, la guerra civil del 70 al 72, la dictadura de Latorre y el militarismo del 76 al 79, los movimientos revolucionarios del 97 y de 1904, y la dictadura de Terra (ahí yo ya habia venido al mundo) y el golpe de estado del General Baldomir. Imaginemos a doña Paz en medio del campo, con ocho o diez hijos a su cuidado, en una época en que un color diferente en el pañuelo del cuello podía significar la muerte sin más trámite.
La larga existencia del Comandante, así como el hecho de haber tenido sus primeros hijos casi siendo una niña, la llevaron a que sobreviviera a muchos de ellos, creo que a la mayor parte.
Muchas veces al llegar de mis salidas nocturnas tuve que sentarme paciente en la galería hasta que la insonme abuela decidiera desconectar la luz de su velador y dormirse, de otro modo era inevitable que me viera pasar ¡y vaya a saber cómo diablos reaccionaría!
Por eso no puedo olvidarla, sentada en su cama, a la madrugada, dialogando, con su potente vozarrón, con sus hijos vivos y muertos. Digo dialogaba porque a sus palabras, sus afirmaciones o interrogaciones dirigidas a Ramón, Pedro, Ponciano o a Juan o Pacita (ya fallecidos entonces) seguían momentos de silencio.
Silencio para mí, que no participaba de su mundo. Quizás para la abuela eran largas conversaciones que mantenía con sus fantasmas.

El fin del Comandante

A martillazos amarillos la aurora entra en el vagón, ahuyentando a la noche en precipitada derrota. Las ventanillas del motocar atrapan la imagen del horizonte como los fotogramas de un film desenganchado. Viajo en un tren fantasmal, con pasajeros semidormidos y silenciosos. Unos pocos, despiertos, muestran en sus rostros las huellas de la falta de sueño.
Es que murió la abuela, el Comandante. De ninguna enfermedad en especial, falleció de desgaste. Noventa y cuatro años cumplidos. Trajinando en duras labores procreó trece hijos, los sobrevivientes la rodearon hasta sus días finales. Vivió épocas duras, cuando la patria se hacía a lanzazos en las cuchillas y en degüellos al fin de las batallas. No había entonces lugar para la compasión y muy poco para la ternura. Teniendo en cuenta la aspereza de la vida de entonces, fundó una familia de hombres y mujeres laboriosas, que marcaron con dignidad y siempre con honradez el rumbo de las futuras generaciones.
El cortejo fúnebre se traslada en un motocar especialmente fletado para llevar los restos y los deudos a Nico Pérez, donde se encuentra el panteón de la familia.
Aburridos por tan imprevisto viaje, varios de nosotros entramos a la cabina del conductor del motocar. Tengo todavía en mi retina un guardavías que arrancado de su sueño cruza despavorido el pasonivel, posiblemente intentando bajar las barreras y sin entender qué diablos hace ese motocar circulando a hora tan imprevista, fuera de todos los itinerarios. “iCaramba! -dice el conductor- casi le pasamos por arriba.” En Nico Pérez, un cementerio con huellas marcadas de abandono nos deja una imagen muy deprimente. Regreso con la convicción de que al final de mi vida prefiero ser alojado directamente en la tierra, no importa dónde, en La Teja, donde haya un espacio. Por lo menos ahí hay árboles y pájaros y sonido de ciudad y de labor humana.
Del regreso nada recuerdo.
Posiblemente el cansancio se ocupó de que el sueño hiciera breve el retorno.

Ramón, el abuelo

Sólo quedó una fotografía del abuelo, ni una carta, ni una postal. Nunca sentí a mis tíos referirse a “papá” en sus charlas. Ningún cuento, ninguna anécdota. Tal vez por haber transcurrido ya muchos años de su muerte... no lo sé. Más de una vez pregunté a la abuela sobre su marido el abuelo Ramón. Nunca me contestó. Quise un par de veces saber algo de su muerte: ¿Había estado enfermo? ¿De qué había fallecido? Las dos veces me dijo lo mismo: “De un atracón con duraznos verdes, del estómago.” Cuando se casó el abuelo tenía, como ya dije, diecisiete o dieciocho años. A un hijo por año o poco más, total trece, más dos o tres que pude enterarme murieron al nacer o a los pocos días. Total, quince o diceciséis. Sumamos y tenemos que la abuela terminó de procrear posiblemente pasados los cuarenta. Si el abuelo murió por los cincuenta, eso explicaría las borradas memorias que de su persona tenían los hijos. Sólo he podido registrar de la abuela una referencia a su esposo. Una anécdota que me contó, en un momento de debilidad quizás.
Al parecer don Ramón el abuelo era más bien de corta estatura y no poseía excepcionales dotes físicas. Cuando vivían en Nico Pérez, tal vez en los últimos años del siglo XIX, se encontraban una noche atendiendo a los dependientes de su comercio, don Ramón y doña Paz. Comercio de ramos generales pero que al parecer funcionaba también como despacho de bebidas. Entra de pronto un cliente y avisa alarmado:
“Fulano (no puedo recordar el nombre, creo que era “el pardo... fulano”) viene para acá y está borracho y buscando pendencia.” Al parecer el tal “pardo” era hombre grande, recio y buscador de riñas y con fama también de asesino, según la abuela. Decidieron entonces cerrar la puerta del negocio, trancar, e impedir que “el pardo” llegara a buscar camorra. Eso no impidió que el hombre llegara, comenzara a golpear la puerta, a insultar y a amenazar con echar la puerta abajo si no le abrían. Cuenta la abuela que a tal punto llegó la cosa, que el abuelo Ramón sacó un largo y afilado facón, se apoyó en una pila de bolsas de harina a unos dos metros de la puerta, y pidió que cuando el pardo arremetiera sacaran el pasador de la puerta. Así fue que el hombre terminó su arremetida ensartado en el acero que el abuelo sostenía probablemente sobre su plexo con sus dos manos. Recuerdo que el Comandante terminó su relato lamentando ¡después de varias décadas! las bolsas de harina que tuvieron que tirar, manchadas por el chorro de sangre que como un surtidor manó del vientre del mulato.
Por supuesto que mi pregunta fue ¿qué hicieron con el cadáver, cómo arreglaron el asunto con la policía, con la justicia? Pero al parecer eso no contaba entonces. El abuelo por ser comerciante establecido, conocido como hombre tranquilo y de trabajo, no tenía que dar muchas explicaciones por haber aliviado a la milicada de la presencia de un hombre revoltoso, pendenciero y con viejas cuentas a resolver con la “autoridad”.
Creo recordar que, según la abuela, entre su marido y los parroquianos arrastraron el cadáver a una zanja próxima y continuaron luego -ya con el negocio abierto- las habituales rutinas de la jornada.
Por la forma en que el Comandante desarrolló el relato, de un tirón y casi sin mirarme, recogí la impresión de que correspondía a un hecho real. No surge de él ninguna intención de idealizar hombría y coraje del marido. Todo lo contrario, el abuelito lo “liquidó” valiéndose de un recurso que fue casi una trampa. Vale, para excusarlo y comprenderlo, pensar que probablemente si no resolvía así los hechos exponía su vida y la de su familia a la ira de un matón ebrio, enfurecido y descontrolado por la situación.

Derechos hereditarios

Cuando murió la abuela andaba yo por los 22 ó 23 años, prácticamente había dejado la Facultad de Derecho -sólo tenía aprobados cinco exámenes- y si bien trabajaba ya en la sección prensa de Radio Sarandí, era una tarea relativamente fácil, agradable y con jornadas de siete horas diarias.
Por ese entonces se disolvió la sociedad que en la explotación del campo en Caraguatá tenía mi tío Daniel con su hermana, mi tía Florentina. El dinero que recibió la tía, aconsejada por su hermano, lo invirtió en la compra de una casa en la calle Gualberto Méndez 1822 con un terreno con salida a la calle Lorenzo Fernández. En este solar pudo la tía hacer edificar una casa de bajos y dos apartamentos arriba que, alquilados, le proporcionarían la rentabilidad necesaria para satisfacer sus necesidades.
A la casa de Gualberto Méndez, una casa de dos plantas muy bien construídas, tres dormitorios arriba y uno abajo, nos fuimos a vivir, al fallecer la abuela, Tina, Convención, Maruja, sus hijos Walter y Raquel y quien esto relata. Elsa para esa época ya estaba casada y con dos hijas, Graciela y Stella Vignoli.
Cinco o seis años más tarde soy yo quien al casarme dejo la casa de la calle Méndez. Tiempo después, ya pasados los noventa, fallece la tía Florentina y por disposición testamentaria deja sus bienes, en tercios, a su hermana, a Elsa y a mi. También la tía Florentina, cuando nos mudamos y reunimos las dos familias, había adquirido un automóvil, un Hillman California. Con él obviaría sus crecientes dificultades para movilizarse en el transporte colectivo. Pero a la tía le horrorizaban los trámites y le resultaba imposible firmar por el temblor del pulso, por lo cual pidió a su hermana hiciera los trámites y pusiera el auto a su nombre. Además lo manejaría Maruja, que tenía libreta de conducir desde las lejanas épocas del Chandler de la abuela. Pero siempre en la casa se habló del “auto de Tina” y cuando había que renovar la patente era ella la que corría con los gastos. Además, por supuesto, del mantenimiento y demás gastos del vehículo. Maruja no podía hacerlo, ya que sus recursos estaban limitados a la pensión que cobraba por su difunto esposo.
Y ahora los hechos anómalos que se registraron en la casa de la calle Méndez, al morir la tía. Rectifico: cuando la salud de la tía se agravó. Hubo por lo menos dos viajes del Hillman a Buenos Aires, donde luego de casada Raquel había establecido domicilio. Cae de su peso que la propietaria del auto no se enteró, dado su crítico estado de salud.
De su segundo viaje, el Hillman no regresó. Ya había cumplido su misión de transportar a la casa de Raquel cuanto objeto de valor había en la casa, incluídos mantelería, platería, vajilla, cristalería, electrodomésticos. Quizás me equivoco y no llegaron a Buenos Aires, quedando en algún lugar de Montevideo a salvo de futuros inventarios sucesorios.
Lo fantástico es que la voracidad hereditaria de Maruja comenzó antes que se iniciara la agonía de la hermana.
Elsa y yo tomamos las cosas con calma. Y con dolor de constatar tanta avidez en personas que compartían el pan y el techo. Quedaron del rapiñaje algunos objetos considerados sin valor. Yo los reclamé y los mantengo como tesoros: un mantel con servilletas con las iniciales de la abuela, los floreritos de vidrio que mi amigo Pancho se ocupaba de ornamentar con rosas o jazmines y colocarlos en los soportes del compartimento trasero del Chandler, y un viejo reloj a cuerda de cerámica que por muchos años marcó la hora en una de las paredes del comedor de la casa del kilómetro 293. La tía no lo había querido porque no marchaba. Al mantel bordado nadie le daba valor en aquella época. Y los floreros del Chandier de qué servirían si ya no existían los Chandler?
Estela, mi compañera, me ha dicho más de una vez que no soy romántico. Y me pregunto si para serlo es necesario cantar boleros o suspirar a la luz de la luna.

Los hijos del Comandante

A lo largo de episodios anteriores me he referido más de una vez a las tías Maruja y Florentina y a mi padre Esteban Eufronio, razón por la cual haré referencia ahora a los restantes hermanos.
Es necesario consignar, que como suele suceder en familias muy numerosas, las relaciones fraternas eran bastante conflictuadas. Los hermanos estaban divididos en dos grupos, por momentos irreconciliables. Un núcleo muy cerrado lo formaban Daniel, Santiago, mi padre y Pedro. Mi tío Reymundo fue para mi casi un desconocido. Fueron contadas las veces que visitó la casa de su madre, por lo menos en los veinte años últimos de su vida; de la que yo fui testigo. A mis tíos Juan e Ignacia no llegué a conocerlos por haber fallecido ambos antes que yo viniera al mundo. De mi tía Paz (la llamaban “Pacita”) tengo una muy lejana memoria. Sin embargo recuerdo con más precisión a su esposo, don Martín Urrutia, hábil carpintero (ése era su oficio) pero entendedor basto de la psicología humana. Por esa razón siempre fue objeto de las bromas y a veces pesadas bromazas de sus cuñados, que lo habían bautizado Miniiiií (se pronunciaba así, alargando la “i” final). Fuera de su presencia se referían al cuñado con el mote de “el eco”, por su costumbre de repetir siempre las dos o tres últimas palabras que pronunciaba su interlocutor.
El tío Ponciano llegaba a visitar a doña Paz muy de vez en cuando. Lo recuerdo como un hombre taciturno, un tanto introvertido, que no participaba de las bromas y humoradas que generalmente orquestaba su hermano Daniel, siempre de ánimo festivo.
Cuando el tío Daniel venía a Montevideo se alojaba con nosotros durante los días de su estancia. Infaltablemente en el almuerzo al servírsele el postre echaba para atrás la silla, sacaba sus lentes de leer, los limpiaba con la franelita y se los calzaba con cuidado a la vez que extraía su billetera. De ahí sacaba notas, apuntes, recetas, papeles de todo tipo que revisaba minuciosamente. Al final simulaba encontrar las “indicaciones” dietéticas que le habrían sido impuestas por el médico. Ahí comenzaba la “lectura” de una disparatada repostería, hasta que llegaba al postre que le habían servido, al que rebautizaba con punzante ingenio. Llegado a este punto, guardaba sus papeles, se quitaba los lentes y respirando hondo, invariablemente decía: “¡Ahora sí! ¡Justo lo que me recetó el médico!”
El tío Álvaro, el escribano, era el benjamín de la prole. Aparecía con frecuencia los domingos al mediodía.
Él sabía que en la mesa del Comandante en esos días siempre se colocaba un par de cubiertos más, para los imprevistos. Pero curiosamente, por razones que no se comentaban, siempre llegaba solo a almorzar. Nunca lo hizo con su señora doña Tota Izeta y sus hijas Nora y Teresita. Don Alvaro era serio, no hacia ni recibía bromas de buen grado. Cuando hablaba y opinaba, tenía la capacidad de hacerlo como si fueran las suyas las palabras aclaratorias, irrebatibles y definitivas sobre lo que se estaba conversando o discutiendo. Solamente un NO o un BASTA de su madre, lograba callarlo o hacerlo entrar en razones.
Al tío Santiago, yo lo definiría como Santiago “el bueno”. Bondadoso, tierno, comprensivo, era quizás el hombre más abierto y generoso de todos los hermanos. Siempre dispuesto a escuchar, siempre con capacidad para ‘ponerse” en el otro.
Ramón, uno de los mayores, quizás por ese motivo uno de los que pagó mayor peaje emocional de una madre tan dominante y de tanta energía. Yo conocí al tío Ramón, separado ya de su mujer y su familia, que al parecer lo desterró afectivamente. Sus hijos lo borraron totalmente haciendo causa común con su madre; salvo Elsa, que al vivir -como yo- en casa de la abuela, mantuvo el vínculo con su padre. El tio Ramón al divorciarse se instaló definitivamente en la estancia, quebrado tal vez en sus proyectos de vida. Lo que no se quebró nunca, según confiables mentas, fue su virtud donjuanesca. A tal punto que son conocidos ejemplares de Alzugaray, que en la clandestinidad agregan a sus nombres otros apellidos.
Y una breve referencia a mi tío Pedro y a su esposa, mi tía y madrina, Aurora. A Pedro lo recuerdo como un hombre recto, laborioso, responsable, padre y marido afectuoso y compañero. Con tendencia a ser serio y reservado, pero que llegado el caso sabía participar de las bromas que organizaban los otros hermanos. Y la tía Aurorita... Un especial recuerdo para mi querida madrina. Una mujer alegre, cariñosa; su carcajada todavía repica como una campana en mi memoria.




(1)“El Ranchito”. Así se conoció, y se conoce aún, al campo que fue propiedad de Don Eufronio Alzugaray, en parte heredado de su padre, Don Ramón Alzugaray (ver Documentos). Situado sobre la Ruta 7 a trece kilómetros de Cerro Chato, en la zona de “La Balija”, debe su nombre a la construcción que allí se levantó en su momento y donde vivieron Don Eufronio y Doña Coleta mientras crecían sus hijos. Hoy la propiedad de Francisco López y de Irma Alzugaray tiene una extensión aproximada de mil cuadras.

(2) El “toilette” integraba infaltablemente los juegos de dormitorio de la época. Especie de mesa, con un nivel central más bajo, generalmente de mármol rosado, provista de un gran espejo central y dos laterales rebatibles, que permitían así la visión de ambos perfiles. ¿Su función? El maquillaje, el peinado, y también años antes el lavado, ya que oficiaba de lavatorio. Para ello se disponía de una gran palangana de cerámica y jarra del mismo material, con ornamentos de flores, hojas y frutos varios, todos en relieve y en variados tonos. Todavía puede verse alguna de estas piezas, generalmente con averías, en la Feria de Tristán Narvaja. Volviendo al toilette: en la parte superior varios cajoncitos donde se guardaban frasquitos, tinturas, perfumes y todos los etcéteras que las damas de la época acostumbraban usar para embadurnarse minuciosamente. A los costados y abajo grandes cajones, de lado a lado, donde entraban toallas y otras ropas íntimas y adminículos femeninos. Pelucas, rellenos para el pelo, por ejemplo. El toilette se completaba con una banqueta tapizada en telas floreadas o rayadas al gusto de la época y donde las señoras se sentaban largas horas, porque la operación de “embellecerse” era, creo, bastante más larga y compleja que ahora.

(3) Enriqueta Compte y Riqué. Nacida en España en 1866, era muy pequeña cuando su familia se radica en Uruguay. Funda el primer Jardín de Infantes de América en 1892 en la zona de la Aguada en Montevideo, y también forma a los primeros educadores especializados en alumnos preescolares. Dedica principalmente su vida a lograr una educación que permita al niño desarrollarse plenamente respetando su personalidad. "Cada vez que se abre mi escuela dos ansias llevo dentro, segura de ser feliz si las veo satisfechas: una es la de probar algo nuevo, otra la de buscar corregir los defectos descubiertos el día anterior". Muere en Montevideo en 1949.

(4) Carlos Solé. Relator futbolístico nacido en Montevideo en 1917 y fallecido en 1975. Dueño de un relato vibrante y recio fue el preferido de la audiencia de los aficionados al fútbol en una época en la que todavía la TV no había hecho irrupción y por lo tanto se hacía imprescindible la radio para seguir los partidos si no se asistía al espectáculo. Asimismo los relatos de Solé coincidieron con los grandes triunfos del fútbol uruguayo, por lo que ha quedado unido a las memorables gestas de Maracaná (1950) y Lausanne (1954) por la magia de su emocionante voz.

(5) Todos conocíamos al señor de gran barriga, dueño del café "Vaccaro", como el "gordo Vaccaro". En realidad los "Vaccaro" habían vendido antes de l920 su café a un hombre de empresa de apellido Bórmida (Perucho Bórmida). Este señor falleció en l926, así que el personaje que yo describo corriendo ya los años 30, probablemente fuera uno de los hijos de Perucho Bórmida que quedó a cargo del café. Según el doctor Juan Carlos Patrón, que narra en un libro la historia del famoso café, antes que se levantara la construcción actual funcionaba en el lugar desde fines del siglo XIX el famoso café “Yirumín”, donde se daban cita los "taitas" mas "mentaos" del Montevideo de entonces. Cuando el Vaccaro sustituye al Yirumín cambia también el tipo de parroquianos. Según Juan Carlos Patrón el "Vaccaro" fue el centro de famosísimas peñas, como lo fuera muchos años después el Sorocabana. Roberto Ibáñez era centro de una peña literaria, Julio Verdíé no faltaba nunca con sus alumnos a la mesa de los plásticos y el Ñato Pedreira, famoso personaje (casi folklórico) centraba una nutrida concurrencia a la que no faltaban nunca Perucho Petrone, Tito Borjas y otros cracks del fútbol de entonces. Había también una gran rueda de actores y directores teatrales, figuras infaltables Carlos Brussa y Alberto Candeau . En verano se agregaban Santiago Arrieta y otros actores de su compañía. En las mesas del Vaccaro según el doctor Patrón se podría decir que se fundó el Sindicato Médico. En la mesa de los médicos eran infaltables el doctor Carlos María Fosalba y José Pedro Cardozo. También cita Patrón al doctor Raggio, quien justamente ocupó la casa de General Flores 2435 después que el Club Goes, en las proximidades del cuarenta, cambió de sede.
Por el palco del Vaccaro desfilaron figuras como Carlos Belarmino Porcal, entonces vendedor de diarios del barrio, que después triunfara en Buenos Aires con la orquesta de otro uruguayo, Francisco Canaro, con el nombre de Carlitos Roldán. Roberto Fugasot enfrentó al público por vez primera en el Vaccaro. Luego triunfaría en París con Irusta y Demare (famoso trío: Irusta, Fugasot y Demare). También en el Vaccaro actuó en más de una oportunidad Néstor Feria, "el vareador de Maroñas", que se consagrara en Buenos Aires a través de Radio Belgrano. También el cantautor Humberto Correa que se inmortalizara con su máxima creación, el tango "Vieja Viola" que le grabara después Aníbal Troilo.
Todo lo que aquí transcribo sirve para confirmar lo que he relatado sobre la intensa vida comercial, social y cultural que tenía en ese entonces la avenida General Flores. Según Patrón, desde todos los puntos de Montevideo llegaban noche a noche los parroquianos que venían a cenar, a bailar tango o a escuchar los cantantes de moda en aquel entonces.

(6) Charles A. Lindberg. Aviador e ingeniero norteamericano nacido en 1902 y muerto en 1974. Pionero de la aviación mundial, fue el primero que unió sin escalas París y Nueva York con su monoplaza “The Spirit of Sant Louis”. Su hazaña conmovió al mundo en aquel entonces, y el rapto de su hijo encontró sensibilidades muy receptivas por ese motivo.

(7) ¿A qué me refiero con el uso familiar de los calificativos? A los “imbécil” “tarado” “sorete” “inútil” “haragán” “sobón” “sucio” etc. etc. etc., que en muchas familias se apela de continuo, adjetivando a la persona que se interpela. Y que, en muchos casos esa práctica lleva a convertirlos en tales. O convenciendo a esas personas de que lo son, que es lo mismo.

(8) Hace ya algunos años el Parlamento en alguna forma rectificó injustas decisiones del período chicotacista. Designó al Liceo de Cerro Chato con el nombre de Profesor Escribano Enrique Alzugaray.

(9) La calle Médanos es la actual Dr. Javier Barrios Amorín.

(10) A través de estos relatos puede quedar la impresión de que la tía Florentina era una especie de réplica, en embrión, de la abuela. Y no era así. Si bien una vida consagrada al servicio de la madre con proscripción de la propia le había dado una tonalidad amarga a su humor, en el fondo bullía un caudal de dulzura y sabia comprensión, de donde, de pronto, brotaba a borbotones la ternura.

(11) Quien tenga interés en aproximarse, aunque sea imaginativamente, a la figura de un ancestro tan lejano, si observa el cuadro de J. M. Blanes con el grupo de los orientales que desembarcaron en 1825, el tatarabuelito Santiago es el número trece empezando por la izquierda. Dato que recogí de viejos libros es el de que los padres de Santiago fueron Diego Gadea y Ana Magallanes; don Diego a su vez hijo de doña María Rosa Escobar Carrasco, prima del papá de don José. En cambio son más difíciles de encontrar datos sobre don Lázaro, el sacerdote. Tal vez porque al parecer su vida amorosa fue tan militante como la religiosa, cosa que el pudor de otras generaciones se ocupó de ocultar.


Memorias III Los escenarios
Memorias IV Entretelones de la memoria

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